lunes, 14 de agosto de 2017

EL FANTASMA DE JUAN RULFO
Por Eduardo García Aguilar *
La leyenda de Juan Rulfo entre los escritores de hoy y de mañana quedará fija como la de quien se rebeló con todas sus fuerzas ante la esclavitud de la imagen propia y la vanidad. Tal vez al lado de Samuel Beckett y Julien Gracq y de otros pocos, el autor mexicano se negó a subir a la carroza de la « carrera literaria », mezquino vehículo que en estos tiempos de pragmatismo comercial devora a los escritores de todo el planeta. (1)

Que este hombre, con una enorme celebridad ganada contra viento y marea y tal vez a pesar suyo, hubiera resistido a la tentación de hacer dinero ofreciendo libros a destajo, muestra que las voces de su delirio provenían de un yacimiento muy peculiar, cuyo material sólo se revela a los más sabios, a los más auténticos escritores.

Recién llegado a México, tuve la oportunidad de encontrarlo en varias ocasiones en la cafetería y librería El Agora, solo o conversando con los meseros, y tuve también la maravillosa idea de no abordarlo para decirle cuanto su gesto marcó y marca a los escritores de mi país natal, empezando por Gabriel García Márquez, a quien Alvaro Mutis le dio a leer como ejemplo el legendario libro Perdro Páramo.

Rulfo vestía modestos trajes oscuros, el cabello cano peinado hacia atrás dejaba ver su frente blanca y a veces se le veía con unos enormes lentes oscuros de carey. Alguna vez en la mañana fuimos ambos a lo largo de varias horas los únicos clientes de esa cafetería situada en los altos de la librería de la Avenida Insurgentes y para mi aquella comunión con su presencia fue otro de esos momentos epifánicos de la vida, cuando uno sabe que la fuerza de la verdad y la autenticidad está ahí al lado.

No se trataba en mi caso de esa idolatría que ahora se impone en el mundo frente a los escritores que más venden y ganan premios, más se arrastran ante el poder y los ricos, sino la veneración hacia quien era una especie de San Francisco de la literatura latinoamericana.

Me podrán decir que estoy loco al comparar a Rulfo con San Francisco de Asís, pero no hallo otra figura con quien parangonarlo. Si el nombre de San Francisco aparece aquí para acercarnos a Rulfo es porque el verdadero escritor es siempre alguien muy cercano a la santidad y su ejercicio equiparable a la religión.

El Rulfo que yo vi aquella larga hora sin un libro ni un periódico en la mano y que sólo intercambiaba calurosas palabras con el mesero, acababa de regresar de un viaje a China y tenía la mirada perdida en una extraña placidez irónica de santo. Mientras sus contemporáneos intrigaban aquí y allá, o se lanzaban piedras o miradas de odio, o se pavoneaban buscando el poder, él no temía bajar a la realidad de esa mesa y esa cafetería, ajeno a eso que llaman « gloria ».

Rulfo se me apareció también en los sueños y lo veo nítido en una de aquellas excursiones oníricas. Estaba en una calurosa población de Brasil, tal vez Paraty, con casonas coloniales y calles empedradas y de pronto me hallaba en un cementerio. De repente se aparecía Rulfo, se sentaba a mi lado y me ponía conversación sobre algo absurdo como el color ocre de las hojas de otoño. Tenía la mirada acuosa, lejana, de quien se sabe sueño, fantasma, irrealidad, concreción mítica, imagen fantástica, cuerpo de aire o poesía. Ese encuentro es para mi tan real como si hubiera sido cierto, igual al verdadero de años antes en la cafetería El Agora, una mañana sin fecha.

Rulfo nos legó en unas cuantas páginas la gesta de esos hombres de la tierra que son y han sido los mismos desde siempre, marcados por el rezo, el miedo a la muerte, imploradores de lluvia, curadores de llagas, gimientes en la oscuridad. Ahora que he vuelto a Talpa, El llano en llamas, Diles que no me maten, Luvina, La herencia de Matilde Arcángel o Pedro Páramo, he sentido el escalofrío de saber que estuve cerca alguna vez de un escritor que se sabía ajeno a las voces que de él emergieron en las desoladas tardes de los años 50. Llanto, tierra, montaña, cordillera, tumba, herencia, padre, fusilamiento, llaga, ranas, peregrinación, oración, treno de rezanderas, enfermedad, silencio, palabras de donde nace la literatura.

Cuando murió tuve otra oportunidad de estar cerca a él. La televisión colombiana me pidió imágenes sobre el mundo del recién fallecido y entonces recorrí los sitios por donde anduvo en la capital mexicana, las librerías preferidas, las calles de barrio donde estaba su apartamento y las oficinas del Instituto Nacional Indigenista, en la Avenida Revolución, donde trabajó durante años. Entré a su oficina aún fresca de él, vi su taza de café y escuché el llanto lento de sus secretarias, que lo vieron entrar y salir de ahí, ajeno a la gloria que lo perseguía ya desde hacía décadas.

La furia del poder autocrático de un presidente que se creía Quetzaltcoatl había caído sobre Rulfo hacía unos años, por la osadía que tuvo de opinar sobre los militares.

Hoy nadie se acuerda del presidente de turno y la obra de Rulfo está cada vez más presente porque relata los sufrimientos de un pueblo que sigue y seguirá sufriendo, lejos de toda redención en la tierra. La de Rulfo es una voz que estará siempre ahí como una pirámide, una montaña, la voz que a través de un hombre del siglo XX quiso expresar la de las ánimas que poblaron esta tierra desde hace milenios y la seguirán poblando cuando ya no haya nada.



* Publicado en Expresiones de Excélsior, México. Domingo 3 de abril de 2011.

LA FUERZA PROTEICA DE OCTAVIO PAZ

Por Eduardo García Aguilar
En los años que viví en México entre 1980 y 1998 me tocó presenciar la impactante influencia intelectual en todos los dominios de Octavio Paz, quizá uno de últimos escritores que han concentrado en torno a su obra y figura el espíritu histórico de una nación y en este caso una que por su riqueza, variedad, complejidad y antigüedad milenaria se encuentra al lado de Egipto, India, China y Japón en el primer rango de las civilizaciones irradiantes de imaginarios y sentidos.
En esos tres lustros de vida en México no había un solo día en que no apareciera Octavio Paz involucrado en todos los medios de comunicación en una polémica con la izquierda o con alguno de sus muchos enemigos jurados o adversarios literarios. Reinaba desde la poderosa y muy rica revista Vuelta, que tenía influencia internacional, dirigía debates y programas culturales en la cadena Televisa, escribía en diarios, organizaba encuentros internacionales de poesía o de temas mundiales, ejercía como brillante crítico de arte y publicada múltiples libros sobre política mexicana y mundial, poesía, estudios y tratados literarios como El arco y la Lira o Sor Juana Inés o las trampas de la fe, Cuadrivio, El ogro filantrópico, El mono gramático, Árbol Adentro y muchos más.
Dirigía la cultura del país con mano de hierro y estaba al tanto de todo, hasta de los más nimios chismes, y alerta y obsesivo como siempre participaba en la esgrima y en las batallas culturales y literarias no dejando títere con cabeza, como un Quijote con su adarga pugnaz. Con su magnífica prosa, erudición e inteligencia desbordantes y omnívoras, Paz fue un maestro irritante y urticario para quienes vivimos en México en esos últimos quince años de su vida. El solo fue una universidad y todos estábamos alertas a comprar la nueva revista Vuelta y a devorarla o a asistir a los debates y coloquios donde se presentaba. Sus textos nos invitaban a leer y conocer cada vez más y aunque no se estaba de acuerdo con él en muchas cosas, especialmente en sus pasiones políticas, su magisterio fue de crítica y libertad y su ausencia se nota desde su partida.     
Paz (1914-1998) era una fuerza proteica dotada de una energía fenomenal, pues fue gran poeta, crítico literario y artístico, historiador, director de revistas, diplomático y político. A lo largo de su vida fue también un ejemplo típico "escritor comprometido" latinoamericano que abogó por varias causas y fue militante alerta y lúcido a los cambios de su sociedad y del mundo en el sangriento siglo XX.
Igual que Víctor Hugo en Francia, Goethe en Alemania, Tolstoi en Rusia, Paz se inscribe dentro de la tradición de los escritores padres de la patria, orientadores de juventudes, líderes de opinión y solo le faltó ser candidato presidencial, como lo fueron en el continente José Vasconcelos, Rómulo Gallegos, Mario Vargas Llosa y Pablo Neruda, entre otros. Asimismo Paz fue cercano al poder como diplomático de alto nivel y embajador en la India, cargo al que renunció a causa de la famosa matanza de Tlatelolco antes de los Juegos Olímpicos de 1968, durante el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz.
En los años de diplomático en Francia, India, Japón y Ginebra ante organismos de Naciones Unidas, elaboró muchos informes sobre la situación geopolítica mundial y en la capital francesa, donde fue cercano al surrealismo y amigo de André Breton, reflexionó sobre los tiempos de la posguerra, la guerra fría y la crítica de los totalitarismos de inspiración marxista-leninista que ya comenzaban a ser analizados desde los años 40 por sus amigos Cornelius Castoriadis, Jean François Revel  y Claude Lefort, en los que se inspiró para avanzar por ese camino antitotalitario y evolucionar de las ideas marxistas, agraristas y socialistas de su primera juventud hacia un pensamiento de corte social-demócrata primero y luego finalmente liberal y de derecha. 
El autor de "El laberinto de la soledad" era el nieto de un liberal porfiriano, Irineo Paz, e hijo de un abogado zapatista, asesor intelectual de Emiliano Zapata, hombre de vida compleja cuyos artículos políticos zapatistas pasaba en máquina el joven y precoz Octavio Paz en su casa de Mixcoac. Desde sus años de estudiante de bachillerato y universidad Paz militó en movimientos de izquierda y viajó a Yucatán a trabajar con los campesinos, antes de ser invitado a los 23 años de edad como representante de la izquierda mexicana al congreso de la Alianza de intelectuales antifascistas para la defensa de la cultura en Madrid y Valencia en 1937, donde se codeó con las grandes figuras progresistas de la poesía y la literatura de entonces como André Malraux, César Vallejo, Pablo Neruda, Antonio Machado y Rafael Alberti, entre otros muchos.
Leer su obra nos ayuda a comprender la rica complejidad de un México sincrético, anclado en el milenario pasado de sus múltiples civilizaciones prehispánicas, luego enriquecido por los largos siglos barrocos de la colonia, agitado por las batallas entre conservadores y liberales del siglo XIX y marcado para siempre con trazos de sangre por la Revolución mexicana de 1910 y la posterior solidificación de la misma encarnada en el todopoderoso Partido Revolucionario Institucional (PRI), para él un verdadero "ogro filántrópico" al que fue cada vez más fiel hacia el final. El ogro lo protegió en sus últimos meses de enfermedad, después del incendio de su casa, en una casona colonial de Coyoacán, escoltado como un mandatario por el mismísimo Estado mayor presidencial y cuya propia silla de ruedas de enfermo terminal fue impulsada varias veces por el propio presidente de la República, el joven Ernesto Zedillo Ponce de León, el Tlatoani protector.
A casi 20 años de su muerte podemos volver con más serenidad a leer su obra múltiple y rescatar de él al intelectual que quiso hablar de igual a igual con las ideas y las literaturas mundiales, encarnarse en las tradiciones milenarias de Occidente y Oriente sin desechar lo prehispánico y contribuir a que la poesía y la literatura sean espacios de libertad, modernidad y reflexión lúcida sobre la existencia, en un mundo agitado donde las guerras religiosas vuelven a ensombrecer el panorama y las fuerzas del dinero y el mal acechan y abogan por nuevas guerras y conflictos que tocará a otros conjurar y analizar.