domingo, 17 de septiembre de 2017

EXOTISMOS ORIENTALISTAS DE MARRUECOS

Por Eduardo García Aguilar

La primera vez que visité Casablanca, en la Costa Atlántica de Marruecos, me pareció muy parecida a la ciudad colombiana de Barranquilla. Había entrado a un café en una calle polvorienta de un barrio popular bajo el sol ardiente y la gente que deambulaba por las calles o estaba sentada frente a las mesas parecía salida de un barrio de la ciudad costera colombiana situada cerca de donde desemboca el río Magdalena.
Tomé la cerveza y estuve en la tarde refugiándome del sol y después fui a los ajetreos de la Feria del libro, que es una de las más importantes de África desde hace tiempo. La primera visita fue corta, porque había que viajar más al sur, a Essaouira, la antes mítica Mogador, pero luego tuve la fortuna de regresar a la misma feria en dos ocasiones y así estar en periodos más largos, recorriendo el centro histórico de estilo art déco o la medina antigua, o tomar el moderno tranvía de fabricación francesa que atraviesa la capital industrial, portuaria y comercial del reino para visitar la inmensa y lujosa mezquita Hassan II o a su rival, un gigantesco centro comercial moderno y cosmopolita recién inaugurado.
La feria del libro de Casablanca es muy animada y siempre cuenta con presencia de amplias delegaciones francesas y de los países del África del Oeste, que pertenecen a la zona de influencia cada vez más fuerte del poderoso reino gobernado por el riquísimo Mohamed VI, hijo del rey Hassan II, quien con frecuencia realiza giras por la región haciendo inversiones y abogando por una visión más moderada del islam.
Marruecos, que en su mayor parte fue protectorado francés de 1912 a 1956, es un país francófono y en tiempos de auge de esa influencia la urbe moderna fue construida en estilo Art Deco, como otras muchas ciudades que recibieron influencia de esa corriente arquitectónica en todos los rincones del mundo, desde Australia y Camboya, hasta México, Río de Janeiro o Nueva York. En Francia hay una gran presencia de escritores descendientes o hijos de exfuncionarios de la metrópoli que guardan ataduras familiares en el soleado país, al que aman y relatan en sus novelas y poemas, así como notables autores marroquíes francófonos que viven y publican en París, como Tahar ben Jelloun y Abdelatif Laabi y otros muchos más. También otra parte del país estuvo bajo protectorado hispano, y los ritmos de la música andaluza se dejan sentir hoy en todos los rincones de fiesta y diversión.
Por su clima, la Costa Atlántica, las montañas nevadas, los desiertos, las medinas, Marruecos atrajo en el siglo XIX y XX a artistas y turistas europeos y norteamericanos fascinados que decidieron vivir allí, como los estadounidenses Allen Ginsberg, William Borroughs y Paul Bowles, el francés Jean Genet y el español Juan Goytisolo, y en Tánger y otras ciudades se han instalado muchos aventureros para huir de las inclemencias de los inviernos y vivir en un mundo exótico y sensual, que también fue durante mucho tiempo un paraíso sexual y tema predilecto de fotógrafos, acuarelistas y pintores orientalistas.
Por su posición estratégica el país siempre fue codiciado a lo largo del tiempo por las potencias, en especial portugueses, españoles, alemanes y franceses, por lo que se pueden ver rastros de murallas hispanas en los diferentes puertos, como en Mogador, donde la pesca y la artesanía han sido y son los centros de actividad y que fue en los años 60 y 70 refugio de centenares de hippies y estrellas de rock occidentales, que acudían allí después de visitar Marrakesh.
Pero ya hace milenios esta tierra extrema que era el confin del universo conocido fue poblada por fenicios, griegos y romanos, que dejaron sus huellas en ruinas tan hermosas como las de Volubilis en Meknés o Chellah en la capital Rabat, que son visitas obligadas y fascinantes. Ya más tarde los árabes y los sultanatos inspirados por Mahoma tomaron posición en el lugar, desplazando a los habitantes originales berberes y desde entonces impusieron la religión islámica, que se extendió hasta la mitad sur de España bajo el nombre de Al Andalus y terminó allí cuando fueron expulsados definitivamente hacia 1492 por los reyes católicos Fernando e Isabel, con la derrota del "último rey moro de Granada", tal y como cuenta la leyenda.
Al recorrer la inmensa medina de Fés, otra ciudad imprescindible del reino, situada al norte, un viajero hispanoamericano se siente en terreno conocido cuando los campesinos o comerciantes de ascendiente árabe o judío gritan "arre, arre" a sus fatigadas mulas por las callejuelas de la ciudad medieval o al atestiguar la actividad artesanal que también fue practicada en las colonias hispanoamericanas por parientes indianos de estos expulsados que se aventuraron en las naos españolas ya transmutados en conversos con apellidos sefardíes o hispanos.
Todos esos elementos sincréticos y milenarios dan una carga simbólica especial a cada uno de los rincones de este país: los vigorosos juegos y justas de los jinetes sobre caballos adornados y ataviados en las costas de Essaouira o Casablanca, las danzas de los posesos gnaouas de origen negro en las barriadas de las ciudades, la actividad de las medinas secretas y laberínticas o las caravanas de camellos en los desiertos interminables del Sahara.
Y en siglo XX el mito de Hollywood tocó a la próspera e industrial Casablanca con la famosa película del mismo nombre dirigida por Michael Curtiz y protagonizada en 1942 por Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, convertida desde entonces en símbolo de la Segunda Guerra Mundial y en una de las historias de amor más admiradas por los cinéfilos del mundo entero. Hasta esa ciudad llegaban quienes huían de la guerra y esperaban allí la oportunidad de partir hacia América. Volver a Casablanca, caminar por sus calles, ver en casi todos los bares imágenes de esa película inolvidable, nos confirma la carga simbólica de esta tierra que nutre desde siempre las artes y las letras.

lunes, 11 de septiembre de 2017

MÉXICO Y LA LEY DE LOS SISMOS

Por Eduardo García Aguilar
El fuerte terremoto de 8,4 grados de magnitud que sacudió a México este jueves a medianoche, que por fortuna no dejó miles de muertos como en otras ocasiones, me trajo a la memoria la experiencia de otra catástofre que viví en carne propia en la zona de desastre en la capital mexicana, en la Colonia Roma, el 19 de septiembre de 1985. De niño y adolescente había vivido varios terremotos fuertes en Colombia, pero aquel sismo es el más duro que he experimentado por su duración, magnitud y carácter casi apocalíptico.
Vivía entonces en un bello edificio antiguo de la época porfiriana, construido con ladrillo rojo y con una torre puntiaguda como de cuento de hadas, llamado la Casa de las brujas, lugar donde a comienzos del siglo XX vivieron diplomáticos y después, a medida que se deterioraba, fue sitio de residencia de muchos artistas y escritores, dos de ellos Premio Cervantes, el joven Carlos Fuentes y su esposa la actriz Rita Macedo, que lo habitaron en los años 60, y Sergio Pitol, quien vivió allí en los años 80. Ambos se refirieron al edificio en sus escritos y Pitol sitúa El desfile del amor en su ambiente exótico y en los interiores Art Deco de los años de antes y después de la Segunda guerra mundial.
La Colonia Roma fue construida en los tiempos de Porfirio Díaz y es una zona de bellas casas, avenidas, parques, palacios y edificios de diversas arquitecturas, donde residía la élite de generada por aquella dictadura inspirada en el positivismo y el progreso, que dio al país un gran impulso económico, pero generó a su vez las tensiones que condujeron a la Revolución mexicana. Cafeterías italianas, tiendas, restaurantes, pastelerías y dulcerías de lujo, templos, galerías de arte, centros culturales, inspirados por las capitales europeas, alternan en ese barrio con nuevas edificaciones y rincones un poco desuetos. Y en la Plaza Río de Janeiro, frente a la Casa de las Brujas, está una réplica del David de Miguel Ángel.
Quienes vivíamos en ese edificio nos sentíamos privilegiados y muchos de los habitantes se dedicaban a alguna de las artes, por lo que no era raro escuchar el sonido de pianos, chelos o violines de los músicos, o visitar los talleres de los pintores y artistas plásticos o percibir el traqueteo nocturno de las máquinas de escribir que fatigaban con fuerza poetas, ensayistas y escritores de todas edades y tendencias. La colonia Roma era el centro del arte, la música y la poesía.
Todos fuimos sorprendidos al amanecer de ese día fatídico por largo remezón de 8,1 grados de magnitud, que primero fue oscilatorio. El edificio parecía un barco en medio del océano mecido por el oleaje, una nave ebria, loca, que viajaba sobre las ondas terráqueas generadas por el poderoso movimiento telúrico. Ese primer episodio fue eterno y cuando creíamos que iba a cesar, conscientes del riesgo y paralizados por el pánico, comenzó la segunda parte, esta vez trepidatoria, que hizo crujir y abrir paredes e inclinar edificios aledaños, de los cuales uno veía caer muros y vidrieras y hasta las camas y los muebles que salían disparados desde los apartamentos en las alturas, al mismo tiempo que los transformadores eléctricos estallaban proyectando chispas en medio de chirridos.
Muchos nos despedimos de la vida y dijimos adiós para siempre ese día, pero sobrevivimos. Otros habitantes de la zona de desastre, decenas de miles, según diversas cifras, murieron entre las ruinas de centenares de edificios derruidos, hundidos, inclinados o caídos sobre calles, parques y avenidas como castillos de naipes. Hospitales, industrias textiles, vecindarios, barrios enteros quedaron arrasados. Un estadio se convirtió en una morgue al aire libre. El olor a muerte inundó todas las semanas siguientes la zona de desastre. El país quedó incomunicado durante dos semanas. Nos salvamos por vivir en un edificio viejo y decrépito, porque los que se desplomaron fueron casi todos los modernos.
Los seres humanos olvidamos pronto y la Ciudad de México volvió a vivir su vida poco a poco. Año tras año empezaron a aparecer nuevos rascacielos cada vez más altos, sin tener en cuenta que temblores como el ocurrido esta semana a medianoche, con saldo muy bajo por fortuna de solo 61 muertos y 200 heridos, se repetirán tarde o temprano a lo largo de las zonas donde chocan las placas tectónicas de las costas del Océano Pacífico desde Estados Unidos hasta la Patagonia.
En California, donde en 1906 San Francisco fue arrasada por un terremoto, se espera desde hace años un evento devastador que los expertos denominan el Big One y ocurrirá en la falla de San Andrés. Centroamérica también ha sido golpeada cíclicamente, así como Colombia, Ecuador, Perú y Chile y otros países latinoamericanos. Y en otras regiones del mundo se vive bajo la amenaza permanente como en Japón, India y China y en las zonas cercanas al Himalaya y el Everest, cuya altura es la prueba de esas fuerzas telúricas profundas. Nepal ha sido destruido con frecuencia. En algunos países mediterráneos también chocan las placas y países como Italia, Grecia, Turquía pueden ser golpeados con frecuencia por fuertes sismos.
Muchos habitantes de la Casa de las brujas decidimos irnos de inmediato de allí a vivir en zonas del sur de la ciudad con menor riesgo sísmico, pues están asentadas sobre capas terráqueas menos inestables. El centro de la ciudad fue construido sobre el antiguo lago de Tenochtitlán y por eso los sismos allí tienen más impacto, como si la ciudad flotara sobre una masa coloidal, casi líquida. Así observamos este fin de semana con pavor en las redes sociales la oscilación del ángel de la Independencia de la céntrica avenida Reforma y de muchos rascacielos enormes, mientras la energía desatada por la tierra provocaba extrañas luminosidades en los cielos parecidas a las auroras boreales. Los relatos de quienes vivieron este nuevo episodio sísmico en la metrópoli mexicana nos recuerdan que vivir allí y en otras urbes de la región es estar en el peligro permanente.
Por eso uno se sorprende cuando en ciudades como Bogotá y otras de América Latina florecen ahora rascacielos autorizados y construidos de manera irresponsable, cuando las autoridades deberían ser estrictas y obligar como en Japón a crear urbes humanas preparadas para los inevitables choques sísmicos. Cuando alguien decide vivir en un alto edificio por muy elegante y bello que sea, olvida que la tierra a veces tiembla. Ese es el lado optimista de los humanos, quienes olvidamos siempre que la tierra es un planeta frágil lleno de terribles tensiones geológicas, un globo minúsculo que flota como polvo en medio del universo infinito.