sábado, 22 de julio de 2017

EL DANUBIO DE CLAUDIO MAGRIS

Por Eduardo García Aguilar
Claudio Magris (1939) es uno de los escritores contemporáneos más notables y su libro Danubio, publicado en 1986, una de las lecturas más fascinantes y actuales para quienes exploran géneros híbridos como los libros de viaje y el ensayo polifacético, que se aparentan pese a todo con la novela, convertida a veces en un simple sucedáneo comercial donde poco importa el fondo y más los avatares de tramas repetitivas y banales de estilo hollywoodense.  El italiano, ganador de los premios Strega, Médicis, Guadalajara y Príncipe de Asturias, entre otros muchos y que es mencionado con frecuencia en las listas de probables ganadores del Premio Nobel, es un autor de la estirpe de los grandes polígrafos de Europa central y del Este de todos los tiempos, entre quienes figuran Hölderlin, Goethe, Mann, Kafka, Roth, Canetti y una lista interminable de escritores que dejaron huella de su paso por el mundo y fueron fieles al pensamiento, a la reflexión histórica y a la atracción por la naturaleza, ríos, lagos, cañones y cascadas de las montañas alpinas.
Magris nos comunica en su obra la delicia de tener como oficio principal en la vida la lectura, pues a través de ella abrimos ventanas en el tiempo y el espacio y viajamos sin cesar por las ideas, paisajes y misterios de la vida y la historia. En sus libros nos cuenta esa aventura humana llena de episodios luminosos y también de terribles tragedias. Visitante incesante de bibliotecas en abadías, conventos, viejas universidades y librerías de viejo, no se limita a leer solo a los grandes autores consagrados, sino también a los olvidados y excéntricos que sorprenden incluso cuando sus obras son decepcionantes, ingenuas, maniáticas, excesivas o patológicas.
También explora en sus estudios correspondencias rescatadas, archivos municipales y notariales, contabilidades de comerciantes, traficantes, jueces, funcionarios, alguaciles, pícaros, arquitectos, ingenieros, cartógrafos, médicos, militares o eclesiásticos de todas las diferentes confesiones surgidas y desaparecidas a lo largo del tiempo. Rescata a su vez canciones y cuentos infantiles, leyendas de fantasmas y desaparecidos, historias de traiciones amorosas y filiales, costumbres culinarias o vinícolas campesinas, usos agrarios y veterinarios y describe con detalle muebles, cuadros, objetos, viejos bastones, camafeos, álbumes fotográficos familiares, todos ellos hallados en desvanes abandonados o en mercados de pulgas que pululan los domingos o días de fiesta en las plazas de viejas ciudades y pueblos.
Para él todo ser humano, poderoso u humilde, debe ser escuchado con atención para crear el rompecabezas de ese universo danubiano donde mandaron en oleadas sucesivas figuras como Atila o los monarcas del Sacro Imperio romano-germánico o el multiétnico Imperio Austro-Húngaro de los Habsburgo, derrumbado al alba de la Primera Guerra Mundial, y a veces, tras incursiones sangrientas, hasta las huestes del temible Atila o las de Solimán el Magnífico y los otomanos que desde Turquía siempre trataron de conquistar a Europa desembarcando en Grecia y en las zonas de los países del Este. Y eso sin olvidar los episodios totalitarios recientes del nazismo y el estalinismo, cuyas fuerzas militares sembraron el miedo y el terror a su paso, o la mucho más reciente Guerra de los Balcanes que despertó los fantasmas de las conflagraciones étnicas y religiosas ancestrales.
Escenario del éxodo humano, la Mitteleuropa que Magris nos describe en su libro Danubio nos ayuda a entender las tensiones que en este siglo XXI siguen tan vivas y amenazantes como nunca. Hace apenas un año un millón de inmigrantes sirios, iraquíes y afganos y de otras nacionalidades llegaron a Alemania de un solo golpe huyendo de las guerras en Oriente Medio y Asia, eso sin contar la tragedia de los ahogados que por miles mueren en las aguas griegas o en el Mediterráneo central buscando llegar al continente Europeo en barcos precarios.
Asesinatos, magnicidios y guerras infernales han ocurrido ahí en esa Europa Central desde todos los tiempos y aun hoy, en medio de la crisis mundial y las nuevas guerras religiosas, sabemos con Magris que los fantasmas del miedo y el terror pueden volver a desencadenarse con actores nuevos y distintos a los de otras épocas llenas de anarquistas, nacionalistas, racistas, fascistas, nacional-socialistas o bolcheviques. El Holocausto nazi parece estar sepultado, pero los odios y las pulsiones del mal siguen ahí porque el ser humano, ya lo sabemos, siempre ha sido un lobo para el hombre y busca chivos expiatorios.
Nacido en Trieste en una zona europea donde las fronteras han cambiado sin cesar en medio de guerras fratricidas entre imperios y países, etnias o iglesias, Magris ha dedicado su vida a rastrear la historia de los hombres de esa Mitteleuropa, que va desde las fuentes iniciáticas del Danubio en el Bosque Negro, al suroeste de Alemania, y el Mar Negro, donde desemboca después de cruzar raudo por lo que hoy es Alemania, Austria, Hungría, Bulgaria, Eslovaquia, Serbia y Rumania, entre otros países que se han despedazado en mil guerras y han cambiado de amos, reyes y emperadores como de camisas.
El autor ha ejercido como profesor en la universidad y dedicado su vida a la lectura incesante de las obras literarias generadas en esa zona y de los documentos diversos con los cuales se construye la microhistoria de cada uno de los pueblos, villorrios y ciudades surgidas en las riberas de este rico río navegable por donde han transitado desde hace decenas de miles de años los inefables homo sapiens sapiens, y antes de ellos, los Neandertales. En una de las cumbres fue hallado congelado hace unas décadas un hombre que murió hace 5.000 años y cuyos restos nos muestran el modo de vida de los anónimos viajeros arcaicos de mucho antes de que hubieran surgido las grandes civilizaciones griega y romana y los grandes ejércitos.
Nada le es ajeno a Magris en este maravillo fresco de la región donde nació y donde sus ancestros vivieron y murieron a lo largo de los siglos. Acompañado de amigos, viejos colegas, amores o compañeros de escuela, entrevistándose con expertos o sobrevivientes de guerras y tragedias familiares, parándose en hostales, tabernas o restaurantes, el autor logra en este libro ensayístico de viajes reconciliarnos con la literatura, porque la literatura es antes que todo vida y pasión.  



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* Publicado en Expresiones de Excélsior. México. Domingo 6 de agosto de 2017.  
 



sábado, 15 de julio de 2017

LA NUEVA IGLESIA DE GARCÍA MÁRQUEZ

Por Eduardo García Aguilar
 
En medio de los miles de homenajes que día a día, mes a mes y año por año hacen las autoridades en institutos, embajadas, consulados, universidades, palacios presidenciales, museos, bares, librerías, a Gabriel García Márquez, por cualquier motivo, ya sea un aniversario más de su libro máximo o cumpleaños de textos o hechos relacionados con su vida y obra, asistentes, escuchas y ponentes pierden a veces la perspectiva histórica de lo que significó su irrupción en el mundo literario en ese año 1967, cuando apareció Cien años de soledad en la editorial Sudamericana de Buenos Aires.
 
El fenómeno García Márquez será irrepetible porque el modelo romántico del escritor cervantino fundacional que representa a la nación, al continente y a la lengua surge de la confluencia milagrosa de la necesidad imperiosa de afirmación de un país, región o idioma en un contexto histórico y a su vez de la solidaridad y la sed de revolución experimentada por Occidente en un momento de cambios en paradigmas culturales y rechazo al colonialismo y a la guerra.
 
García Márquez, más que otras estrellas del boom en el momento como el cultísimo y afrancesado Alejo Carpentier, el moderno y urbano Julio Cortázar, el barroco y recursivo Augusta Roa Bastos o el realista y brillante académico Vargas Llosa, encarnó con su joven figura popular e irreverente, su aspecto peculiar de bigote y cabello encrespado a lo african look y camisas de flores y pantalones rojos, al escritor que desde un origen muy humilde y desde una región periférica accede a las más altas esferas de la gloria literaria en vida y se convierte en el padre de la patria, como ocurrió en su momento con Victor Hugo, Walt Whitman o Leon Tolstoy, entre muchas otras figuras de ese tipo, a su vez irrepetibles.
 
En la Europa de los tiempos de mayo del 68 había una intensa sed de revolución y de rechazo al imperio estadounidense que hacía la guerra de Vietnam y mataba a Martin Luther King o apresaba a Angela Davis y las generaciones del momento en esa vieja región cargada de monumentos e historia quedaron fascinadas por los insurgentes barbudos cubanos y sus seguidores guerrilleros que proliferaron en el continente latinoamericano y se convirtieron en modelo de insurgencia armada en muchas partes del llamado Tercer Mundo.
 
América Latina se puso de moda como un símbolo cultural y erótico. A un lado estaba el mártir crístico y barbudo revolucionario Ché Guevara, cuya imagen yaciente recorrió el mundo ese mismo año 1967 y después se convirtió en un ícono aun vigente medio siglo después. Al otro lado, como la otra cara de la moneda, aparecía ese mismo año Gabriel García Márquez, el escritor popular que accedía con Cien años de Soledad a las altas esferas de la gloria literaria, hasta entonces reservada a los autores de las grandes potencias coloniales.
 
Medio siglo después, ya afirmada América Latina en su fuerza cultural, económica y política, las nuevas generaciones del mundo miran hacia otras culturas como las asiáticas, africanas, nórdicas e incluso leen en su mayoría a los autores anglosajones que a ambos lados del Atlántico escriben en inglés. América Latina ha pasado de  moda y aunque se publican algunos libros y surgen fenómenos póstumos como el de Roberto Bolaño, el continente se inscribe ya en el marco de esa cultura globalizada mundial, digitalizada por la red de internet y sus clubes sociales como Facebook, Twitter, YouTube y muchos más, foros donde la cultura y la vida por ahora encuentran un escenario y un modo de difusión para las nuevas generaciones.
 
García Márquez ha sido cooptado por las autoridades legislativas, ejecutivas, judiciales, eclesiásticas y militares como un ícono nacional y continental y casi viene a suplantar poco a poco al himno nacional con su inolvidable "Oh gloria inmarcesible, oh júbilo inmortal, en surcos de dolores el bien germina ya". Asociaciones, institutos, academias y premios cuentísticos, cinematográficos y periodísticos que llevan su marca proliferan y se reproducen como champiñones de manera exponencial en todas partes recaudando jugosas donaciones o presupuestos. 
 
Presidentes, alcaldes, embajadores, cónsules, ministros, rectores de universidades y colegios, se han convertido en la nueva clerecía de una especie de religión gaboteológica que devora presupuestos, papel para libros y afiches, imágenes para billetes y monedas y aplasta y relega a toda otra expresión literaria que no sea la del Nobel omnipresente, omnisciente, omnipotente y omnívoro.
 
Semana tras semana, mes por mes, año por año, todos los calendarios institucionales se coordinan para celebrar de una y otra forma su eternidad y uno no sabe ya si es al propio García Márquez a quien se celebra o si son los propios clérigos de la garciamarquía los que se autoengrandecen y logran así existir y protegerse del olvido y el anonimato bajo la iluminación de las lengüetas de fuego que emanan desde sus tonsuras ígneas, por la fuerza divina del nacido en Aracataca, como Jesús lo fue en Belén.
 
No tardarán tal vez algún día en reunirse esos prelados de todos los orígenes y pelambres en Cartagena de Indias, trajeados con impolutos liqui-liquis o guayaberas bordadas para celebrar un cónclave secreto en torno a sus cenizas, destinado elegir a un papa de la nueva religión, una especie de Pedro fundacional o Aureliano o Melquíades o José Arcadio sobre quien construir la poderosa Iglesia garciamarquina.
 
Ya los imagino ahí a todos congregados en ese concilio donde las diferentes fuerzas y tendencias gabópatas, gabófilas o gabomaniacas pugnarán para imponer a uno de los suyos y ya siento el fulgor y la alegría del pueblo que acudirá en masa a la fiesta al ritmo de los vallenatos de Escalona, cuando salga la miríada de mariposas amarillas desde alguna chimenea para anunciar que al fin "habemus papam" macondiano. Será la primera de una larga serie de pontífices que reinará a lo largo de los próximos siglos desde su Vaticano cartagenero, bajo la supervisión celeste y mamagallística de Don Gabriel.
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* Publicado en el diario La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 16 de julio de 2017.
 
 
 
    
 

martes, 11 de julio de 2017

EL MUNDO DE CUEVAS

Por Eduardo García Aguilar
José Luis Cuevas (1934-2017) fue una de las figuras mexicanas del arte más renovadoras, excéntricas y fructíferas de la  segunda mitad del siglo XX latinoamericano. Creció en medio de la fábrica de lápices marca Águila de su familia y desde muy temprano mostró dotes de gran talento en el dibujo y las artes plásticas, por lo que ya antes de los 20 años era un artista conocido y polémico, que retó a la gran tradición muralista mexicana, surgida con la Revolución, que unía el arte al nacionalismo estatal y la glorificación de las estrellas patrias.
Su gran auge se dio en los años 60, 70 y 80 del siglo XX, cuando se convirtió en una estrella de la farándula mexicana, equiparable a las del rock, a través del personaje que él mismo creó, un apuesto hombre de ojos claros autocalificado "macho gato", melenudo que lucía chaquetas de cuero, botas de cowboy, pulseras de cuero en las muñecas, una sonrisa de película de Hollywood y que, según testimonio de las mujeres de su época, las atraía locamente.
Megalómano, egocéntrico, vanidoso, pero amigo de todo el mundo, generoso, derrochador y afable, no solo escenificó su vida como Dalí, Warhol y Picasso en las fiestas mundanas y en las secciones de sociedad de diarios y revistas mexicanos, sino que también era buen cronista y escribía en la sección cultural de Excélsior, dirigida por don Edmundo Valadés, una columna donde contaba su vida diaria, encuentros, ideas, fobias, vida sexual, chismes y diversas aficiones y presumía de haberse acostado con más de 650 mujeres, que, según él, estuvieron o estaban todas locas por él. Nadie, sin embargo, lo criticaba por esas salidas infantiles en medio de las solemnidades del gran ogro filantrópico mexicano.
Su obra en el campo del grabado y el dibujo fue saludada por los críticos latinoamericanos del momento y sus imágenes únicas, que llevaban con toda claridad su huella digital original, representaban seres deformes, retorcidos, en poses extrañas y en ámbitos de una gran excelencia gráfica. También hizo esculturas voluminosas con esas figuras grotescas que salían de su imaginación, una de las cuales, "la Giganta", está en el patio central del Museo de su nombre, en el centro histórico de la Ciudad de México.
Con esas imágenes y sus manifiestos artísticos trastornó y modernizó al arte mexicano, al que dio nuevos aires y limpió del polvo y la polilla arcaicas del nacionalismo o de las fanáticas acciones de los comprometidos, y arremetió contra las grandes telas grandilocuentes o los murales que por todo el país florecieron de la mano de Siqueiros, Orozco y Rivera bajo la melodía incesante del himno nacional y los vivas de los políticos y funcionarios del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y de las jerarquías de letrados post-revolucionarios.
Quienes vivimos en esos años de su gloria en México, lo veíamos con frecuencia en todo tipo de actos, exposiciones de jóvenes artistas amigos o al lado de Octavio Paz, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis, siempre afable, alegre, irreverente, como si su tarea fuera dar tono y energía a su época, lejos de la tristeza agraria de Juan Rulfo, como si su destino fuera abrir ventanas, comunicar la gente, crear vasos comunicantes de buen humor y estar omipresente en todas las fiestas, actividades culturales o en las bodas de la aristocracia o en barrios, cantinas, pulquerías y vecindades populares. Era el hermano de todos y verlo trabajar, exponer o hablar levantaba el ánimo a cualquiera y sobre todo a su país, carcomido por la corrupción y la violencia.
Al lado de su esposa Bertha Riestra, elegante mujer inteligente y sólida que fue clave en la instauración de su fama y leyenda, Cuevas recibía en su casa, en el sur de la capital, en grandes almuerzos o cenas donde compartía con figuras que, como el colombiano Ómar Rayo y los catalanes Alberto Gironella o Vicente Rojo, y muchas otras de todos los continentes, de Asia, África, Europa, Estados Unidos, pasaban por la capital mexicana y lo buscaban o eran invitados por él. Sin embargo, fue rival de Fernando Botero, su estricto contemporáneo, autor también de figuras de volúmenes extremos tanto en papel como en escultura monumental, que Cuevas consideraba haber inventado antes de la famosa "Mandolina" neoyorquina a lápiz del exitoso y mundialmente famoso artista colombiano de los gordos.
Como todos los "meros" machos mexicanos, Cuevas debe mucho a su primera esposa y madre de sus tres adoradas hijas. Bertha Riestra fue un pilar en su vida y aun la veo con esa amabilidad tolerante, mirada lucida y conversación talentosa con todos los comensales, al tanto de las minucias del buen anfitrión, aquella tarde en la que homenajearon al amigo Ómar Rayo, cuando a todos nos hizo sentir cómodos y de donde salimos alegres a la llegada del crepúsculo en una calurosa tarde del Valle del Anáhuac. La muerte en el 2000 de ese pilar femenino que le dio libertad y solidez, según allegados y amigos, fragilizó al pintor mundano, que emprendió un lamentable crepúsculo, atacado por las enfermedades y los caprichos mentales de la senectud.
Bertha y José Luis Cuevas donaron a fines del siglo XX una gran colección de arte contemporáneo y más de mil obras del artista para ese gran Museo Cuevas que por fortuna sigue ahí. Este jueves, las tres hijas, adoradas por él en su buenos tiempos y renegadas por el pintor en su trágico ocaso, acudieron para inaugurar una última gran exposición en torno a su obra y vida, como verdaderas herederas legítimas de su legado. Las tres, que no pudieron ver a su padre en los últimos años, pues él estaba encerrado en su casona bajo llave y su última esposa joven impedía cualquier acceso a él, como en las tragicomedias mexicanas y las telenovelas, fueron ovacionadas días antes en el Palacio de Bellas Artes por la élite artística y cultural mexicana, que se solidarizaba con las hijas en ese terrible drama.
Sus hijas, las ninfas que hicieron parte y alimentaron la leyenda de la exitosa familia feliz, solo podían acercarse a la casa del pintor a gritarle desde lejos que lo amaban y nunca pudieron verlo en su decadencia, así como hermanos, amigos íntimos y familiares. Cerraba así Cuevas con este misterio una vida de brillo, irreverencia y alegría. El escándalo lo rodeó hasta su final y ahora, cuando de él solo quedan sus cenizas, se abrirá el camino de la posteridad del artista y la reevaluación de su obra.  

domingo, 2 de julio de 2017

EL PARIS DE TODOS


Palais Royal. 1844
Por Eduardo García Aguilar
Desde antes de la Ilustración, la relación entre París y los latinoamericanos ha sido intensa y los vasos comunicantes no han cesado de alimentarse en la imaginación literaria y la fantasía social y política, hasta el punto que Valery Larbaud, el autor de Fermina Márquez e inventor del personaje Barnabooth, gran amigo de América Latina, denominó a ese continente como el Extremo Occidente, o sea, el lugar donde las ideas europeas han renacido y florecido.
Agobiada por la impronta de la colonización hispana, que sumió a aquellos países por siglos en el tañido de las campanas eclesiásticas, mientras se intentaba borrar el pasado prehispánico, la región recibía paulatinamente las nuevas ideas de la Ilustración filtradas en forma de libros, casi de manera clandestina, en las embarcaciones que iban de un lado al otro del Atlántico.
Una figura clave es el genial e hiperactivo Voltaire, a quien incluso se le puede imputar la creación del realismo mágico latinoamericano con su obra Cándido, cuyo personaje rocambolesco termina viviendo aventuras imaginarias en tierras americanas. Todo el siglo XVIII está marcado por este hombre moderno y escéptico que alimentó de ideas a los criollos, que ya soñaban con liberarse de las cadenas impuestas por la corona española.
El París de Voltaire es el viejo barrio de Le Marais, lleno de palacetes dieciochescos hoy restaurados, pero que durante mucho tiempo fueron ruinosas edificaciones malolientes llenas de fantasmas. Allí, en esas calles y bellas plazas, como la Place de Vosgues, Voltaire se trenzó en duelo con señoritos y vivió múltiples aventuras de rebeldía que lo condujeron a ser expulsado de la ciudad durante mucho tiempo. Sólo al final de sus días, en plena gloria, el desencajado viejo cascarrabias fue autorizado a volver para recibir un último homenaje y morir en un apartamento.
Inspirados por esas ideas ilustradas, que abrían los espíritus a la ciencia y al saber, muchos jóvenes criollos privilegiados, como el señorito Simón Bolívar, llegaban a la ciudad y se reunían con sus congéneres franceses en el Palais Royal, que durante mucho tiempo fue antro de libertinos, sitio de conjuras, lugar de galanteos y albergó restaurantes, chocolaterías, burdeles y librerías. De allí surgieron muchas de las ideas y figuras de la Revolución francesa, que cambió todo en un vendaval de guillotinas y fanfarrias, pero pronto volvió a la norma bajo el imperio del joven Napoleón Bonaparte, admirado por la generación romántica, incluso por el gran sabio alemán Goethe o por el propio Beethoven.
Atraído por todas esas maravillas heroicas, el joven viudo Bolívar vivio ahí cerca del Palais Royal en dos ocasiones, en 1805 y 1806, primero en la calle Vivienne y después en la calle Richelieu, tras regresar de Roma, al lado de la Bibioteca Nacional Francesa, donde todos los jóvenes espíritus hispanoamericanos acudían para empaparse de las ideas de su tiempo y soñar con crear nuevas naciones y escribir constituciones originales. En la actualidad, esos lugares donde vivieron la ebullición de su tiempo personajes como Giacomo Casanova, Fouché o Francisco Miranda, permanecen casi intactos y, en las noches, uno puede soñar que verá al Libertador.
Hecha la revolución en la Nueva Granada y lograda la independencia de España, Bolívar terminó derrotado, convertido tras su fracaso final, en un héroe romántico de opereta, hasta el punto que los jóvenes soñadores de la primera mitad del siglo XIX solían usar el sombrero Bolívar como muestra de modernidad y lo lucían con orgullo por los grandes bulevares, a la entrada de los teatros y, por supuesto, en ese mismo Palais Royal desde cuyas mansardas y apartamentos veían pasar la historia los viejos aristócratas.
Durante todo el siglo XIX, la ciudad albergó a muchos letrados de las nuevas naciones hispanoamericanas o a viejos dignatarios en exilio que terminaban sus días en esas calles de sueño agotando sus fortunas sin nostalgia; pero fue hacia el final de la centuria, cuando la multitud de poetas raros e hiperestésicos encalló en el puerto de la poesía simbolista, donde reinaban los fantasmas de Baudelaire, Lautréamont y Verlaine.
Es otra ya la ciudad de los viajeros de América: al lado izquierdo del Sena el viejo el barrio latino, Saint-Germain des Prés, las universidades y las librerías; y, al lado derecho, los pasajes de Walter Benjamin, que eran los centros comerciales de la época, y los nuevos barrios de la bohemia de alcohólicos, morfinómanos y opiómanos que, entre los vapores de la absenta, fueron dibujados por Toulouse Lautrec y emergían poco a poco en la Nueva Atenas, por Pigalle y las faldas de Montmartre.
Dandis, superelegantes, acicalados y macerados en el alambique de la decadencia, José Asunción Silva, Rubén Darío, José María Vargas Vila, Enrique Gómez Carrillo, José Juan Tablada y muchos otros modernistas latinoamericanos o españoles se apeñuscaron con ambición junto a las puertas de la editorial Garnier y luego terminaban en los cafetines y bares del vicio, mientras las grandes estaciones ferroviarias y las torres y los palacios de hierro crecían en un festín de progreso inigualado.
En el siglo XX fueron protagonistas dos generaciones. En la primera mitad del siglo, en los años de entreguerras, reinaron en los grandes bares de Montparnasse figuras como Vallejo, Asturias, Reyes, Supervielle, los hermanos García Calderón, acompañados por la generación de hispanistas franceses que se fueron al exilio a Buenos Aires cuando vino la conflagración mundial que hizo explotar a Europa.
Y, en la segunda parte del siglo, en los años 50 y 60, los reyes del mambo fueron las figuras del boom, Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Severo Sarduy y Mario Vargas Llosa, entre otros que alcanzaron a vivir el Saint-Germain existencialista presidido por Sartre, Camus, Boris Vian y Juliette Greco. Después de ese fuego pirotécnico, América Latina pasó de moda y hemos vuelto al feliz anonimato en este siglo XXI más cosmopolita que nunca.  
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* Publicado en Expresiones, de Excélsior. México. Domingo 2 de julio 2017.