lunes, 25 de diciembre de 2017

HISTORIAS SECRETAS DE GABRIEL Y MARIO

Por Eduardo García Aguilar

En el libro De Gabo a Mario. La estirpe del boom, de Ángel Esteban y Ana Gallego Cuiñas, ambos profesores destacados de la Universidad de Granada, en España, se pasa revista a los secretos de la amistad entre Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, por medio de una minuciosa investigación que incluye la revisión de la correspondencia de ambos localizada en universidades estadounidenses y testimonios, entrevistas y documentos diversos.
Aunque antes de conocerse personalmente se escribían como si fueran viejos amigos, el primer encuentro ocurrió en Caracas en 1967, cuando el joven peruano recibió el Premio Rómulo Gallegos por su segunda obra La Casa verde y acababa de aparecer Cien años de soledad en Buenos Aires, libro que obtendría el mismo premio cinco años más tarde, en 1972. El colombiano había quedado fascinado con La Ciudad y los perros, la novela que ganó el Premio Seix Barral, y seguía la carrera de quien era casi una década menor que él y todos consideraban al unísono ya como un precoz geniecillo de la narrativa latinoamericana.
Aunque pareciera injusto, muchos críticos del momento veían en la prosa realista de Vargas Llosa y en sus aceitadas técnicas novelísticas un nuevo aire para el género y miraban con cierto desdén a grandes novelistas anteriores como el cubano Alejo Carpentier, los venezolanos Rómulo Gallegos y Arturo Uslar Pietri o el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, quien acababa de obtener el Premio Nobel y después sostendría una agria polémica con el colombiano.
Vargas Llosa había llegado a París con su esposa la tía Julia y mientras trabajaba en Radio France Internacional y la Agence France Presse tecleaba como loco hasta el amanecer en su primera novela y se aplicaba a sí mismo un estricto rigor en materia de trabajo literario, lejos de la bohemia de otros autores, tal y como lo relata en su correspondencia el ya fallecido autor peruano Julio Ramón Ribeyro, que fue uno de sus amigos más cercanos en aquellos años 60.
Varias coincidencias los acercaban. Con algunos años de diferencia, tanto García Márquez como Vargas Llosa vivieron momentos difíciles en París y fueron salvados por la misma Madame Lacroix, dueña de un hotel cerca de la Universidad de la Sorbona donde los dejó estar sin pagar hasta que vinieran tiempos mejores. A su vez, ambos fueron criados por sus abuelos maternos y tuvieron una relación tardía con sus respectivos progenitores, que conocieron de verdad cuando tenían unos diez años y con quienes el trato no fue fácil para ellos en la adolescencia y en la primera juventud.
También los dos estudiaron en lejanos internados, ejercieron muy temprano el periodismo y el destino los llevó a Europa por distintas vías. Al coincidir sus triunfos en la agitada década de los 60, los dos amigos supieron pronto que los reflectores se dirigían a ambos como las verdaderas estrellas máximas del famoso boom comercial creado por la agente literaria Carmen Balcells, una especie de reina Midas que todo lo convertía en oro.
A ambos se los trajo Balcells a Barcelona para que siguieran escribiendo su obra. El libro relata los preparativos de la llegada de Mario con su nueva esposa la prima Patricia y la vida mundana de los Gabos y los Vargas en medio de los fastos de la izquierda caviar de la ciudad condal, entonces uno de los centros más vigorosos del mundo editorial hispanoamericano que poco a poco crecía a medida que se daba el crepúsculo del dictador Francisco Franco.
García Márquez fue padrino del segundo hijo de Vargas Llosa, Gonzalo, quien lleva el mismo nombre que el segundo retoño del colombiano. Alguna vez, como lo muestra la entusiasta correspondencia comentada en el libro de Esteban y Gallegos, planearon escribir una novela a cuatro manos sobre la guerra de Colombia con el Perú, en la que cada uno abordaría las vicisitudes de la misma desde la perspectiva de sus países natales. Y la amistad llegó a tales niveles de entendimiento y admiración mutua, que el joven Vargas escribió como tesis doctoral un enorme volumen sobre la obra del nativo de Aracataca, que publicó en Seix Barral bajo el título de Historia de un deicidio, pero que desde los tiempos de su legendaria riña en México no volvió nunca a ser publicado por veto del peruano.
La amistad duró desde 1967 hasta 1976, cuando el excadete Vargas Llosa le dio de trompadas a García Márquez a la salida de un cine en la Ciudad de México por razones de celos, ya que según versiones de los diversos biógrafos, cronistas y articulistas hubo un malentendido del peruano sobre el comportamiento y las intenciones del creador de Macondo con su esposa Patricia en un episodio nocturno barcelonés del que se enteró después, a través de la versión de su dama.
Los dos amigos enemistados obtuvieron el consagratorio Premio Nobel, que solo fue un episodio más en el éxito mundial logrado por ambos en un contexto que nunca había ocurrido ni se repetirá, el de la guerra fría ideológica entre las dos potencias mundiales y el posterior fin de la Unión Soviética. García Márquez llegó muy rápido al Nobel a la edad de 54 años por el carácter de ícono de la izquierda latinoamericana y mundial en que se había convertido por su militancia y obra bíblica y Vargas Llosa lo obtuvo mucho más tarde por lo contrario, como ícono de la derecha liberal triunfante después de la caída del Muro de Berlín y el fin de los sueños socialistas y marxista-leninistas, que él tanto ha fustigado.
La ruptura de los amigos también se dio en ese contexto de la guerra fría entre las dos potencias mundiales del momento. Vargas Llosa, quien fue ferviente izquierdista y favorable a Cuba al principio de la Revolución, fue evolucionando poco a poco hasta renegar de esos idearios, mientras García Márquez, quien al principio fue escéptico tras su paso por la agencia Prensa Latina, terminó siendo amigo íntimo de Fidel Castro y militante fiel de la causa hasta el fin de sus días.
Todas estas historias y muchas más están contadas en este ameno libro de Ángel Esteban y Ana Gallego, publicado hace poco por la excelente editorial Verbum, de Madrid. Y al leerlo uno comprende que estos episodios ya hacen parte de la historia, aunque el único sobreviviente de aquel extraordinario fenómeno ya dinosáurico del boom es Vargas Llosa, octogenario feliz y triunfante que hoy vive una historia de amor crepuscular con la exesposa de Julio Iglesias, Isabel Preysler, cuya pasión carnal nos hace recordar la gran novela de García Márquez El amor en los tiempos del cólera, donde se nos cuenta que nunca es tarde para encontrar o reencontrar el amor de la vida.
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De Gabo a Mario. La estirpe del boom, de Ángel Esteban y Ana Gallego Cuiñas. Editorial Verbum. Madrid. 2016.

sábado, 9 de diciembre de 2017

HOMENAJE NAPOLEÓNICO A JOHNNY HALLYDAY

 
Por Eduardo García Aguilar
 
Este sábado en la tarde casi toda Francia quedó paralizada durante los homenajes fúnebres a la estrella popular del rock francés Johnny Hallyday (1943-2017), quien durante medio siglo fue la figura más conocida de la farándula, un ídolo donde se concretaron las esencias de un país que vivió durante su reino tres décadas de esplendor y progreso económico y otras dos de crisis y desequilibrios políticos y sociales.
 
Como la otra gran estrella francesa anterior, Edith Piaf, cuyo sepelio también fue multitudinario, Hallyday fue abandonado por un padre alcohólico e ingresó desde niño al mundo precario del espectáculo, desde donde se izó desde los 14 años poco a poco a las más grandes alturas del éxito. Desde entonces cada uno de sus gestos, amores, bodas, enfermedades o problemas fueron seguidos milímetro a milímetro por varias generaciones de franceses, aunque en el mundo casi nadie lo conocía. Era menos famoso que Julio Iglesias o Shakira y su celebridad se reducía solo a Francia.  
 
Pagó servicio militar cuando el grave conflicto de la guerra en Argelia en 1962. Se casó en 1965 ante las multitudes con otra gran estrella popular de la canción, Sylvie Vartan, con quien tuvo a su primer hijo, David, también estrella de rock. Luego fue al altar en 1982 con la famosa actriz Nathalie Baye, madre de su hija Laura, joven actriz. Y sus otros matrimonios fueron seguidos por las revistas de corazón, hasta el último con Laetitia, a quien se unió cuando él tenía 51 años y ella 19, y con quien adoptó dos niñas vietnamitas.  
 
Hallyday fue siempre de derechas y apoyó con fidelidad a sus candidatos en las campañas presidenciales y durante mucho tiempo protestó por los altos impuestos que le cobraban en Francia. En un momento quiso adoptar la nacionalidad belga para escapar al fisco. Su música tenía poco de francesa y mucho más de estadounidense y sus verdaderos afectos fueron California y Beverly Hills, la isla caribeña de Saint Barthelemy, donde su cuerpo reposará al final, las motocicletas Harley Davidson, y las drogas y las fiestas en yates y en clubes privados con millonarios.  
 
Imitador de Elvis Presley y James Dean, Hallyday hizo parte de una generación de rockeros que cambiaron sus nombres franceses por seudónimos anglófonos, como fue el caso de sus grandes amigos Eddy Mitchel y Dick Rivers. En pleno auge económico de los años 60, estos jóvenes despertaron a la juventud proletaria que vivía bajo el yugo patriarcal y creció en la pobreza de la posguerra con la rebeldía del rock de Elvis Presley, chaquetas de cuero, botas vaqueras, gestos de James Dean y una actitud de riña de barriada similar a la que se cuenta en la película musical estadounidense West Side History.
 
Johnny era bello, alto, blanco, de ojos rasgados azules y movía el cuerpo como lo hacían los rockeros gringos que cantaban grandes éxitos como "Ahí viene la plaga" o "El rock de la cárcel". En cada país de Occidente surgieron imitadores de este movimiento que se adaptaban a las lenguas locales y recorrían pueblos y ciudades dando conciertos donde los obreros jóvenes enloquecían y las chicas de las barriadas perdían la razón y se desmayaban.
 
Millones de abuelas francesas de hoy lloraban al verlo y los abuelos lo imitaban y lo seguían de concierto en concierto. Todos coleccionaron discos, objetos, prendas, fotos, como ocurrió en Estados Unidos con el icónico Elvis Presley. Miles de ancianos, acompañados por sus hijos y nietos llegaron hoy a París por tren, auto o motocicleta para asistir a su sepelio. Tal fue el caso en América Latina de Sandro de América, el ídolo argentino que enloquecía desde los escenarios trajeado con camisas de flores y pantalones estrechos, el pecho al aire y la melena rebelde y audaz.
 
Los viejos no vieron venir entonces el movimiento ni en Estados Unidos ni en Europa y asistieron impotentes, pese a su autoritarismo y a la amargura de haber sufrido la guerra, a la rebelión de sus hijos, que ya no querían ser proletarios sumisos y por el contrario se escapaban a las fiestas y a los salones de baile, augurando ya la posterior revolución sexual de los años 60 y la explosión de otras músicas más modernas como el clásico In a Gadda da Vida de Iron Buterfly, al que siguieron Jim Morrison, Janis Joplin, Jimmy Hendrix, Bob Marley, Joe Cocker y centenares de estrellas pop más, algunas más cultas o comprometidas como Bob Dylan y la agitadora de origen hispano Joan Baez, quienes aun recorren el planeta dando conciertos y hasta ganando el Nobel de literatura, como el autor de Míster Tambourin Man y Blowin in the wind.
 
El cuerpo de Halliday recorrió los Campos Elíseos en medio de la muchedumbre, llegó a la Plaza de la Concorde y después se dirigió a la muy tradicional y napoleónica iglesia de la Magdalena, donde se le rindieron honras fúnebres católicas en presencia del presidente Emmanuel Macron y los expresidentes Hollande y Sarkozy, así como las principales estrellas de la farándula, el cine y la música en pleno. Se inclinaron ante el féretro de Johnny el presidente, el primer ministro y el presidente del Senado. La ceremonia transmitida en directo parecía un acto del Antiguo Régimen, incluso parecido a la autocoronación del corso Napoleón Bonaparte. El féretro salió con lentitud de la iglesia acompañado por sacerdotes, monaguillos y alguaciles y fue despedido por centenares de miles de fanáticos agolpados en las avenidas. Ni siquiera el general Charles de Gaulle, liberador de la patria, mereció un homenaje parecido.     
 
Esto fue algo nunca visto en medio siglo de historia del país, lo que consagra ya para siempre el reino de del mundo del espectáculo, anunciado por el gran filósofo Guy Debord en su clásico libro La sociedad del espectáculo. 
 
La farándula, las estrellas de la revista del corazón y los futbolistas se han convertido en la nueva aristocracia hegemónica de la República. Políticos, intelectuales, escritores, clérigos, ministros, todos quieren ser estrellas y aparecer en el semanario Paris Match o la revista Closer. El poder se adapta a la narrativa veloz de los tiempos modernos y hoy, en esta ceremonia increíble, se ha consumado la boda final entre la televisión y la República monárquica francesa. El sepelio de Johnny es un hecho histórico en el país de Pascal y Descartes y su análisis apenas comienza.   


domingo, 26 de noviembre de 2017

ÚLTIMO JAZZ EN SAN FRANCISCO



Por Eduardo García Aguilar
Negros, hispanos, blancos, drogadictos, traficantes, mendigos. Ellos componían el ambiente de la calle Leavenworth. La calle daba hacia Market, en una zona llena de hoteles y de vecindarios baratos, de restaurantes chinos e italianos y de hamburgueserías donde se podía comer por unos centavos de dólar. A poca distancia de allí había barrios mejores que daban hacia la bahía o hacia el clásico centro poblado de tranvías y comercios modernos. San Francisco es una ciudad de contrastes. El área de la bahía un conjunto de sorpresas.
Allí vivía el bostoniano Phil Glendenen. Pero no en Sausalito o en Berkeley, sino en un hotelucho de la calle Market por el que pagaba una suma irrisoria. Era un hombre de 38 años, pero aparentaba mucho más. Había sido uno de los más furibundos hippies de San Francisco y sonriente lo llevaba a uno a conocer los sitios donde se tatuaba Janis Joplin, o donde una estrella de rock había muerto de overdose. Calvo, de ojos grises, algo robusto, siempre llevaba tenis y un negro gabán para protegerse de los ventarrones que bajaban por las calles y entraban hasta los huesos.
Hacía tiempo estaba escribiendo una novela. En su cuarto, además de una máquina de escribir portátil se podía observar bultos de plástico que contenían las versiones interminables de su obra. Como miles de escritores norteamericanos, aún más solitarios y olvidados que los latinoamericanos, escribía con una fe ciega en el arte, pero sin esperanzas de convencer a un editor y mucho menos de lograr el éxito de Norman Mailer o de Gore Vidal. Su obra hablaba de los andantes de Estados Unidos, de aquellos viejos, tristes hippies que habían visto el derrumbe de sus ilusiones cuando ya era imposible volverse hacia atrás y rehacer su vida. Los personajes eran seres inteligentes, demasiado lúcidos tal vez, caracterizados por la incapacidad de adaptarse al mundo de su tiempo y que tarde o temprano terminaban viviendo en viejos y sucios hoteles del delirio, donde masticaban sin amargura el fracaso de sus vidas. Glendenen pertenecía a esa estirpe de filósofos marginados: no sabía manejar un automóvil, se había divorciado hacía varios años y de su mujer recibía algún regalo de fin de año, envuelto en tiernas cintas rosadas. No tenía hijos, jamás usó corbata, era pésimo para los negocios y solo sabía fumar hachís, leer y escribir capítulos en serie que iban a parar a sus bolsas de plástico.
Lo empecé a apreciar un día que me trajo a la oficina donde trabajábamos una bolsa con cacahuates, un huevo cocido y una naranja. Había escuchado el rumor de que la paga no me llegaba y que no tenía ni un solo centavo de dólar. Aquella tarde caminamos por la calle Market completamente pasados. En esa oficina todos vivían dopados de algo y cuando el jefe daba la vuelta o se ausentaba, los empleados se escondían tras los muros de formularios estadísticos para inhalar el humo que los hiciera soportar una hora más de sus vidas. En esas condiciones revisaban los formularios del Censo de los Estados Unidos o preguntaban por teléfono a quienes no habían llenado bien las casillas con los datos necesarios. Le comenté a Glendenen que esa tarde había sido infernal. A eso de las tres me había contestado en vez de Ludwig Svoboda, residente en la calle Franklin, un extraño aparato que hablaba por él con una escalofriante voz metálica, arrastrada, como de un ser extraterrestre. A las preguntas que le hacía me respondía lentamente dejando una huella de óxido y entre frase y frase sonaba el agudo flash de un obturador, el angustiante chillido de una máquina. Me había puesto pálido y mi compañera de enfrente, Marin Bai, una mujer de unos 35 años que se vestía como Búfalo Bill y me hacía caricias por debajo de la mesa, tuvo que ofrecerme un café para que me calmara. Más tarde fue peor. Al teléfono estaba una anciana que en vez de responder a mis preguntas (¿Cuántos viven en su casa? ¿Cuál es su ingreso mensual? sexo, color, etcétera) decidió contarme que en su juventud se había acostado con el general McArthur en una isla asiática, poco antes de que se casara con su famosa cónyuge. “Era un verdadero hombre, sabe usted” -decía- “después de cuarenta años no puedo olvidarlo... Nos acostamos junto a una palmera y lo hicimos nueve veces seguidas. Usaba una colonia militar y sus besos ardían más que el sol de Polinesia...”. Duró casi media hora y no podía deshacerme de ella.
Glendenen reía sobre la calle mojada, mientras al fondo salía la luna sobre la bahía de San Francisco. Negros drogados, travestis, latinos, blancos inyectados salían y entraban de las hamburgueserías y se perdían por los callejones. En unos enormes tubos de una plaza dormían los fatigados mendigos que bebían alcohol natural o vino y fumaban colillas de cigarro. De algunos bailaderos de rock salía la música de Ocean Express y de otro los estridentistas sonidos de The Dead Kennedys o de Sigmund Freud's Band, o de Charanga Flórez y junto a una escalera la voz de una bella y delgada chinita semidesnuda que ofrecía sus servicios por unos dólares. La puntiaguda torre del centro iluminaba el cielo grisáseo con luces intermitentes de un color fosforescentes. Las patrullas de policía cruzaban raudas y se alejaban hacia Mission Street. El novelista sacaba otro carrujo de yerba, lo envolvía suavemente y lo inhalaba con un placer extraterrestre. Se reía cuando yo decía well, pues según él lo que estaba diciendo era ballena, whale... ¡Moby Dick, Moby Dick!”. Luego estallaba en risa sin saber que era uno de sus personajes, sin entender que no era un tipo real sino una ficción en medio de las calles de la misteriosa ciudad. Un día desapareció como por encanto y nadie supo de él. Phil Glendenen existe, sin duda, pero es difícil saber si lo devoró su propia novela, como le ocurre con frecuencia a los escritores, o si lo salvó de la vida el Dios de ficción, cuya labor es tan ficticia como la vida misma o como una triste tonada de jazz.
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* De Urbes luminosas.

domingo, 19 de noviembre de 2017

VISITA A UN CASTILLO MEDIEVAL


Por Eduardo García Aguilar
La ciudad de Laval, en el noreste de Francia, ha sido durante un milenio una próspera encrucijada de viajeros, guerreros y comerciantes codiciada por ducados, baronías, reinos y potencias regionales. Gracias a las riquezas de la región, al río Mayenne por donde pasan las embarcaciones cargadas de soldados o mercancías, y a la poderosa industria textil medieval, sus gobernantes tuvieron recursos para construir y reconstruir en la colina rocosa principal un castillo que cuenta con una bella torre y edificios sucesivos de diversos estilos, desde góticos hasta renacentistas y neoclásicos.
Las primeras fotos que se hicieron de la ciudad en 1950, muestran como las casas de sueño, dotadas de vigas aparentes y techos parecidos a las habitaciones de los cuentos románticos alemanes, se descuelgan desde la colina hasta las riberas del río, apeñuscadas en callejuelas estrechas que uno puede imaginar en aquellos lejanos tiempos, húmedas y silenciosas. Puede uno evocar en esos recodos, junto a maravillosas casas del siglo XV, la actividad incesante de los comerciantes, el griterío de los vendedores de legumbres, el ruido de los cuchillos de los carniceros, la paciencia matutina de panaderos o vendedores de pescado, quesos, vinos y todo tipo de objetos necesarios para la vida cotidiana como velas, tazas, vasos, vasijas, platos, llaves, ollas, sillas, mesas, cacerolas, jaulas.
Las fotos decimonónicas en blanco y negro nos comunican con toda claridad la realidad de Laval cuando aún se concentraba en torno al castillo y nos otorgan la perspectiva para entender el conglomerado urbanístico actual, que se extendió ya en tiempos napoleónicos hacia el valle, con avenidas y construcciones neoclásicas donde vivían las nuevas generaciones de habitantes que prefiguraban ya los tiempos del progreso moderno. Las fotos muestran una arista de esa colina y el puente que conduce a la parte renacentista de la urbe, donde vivía la aristocracia y que aún conserva callejuelas y casas hermosas. Y desde ciertos ángulos todo ese conjunto es resaltado por las aguas del río Mayenne, que viajan raudas hacia los confines de Bretaña y tras desembocar en el Loira hacia las aguas del Océano Atlántico.
Laval producía todo tipo de textiles que eran exportados al mundo conocido de entonces y después del descubrimiento de América, hacia las costas africanas donde las élites se vestían con prendas confeccionadas con telas de colores intensos. También las telas eran enviadas a América, especialmente a Colombia, que se convirtió durante la Colonia y el siglo XIX en uno de sus mejores clientes. No es extraño que el famoso pintor Aduanero Rousseau sea originario de esta ciudad y que en los museos se exponga con gusto todo tipo de trabajos plásticos elaborados con tejidos.  
Como todo este año 2017, gracias a la actividad inagotable de Brigitte Maligorne, la ciudad de Laval y la región de Mayenne ha invitado y acogido a múltiples artistas colombianos a actuar, cantar, exponer, danzar y pintar en el lugar o a hablar de su país al entusiasta público local, he podido venir varias veces y poco a poco familiarizarme con los misterios de esta tierra maravillosa y este pueblo de sueño que nos conduce hacia siglos lejanos en un viaje con retorno.
Por ejemplo, un centenar de habitantes de la ciudad se congregó el miércoles a las seis de la tarde para asistir a una exposición de fotos donde se muestra la arquitectura de casas construidas con tierra en Barichara y después se ha descolgado en masa por las callejuelas para ver unos tejidos de Laval con motivos colombianos pintados por artistas de ese país, que fueron adosados a los árboles e iluminados con magia, o para ver murales de gran tamaño elaborados sobre tela o para apreciar muestras de Street art pintadas por jóvenes artistas del país de la guayaba en los antiguos muros que delimitan un empinado sendero oculto conservado desde los tiempos medievales.
Bajo la guía y las explicaciones de Brigitte Maligone, que ha construido puentes sólidos entre Francia y Colombia, los atentos habitantes de Laval han llegado a las puertas del castillo y después bajado por empinadas escalinatas hacia unos antiguos baños estilo Art Deco situados en una calle frente al río, donde se exponen cartas de familiares de desaparecidos en Colombia recopiladas por Margarita de la Hoz y fotos colombianas del escritor francés Stéphane Chaumet, quien reside en la tierra de la cumbia, el currulao, el bambuco y el vallenato.
El lugar, recién restaurado, realizaba así una primera y excepcional exposición colombiana en esta construcción que los habitantes locales aprecian y ahora podrán visitar y admirar sin límites porque fue rehecho de acuerdo a los planos originales y a los detalles de sus mosaicos y coloridos originales desfigurados a lo largo del tiempo. Stéphane Chaumet ha traído velas que se encendieron en memoria de las víctimas colombianas del conflicto y después los asistentes conversaron al calor del vino. Colombia para ellos ya es un país conocido gracias a las muchas actividades culturales que han abordado sus mejores y peores aristas a lo largo del año.
Al día siguiente he cerrado con broche de oro el periplo al realizar una visita de los cimientos y los salones y muros secretos del castillo medieval en compañía del alcalde de Laval y el director de los servicios de conservación y restauración del patrimonio. Hemos penetrado protegidos por cascos hacia un aposento gótico medieval lleno de joyas, sarcófagos, cálices, esculturas, y otros objetos litúrgicos de oro y plata.
Y aun más, a través de estrechos túneles viajamos hacia los fundamentos del siglo XI, a los que no tiene acceso el público. Pude así tocar con mis manos los muros originales de la construcción milenaria donde residieron los señores del siglo XI. Y después subimos hasta lo más alto de la torre, cuya enorme cúpula militar fue construida de forma circular con enormes vigas de madera en el siglo XIII y desde donde se ve con todo su esplendor el magnífico pueblo desde su punto más alto. Los fantasmas de guerreros, caballeros, clérigos y doncellas parecían flotar en el ambiente.  
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* Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 19 de noviembre de 2017

martes, 7 de noviembre de 2017

LAS CARTAS DEL PERUANO RIBEYRO

Por Eduardo García Aguilar
Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) fue uno de los más notables escritores peruanos de la segunda mitad del siglo XX, al lado de José María ArguedasAlfredo Bryce Echenique y Mario Vargas Llosa, y como casi la mayoría de los autores latinoamericanos se ganó la vida ejerciendo el periodismo en una agencia de noticias y como agregado cultural de su país en París, donde vivió desde 1960 hasta antes de su retorno definitivo al terruño. Tales funciones de periodista o diplomático las vivió “con el mismo desapego que un buen actor educado en la escuela brechtiana”, según dice en una de las cartas que dirigió durante décadas a su agente literario alemán Wolfgang Luchting, publicadas por la Universidad Veracruzana de México en recopilación crítica realizada por Juan José Barrientos.
El peruano, fumador empedernido, muy flaco y bajo de peso, quien sufrió toda su vida de graves enfermedades estomacales como úlceras y hemorragias que lo llevaron al hospital con frecuencia, agrega que le daba lo mismo haber sido “profesor en Ayacucho o abogaducho en Lima”, pues “en buena cuenta, haga lo que haga, yo estoy siempre en otra parte. ¿En dónde? Probablemente en la literatura. Pero esa sería una respuesta demasiado jactanciosa. No me extraña que cuando escribo, esté también en otra parte”.
Ribeyro, autor de las notables Prosas apátridas, pertenece a la estirpe de autores escépticos y desganados, poco dados a buscar el éxito, que no sólo se dedican a la narrativa o a la poesía en exclusiva, sino que exploran géneros laterales como diarios, correspondencia, aforismos y autobiografía, por medio de los cuales observan con lucidez su propia vida y la de quienes les rodean en sus labores o la vida familiar y amistosa. Inclusive añade que lo que “condena mi obra a la oscuridad es su carácter antiépico, lo que es imperdonable en un escritor latinoamericano”. Y como vivió de lleno el éxito de su compatriota y benjamín Mario Vargas Llosa (1936), quien llegó como él a París en 1960 y también trabajó en la Agencia France Presse, añade que “así Mario no existiera, mi obra sería igualmente poco conocida”.
Vargas Llosa llegó a París con su tía y esposa Julia Urquidi, protagonista posterior de su novela La tía Julia y el escribidor, y trabajó en la misma agencia francesa como redactor y traductor, y luego en Radio France International como locutor, inscribiéndose en la línea de escritores agencieros o locutores de emisoras radiales, tales como Juan Carlos OnettiGabriel García MárquezÁlvaro MutisFernando del Paso y muchos más. Gracias a la correspondencia de Ribeyro con Luchting seguimos paso a paso el camino al triunfo del genial autor de La ciudad y los perros, de quien es amigo íntimo, ve casi a diario y con quien comparte cenas frecuentes al calor del vino y la literatura.
No hay duda para él que estamos frente a un caso fenomenal, pues Vargas Llosasaltó a la fama mundial desde muy joven y logró un éxito arrollador con sus primeras novelas traducidas a muchas lenguas. Pero además es un autor peculiar, alejado de la bohemia usual entre los autores latinos, que logra también convertirse en brillante, aplicado y exitoso académico y ensayista, con obras notables tales como la monumental Historia de un deicidio, sobre Gabriel García Márquez, o La orgía perpetua, sobre Flaubert. A lo que se agrega su activismo político, que lo llevó a ser candidato y casi presidente de su país, derrotado al final por Alberto Fujimori y luego a presidente del PEN Internacional. Ribeyro no duda ya desde comienzos de los años 60 de que su joven amigo será premio Nobel. Aunque reconoce el “tempo lento” de la inteligencia de Vargas Llosa si se le compara con otros contemporáneos peruanos como Lucho Loayza, considera que “el aparato mental de Mario funciona con una constancia, una continuidad, una persistencia que yo calificaría de inhumana”.
En Cartas a Luchting (1960-1993) asistimos también al triunfo de García Márquez, cuya traducción al francés de Cien años de soledad recibe en 1969 un despliegue inusual de dos páginas en el diario Le Monde, por lo que el peruano redacta un cable para la Agencia France Presse que será reproducido en todos los diarios latinoamericanos, generando esa ola imparable de la fama y el éxito del colombiano. “Esto me reafirma cada vez más en mi convicción de que la celebridad es como un juego de espejos: las dos páginas de Le Monde reflejan la novela de García Márquez, mi nota refleja las páginas de Le Monde, revistillas y periódicos reflejarán mi nota, centenares de lectores, millares mejor dicho, probablemente millones, reflejarán en sus charlas y comentarios lo que diarios y revistas dicen, etcétera. Y así hasta el infinito”, dice Ribeyro en una carta del 6 de enero de 1969. 
Pero los avasalladores éxitos tanto del joven y apuesto narrador peruano, como del exótico novelista colombiano, contrastan con la situación del autor de Crónicas de San Gabriel (1960) y Los geniecillos dominicales (1965), quien por enfermedad debe abandonar sus trabajos parciales en la AFP y en la embajada para dedicarse en exclusiva a su labor en la Unesco. Por los cambios políticos en su país, Ribeyro se muestra preocupado de perder su empleo. Afirma que desde “el punto de vista material esto sería para mí una catástrofe, pues significaría volver a fojas uno: la del hombre sin profesión, sin diplomas, sin una calificación precisa, con familia y deudas, enfermo por añadidura, librado a los 46 años a su propio desamparo”. Frase autoimprecatoria ésta última de Ribeyro que no deja de tener un aire de dandismo. Él sabe que su obra es tal vez menor, pero no duda que poco a poco la lucidez de sus textos le darán un lugar imprescindible en la literatura latinoamericana, como lo atestigua el otorgamiento del Premio Rulfo poco antes de su muerte, en diciembre de 1994, a cuya recepción, por ironías del destino, no pudo asistir debido a su enfermedad. Las cartas del peruano son el testimonio de uno de los momentos más apasionantes de las letras latinoamericanas, cuando experimentaron un largo y excepcional auge mundial.
 * Publicado en Excélsior. Expresiones. México. Domingo 5 de noviembre de 2017.

domingo, 29 de octubre de 2017

LUISA FUTORANSKY EN PARÍS

Por Eduardo García Aguilar
Hubo un tiempo en que en París reinaba con su ingenio el gran e inolvidable argentino Julio Cortázar. Ahora en esta ciudad amada, llena de inmigrantes y exiliados de todo el mundo, nos ilumina Luisa Futoransky (Buenos Aires, 1939), la más grande escritora latinoamericana actual, y decenas de escritores discípulos y amigos tejen día a día su testimonio.
Vivir en estos tiempos en París y coincidir con Luisa Futoransky es una fortuna y un honor. Su vasta obra siempre ha recorrido los caminos prohibidos y desde su exilio permanente, desde el viaje, nos nutre con lucidez, ironía e inteligencia.
En el libro París, desvelos y quebranto (Pen Press, Nueva York, 2000), nos habla de “un país que se te encima al de ayer”, y agrega que “deshice casas, perdí bibliotecas, me fui con lo puesto en una valija, dos, valijas, tres”.
Por eso caminar con ella por la rue Saint Honoré, cruzar el cortazariano Pont des Arts, visitar la librería Colette en el dieciochesco y volteriano barrio Le Marais o atreverse a deambular por las salas del Museo de Arte Contemporáneo Georges Pompidou, en Beaubourg, para observar una exposición de Pierre Klossowski, es una aventura de la que se sale más encumbrado siempre en la sabiduría de lo inexplicable y lo raro.
Por donde va Luisa Futoransky se crea una especie de halo de eternidades y paradojas literarias y vitales. Parece que vuela en el tapiz de Las mil y una noches, o viaja en los laberintos del Manuscrito hallado en Zaragoza, o que va tras las huellas del pequeño buda Karmapa de 14 años por las nieves del Tíbet, cerca del Yeti ancestral.
Así la he visto en Bastille, en Saint Germain de Prés, en la rue de Charonne, en el Café Nemours junto a la Comédie Française, volando en un tren de palabras o en un trineo halado por lánguidos camellos que dicen poemas o profieren oraciones crípticas o lanzan arco iris caleidoscópicos.
“Soy tierra prometida en París”, nos dice Futoransky mientras camina por la viejísima rue au Maire en busca de las calles del original Chinatown, el de tiempos de entreguerras y espías, poblado de pequeños restaurantes familiares y bodegas subterráneas que se intercomunican bajo tierra, en una especie de falansterio de hormigas y abejas orientales.
También la he visto degustar exquisiteces en alguno de aquellos lugares secretos de novela vietnamita situados en el otro Chinatown del barrio XIII, al sur de la ciudad, o en un salón de amistad pequinesa terminando un plato milenario contemporáneo de la Muralla China, preparado según la receta del Emperador y servido en vajillas traídas desde Brujas.
Pero en el texto “Arde París. Aquí vivimos”, incluido en Seqüana Barrosa (EH Editores, Jerez, España, 2007), la escritora nos impreca furiosa cuando en la navidad de 2006 mueren 10 niños africanos pobres achicharrados y hacinados en un tugurio del barrio de La Ópera, o cuando matan a un muchacho de 11 años, o se profieren referencias racistas diarias, pero eso sí, nos dice con ironía, “persígnense. El foie gras no espera, el relleno del pavo tampoco. Las burbujas y la vanidad bien, gracias”.
Futoransky vivió en China y en Japón mucho tiempo antes de recalar con su caligrafía en París para construir su vasto movimiento tejido de palabras. Y se dice que ella sigue allá leyendo las cartas junto a una gigantesca estatua de Buda o en la Stupa (pirámide cónica) inicial de Sarnat. Pero también la dicen presente en las alturas de Machu Picchu o en La Paz, Bolivia, en un caHubo un tiempo en que en París reinaba con su ingenio el gran e inolvidable argentino Julio Cortázar. Ahora en esta ciudad amada, llena de inmigrantes y exiliados de todo el mundo, nos ilumina Luisa Futoransky (Buenos Aires, 1939), la más grande escritora latinoamericana actual, y decenas de escritores discípulos y amigos tejen día a día su testimonio.
Vivir en estos tiempos en París y coincidir con Luisa Futoransky es una fortuna y un honor. Su vasta obra siempre ha recorrido los caminos prohibidos y desde su exilio permanente, desde el viaje, nos nutre con lucidez, ironía e inteligencia.
En el libro París, desvelos y quebranto (Pen Press, Nueva York, 2000), nos habla de “un país que se te encima al de ayer”, y agrega que “deshice casas, perdí bibliotecas, me fui con lo puesto en una valija, dos, valijas, tres”.
Por eso caminar con ella por la rue Saint Honoré, cruzar el cortazariano Pont des Arts, visitar la librería Colette en el dieciochesco y volteriano barrio Le Marais o atreverse a deambular por las salas del Museo de Arte Contemporáneo Georges Pompidou, en Beaubourg, para observar una exposición de Pierre Klossowski, es una aventura de la que se sale más encumbrado siempre en la sabiduría de lo inexplicable y lo raro.
Por donde va Luisa Futoransky se crea una especie de halo de eternidades y paradojas literarias y vitales. Parece que vuela en el tapiz de Las mil y una noches, o viaja en los laberintos del Manuscrito hallado en Zaragoza, o que va tras las huellas del pequeño buda Karmapa de 14 años por las nieves del Tíbet, cerca del Yeti ancestral.
Así la he visto en Bastille, en Saint Germain de Prés, en la rue de Charonne, en el Café Nemours junto a la Comédie Française, volando en un tren de palabras o en un trineo halado por lánguidos camellos que dicen poemas o profieren oraciones crípticas o lanzan arco iris caleidoscópicos.
“Soy tierra prometida en París”, nos dice Futoransky mientras camina por la viejísima rue au Maire en busca de las calles del original Chinatown, el de tiempos de entreguerras y espías, poblado de pequeños restaurantes familiares y bodegas subterráneas que se intercomunican bajo tierra, en una especie de falansterio de hormigas y abejas orientales.
También la he visto degustar exquisiteces en alguno de aquellos lugares secretos de novela vietnamita situados en el otro Chinatown del barrio XIII, al sur de la ciudad, o en un salón de amistad pequinesa terminando un plato milenario contemporáneo de la Muralla China, preparado según la receta del Emperador y servido en vajillas traídas desde Brujas.
Pero en el texto “Arde París. Aquí vivimos”, incluido en Seqüana Barrosa (EH Editores, Jerez, España, 2007), la escritora nos impreca furiosa cuando en la navidad de 2006 mueren 10 niños africanos pobres achicharrados y hacinados en un tugurio del barrio de La Ópera, o cuando matan a un muchacho de 11 años, o se profieren referencias racistas diarias, pero eso sí, nos dice con ironía, “persígnense. El foie gras no espera, el relleno del pavo tampoco. Las burbujas y la vanidad bien, gracias”.
Futoransky vivió en China y en Japón mucho tiempo antes de recalar con su caligrafía en París para construir su vasto movimiento tejido de palabras. Y se dice que ella sigue allá leyendo las cartas junto a una gigantesca estatua de Buda o en la Stupa (pirámide cónica) inicial de Sarnat. Pero también la dicen presente en las alturas de Machu Picchu o en La Paz, Bolivia, en un campo de golf, en la “Villa Imperial de Potosí”, leyendo a Única Zürn.
Toda su poesía es un viaje: poemas como “Tokio hora zeta”, “Yendo a Benoa”, “Di Provenza”, “Crema catalana”, “Alud en Galese , “Derrota en Tienanmen”, “Jerusa mi amor”, son apenas algunas de sus escalas. En Prender del Gajo (Calambur, Madrid, 2006), el periplo continúa: nos habla de “Los efectos del viaje según Ibn Arabi” o del “Luto en Charenton” o de la “Isola de Giglio” y en De donde son las palabras (Plaza y Janés, Barcelona, 1998), en el poema “Restaurante de Ekoda”, la viajera nos dice que es “singular hallarse aquí ante una tevé, un buda con baberito, una pagoda en construcción envuelta en una llovizna tenaz”.
En su poema “Nuevo barco ebrio” de Babel, babel, sabemos que “el corazón se estremece por las nieblas que no comprende” y al explorar los olvidados arcanos terribles de la infancia concluye que “el bajel está solo con los acantilados que surgen bajo su quilla; a barlovento la ciudad mohosa en el limo de la infancia, en el norte los pecados capitales incendiados por un gas de neón maligno que ha invadido los bulevares del mar de silencio, hasta ser esa llaga animal y corrosiva que nunca le abandona”.
Esta es sólo una breve muestra de su singular obra poética, a la que se agrega la vasta obra narrativa y ensayística, traducida al francés y al inglés, con novelas como Son cuentos chinos, De Pe a Pa, Urracas y Formosas, y los ensayos Pelos Lunas de miel, entre otros.
Con Luisa Futoransky París y el mundo es mejor y más sabio. Nosotros los errantes, los cosmopolitas, los que hemos perdido bibliotecas, casas, gemas y amores podemos sanar del extravío al leer sus libros, que deben estar al lado, en la mesa de noche. Luisa Futoransky está en París. “¿Arde París? Aquí vivimos”.
  • Futoransky, Luisa. De donde son las palabras. Plaza y Janés Editores. Barcelona, España, 1988.
    —. Antología poética. Poetas argentinos contemporáneos. Fondo Nacional de las Artes. Buenos Aires, Argentina, 1996.


domingo, 22 de octubre de 2017

EN LA CIUDAD DE JULIO VERNE

Por Eduardo García Aguilar

Nantes es una de las ciudades más sorprendentes de Francia y en sus calles, avenidas, puentes y las riberas del Loira vibra la presencia de Julio Verne (1828-1905), uno de sus más ilustres hijos, el novelista que desató la imaginación futurista de muchas generaciones de lectores. Estamos en la región de Bretaña, en el extremo oeste de Francia, en una casi península que parece la proa de un barco que rompe las aguas del Océano Atlántico. En estas tierras húmedas, donde pugnan vientos y olas a lo largo del año, se respira una atmósfera peculiar que ha dado y da a sus habitantes desde siempre formas peculiares de percibir el mundo desde la excentricidad y la diversidad.
Desde hace milenios humanos provenientes de lo que hoy es España habitaron en estas fértiles tierras, como lo prueban los vestigios de actividades metalúrgicas descubiertas por los arqueólogos y después residieron en estas playas y riberas pueblos galos, romanos y vikingos que se disputaban los territorios en cruentas guerras mitificadas en las leyendas y las sagas medievales. Durante siglos el Ducado de Bretaña fue rico y autónomo hasta su anexión al poder central de la corona francesa, cuyos reyes se casaron con las poderosas duquesas autóctonas.
El castillo circular alberga hoy el rico Museo de historia local, donde seguimos paso a paso los avantares de la ciudad y sus gentes y que se centra en el episodio del comercio esclavista del que Nantes fue por desgracia epicentro mundial. Durante siglos esta ciudad bretona, especializada en los astilleros donde se construían hace siglos y se construyen hoy las embarcaciones más grandes y fabulosas de la industria naviera, ejerció el próspero comercio triangular en el hemisferio occidental. Desde este puerto europeo viajaban cargadas de mercancías las expediciones navales a los países de la costa occidental africana para negociar la compra de miles de negros esclavizados que luego eran transportados como bestias hacinadas hacia Louisiana o a los diversos puertos del Caribe como Veracruz, La Habana y Cartagena de Indias.
Pero hoy en estos mismos aposentos de la realeza de antaño se exponen las pruebas de una atrocidad que aún duele en el mundo y sigue generando polémica, pues unos quisieran olvidar y otros por el contrario los estudian para denunciarlos y exigir la reparación para los descendientes de esos pueblos humillados y torturados durante siglos hasta la abolición de la esclavitud en el siglo XIX y que aún hoy siguen siendo discriminados en sociedades donde pervive un larvado racismo.
En el marco del año Francia-Colombia, el castillo de los Duques de Bretaña alberga hasta fin de año una bella y muy bien curada exposición del oro prehispánico colombiano, en la cual vemos piezas de las diferentes culturas indígenas que fueron arrasadas y exterminadas por los conquistadores españoles. Mostrada desde el ángulo peculiar del chamanismo, la exposición es una metáfora de ese choque brutal de dos mundos en el que uno fue silenciado y pervive solo en esas joyas de oro que lucían dignatarios y chamanes y que son visualizaciones abstractas de animales sagrados como jaguares, murciélagos, monos o caimanes.
Pero Nantes no es solo el epicentro del ominoso pasado esclavista y conquistador. Desde hace décadas la actividad cultural reina en sus calles, convirtiendo a la ciudad en un atractivo polo artístico y de rebeldía humanista gracias a la impronta del gran Julio Verne, quien nació y creció en esta ciudad y cuya imaginación desbordante presagió los inventos y los viajes fabulosos interplanetarios. En Nantes, donde estudió en el Liceo Real, y después de adulto en París y Amiens, el escritor imaginó sus viajes impregnado a lo largo del siglo XIX por el auge de las industrias y las ciencias.
En el antiguo astillero de Nantes, trasladado más adelante al sitio de Saint Nazaire, se encuentra ahora un gran parque de atracciones que rinde homenaje a esa imaginación futurista de Julio Verne. Un gigantesco elefante mecánico de 12 metros de altura y varios pisos recorre las avenidas del parque, potenciado por turbinas y lanzando vapor desde su trompa móvil. En otro lado, varios mecanos gigantescos se activan y los niños viajan en tiovivos desbordantes de imaginación que parecen salidos de un sueño suerrealista. Todo esto da a la ciudad universitaria una increíble potencia lúdica que se fortalece con festivales de teatro, música, coloquios, exposiciones, programados a lo largo del año.
Para el transeúnte recorrer sus rincones es leer los distintos episodios históricos a través de casas medievales como la de la Judería, templos, puertas antiguas, edificios decimonónicos dotados de balcones típicos en hierro, así como plazas y callejones llenos de bares, cafés y restaurantes o a la vez construcciones recientes donde se expresa la arquitectura y el urbanismo del siglo XXI, tan futurista como los sueños del autor de los Viajes extraordinarios.
Cinco semanas en globo, La vuelta al mundo en 80 días, Miguel Strogoff, De la tierra a la luna, Veinte mil leguas submarinas, La isla misteriosa, son apenas algunas de las 62 novelas producidas en su larga vida por el hijo de Nantes, libros que todos leímos fascinados en la niñez y la adolescencia y por eso al venir aquí uno peregrina y se inclina con agradecimiento ante este padre de la ficción que inició a tantos escritores en el vicio de leer y fabular sin límite. El primer libro que compré en mi vida con mi propio dinero a los 12 años en Bogotá fue De la tierra a luna, en la edición ilustrada de la editorial Kapelusz, que aun conservo como una joya. Estar por primera vez en la ciudad natal de Julio Verne dispara las emociones y nos invita a continuar con entusiasmo el viaje de la imaginación. 
 

domingo, 17 de septiembre de 2017

EXOTISMOS ORIENTALISTAS DE MARRUECOS

Por Eduardo García Aguilar

La primera vez que visité Casablanca, en la Costa Atlántica de Marruecos, me pareció muy parecida a la ciudad colombiana de Barranquilla. Había entrado a un café en una calle polvorienta de un barrio popular bajo el sol ardiente y la gente que deambulaba por las calles o estaba sentada frente a las mesas parecía salida de un barrio de la ciudad costera colombiana situada cerca de donde desemboca el río Magdalena.
Tomé la cerveza y estuve en la tarde refugiándome del sol y después fui a los ajetreos de la Feria del libro, que es una de las más importantes de África desde hace tiempo. La primera visita fue corta, porque había que viajar más al sur, a Essaouira, la antes mítica Mogador, pero luego tuve la fortuna de regresar a la misma feria en dos ocasiones y así estar en periodos más largos, recorriendo el centro histórico de estilo art déco o la medina antigua, o tomar el moderno tranvía de fabricación francesa que atraviesa la capital industrial, portuaria y comercial del reino para visitar la inmensa y lujosa mezquita Hassan II o a su rival, un gigantesco centro comercial moderno y cosmopolita recién inaugurado.
La feria del libro de Casablanca es muy animada y siempre cuenta con presencia de amplias delegaciones francesas y de los países del África del Oeste, que pertenecen a la zona de influencia cada vez más fuerte del poderoso reino gobernado por el riquísimo Mohamed VI, hijo del rey Hassan II, quien con frecuencia realiza giras por la región haciendo inversiones y abogando por una visión más moderada del islam.
Marruecos, que en su mayor parte fue protectorado francés de 1912 a 1956, es un país francófono y en tiempos de auge de esa influencia la urbe moderna fue construida en estilo Art Deco, como otras muchas ciudades que recibieron influencia de esa corriente arquitectónica en todos los rincones del mundo, desde Australia y Camboya, hasta México, Río de Janeiro o Nueva York. En Francia hay una gran presencia de escritores descendientes o hijos de exfuncionarios de la metrópoli que guardan ataduras familiares en el soleado país, al que aman y relatan en sus novelas y poemas, así como notables autores marroquíes francófonos que viven y publican en París, como Tahar ben Jelloun y Abdelatif Laabi y otros muchos más. También otra parte del país estuvo bajo protectorado hispano, y los ritmos de la música andaluza se dejan sentir hoy en todos los rincones de fiesta y diversión.
Por su clima, la Costa Atlántica, las montañas nevadas, los desiertos, las medinas, Marruecos atrajo en el siglo XIX y XX a artistas y turistas europeos y norteamericanos fascinados que decidieron vivir allí, como los estadounidenses Allen Ginsberg, William Borroughs y Paul Bowles, el francés Jean Genet y el español Juan Goytisolo, y en Tánger y otras ciudades se han instalado muchos aventureros para huir de las inclemencias de los inviernos y vivir en un mundo exótico y sensual, que también fue durante mucho tiempo un paraíso sexual y tema predilecto de fotógrafos, acuarelistas y pintores orientalistas.
Por su posición estratégica el país siempre fue codiciado a lo largo del tiempo por las potencias, en especial portugueses, españoles, alemanes y franceses, por lo que se pueden ver rastros de murallas hispanas en los diferentes puertos, como en Mogador, donde la pesca y la artesanía han sido y son los centros de actividad y que fue en los años 60 y 70 refugio de centenares de hippies y estrellas de rock occidentales, que acudían allí después de visitar Marrakesh.
Pero ya hace milenios esta tierra extrema que era el confin del universo conocido fue poblada por fenicios, griegos y romanos, que dejaron sus huellas en ruinas tan hermosas como las de Volubilis en Meknés o Chellah en la capital Rabat, que son visitas obligadas y fascinantes. Ya más tarde los árabes y los sultanatos inspirados por Mahoma tomaron posición en el lugar, desplazando a los habitantes originales berberes y desde entonces impusieron la religión islámica, que se extendió hasta la mitad sur de España bajo el nombre de Al Andalus y terminó allí cuando fueron expulsados definitivamente hacia 1492 por los reyes católicos Fernando e Isabel, con la derrota del "último rey moro de Granada", tal y como cuenta la leyenda.
Al recorrer la inmensa medina de Fés, otra ciudad imprescindible del reino, situada al norte, un viajero hispanoamericano se siente en terreno conocido cuando los campesinos o comerciantes de ascendiente árabe o judío gritan "arre, arre" a sus fatigadas mulas por las callejuelas de la ciudad medieval o al atestiguar la actividad artesanal que también fue practicada en las colonias hispanoamericanas por parientes indianos de estos expulsados que se aventuraron en las naos españolas ya transmutados en conversos con apellidos sefardíes o hispanos.
Todos esos elementos sincréticos y milenarios dan una carga simbólica especial a cada uno de los rincones de este país: los vigorosos juegos y justas de los jinetes sobre caballos adornados y ataviados en las costas de Essaouira o Casablanca, las danzas de los posesos gnaouas de origen negro en las barriadas de las ciudades, la actividad de las medinas secretas y laberínticas o las caravanas de camellos en los desiertos interminables del Sahara.
Y en siglo XX el mito de Hollywood tocó a la próspera e industrial Casablanca con la famosa película del mismo nombre dirigida por Michael Curtiz y protagonizada en 1942 por Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, convertida desde entonces en símbolo de la Segunda Guerra Mundial y en una de las historias de amor más admiradas por los cinéfilos del mundo entero. Hasta esa ciudad llegaban quienes huían de la guerra y esperaban allí la oportunidad de partir hacia América. Volver a Casablanca, caminar por sus calles, ver en casi todos los bares imágenes de esa película inolvidable, nos confirma la carga simbólica de esta tierra que nutre desde siempre las artes y las letras.

lunes, 11 de septiembre de 2017

MÉXICO Y LA LEY DE LOS SISMOS

Por Eduardo García Aguilar
El fuerte terremoto de 8,4 grados de magnitud que sacudió a México este jueves a medianoche, que por fortuna no dejó miles de muertos como en otras ocasiones, me trajo a la memoria la experiencia de otra catástofre que viví en carne propia en la zona de desastre en la capital mexicana, en la Colonia Roma, el 19 de septiembre de 1985. De niño y adolescente había vivido varios terremotos fuertes en Colombia, pero aquel sismo es el más duro que he experimentado por su duración, magnitud y carácter casi apocalíptico.
Vivía entonces en un bello edificio antiguo de la época porfiriana, construido con ladrillo rojo y con una torre puntiaguda como de cuento de hadas, llamado la Casa de las brujas, lugar donde a comienzos del siglo XX vivieron diplomáticos y después, a medida que se deterioraba, fue sitio de residencia de muchos artistas y escritores, dos de ellos Premio Cervantes, el joven Carlos Fuentes y su esposa la actriz Rita Macedo, que lo habitaron en los años 60, y Sergio Pitol, quien vivió allí en los años 80. Ambos se refirieron al edificio en sus escritos y Pitol sitúa El desfile del amor en su ambiente exótico y en los interiores Art Deco de los años de antes y después de la Segunda guerra mundial.
La Colonia Roma fue construida en los tiempos de Porfirio Díaz y es una zona de bellas casas, avenidas, parques, palacios y edificios de diversas arquitecturas, donde residía la élite de generada por aquella dictadura inspirada en el positivismo y el progreso, que dio al país un gran impulso económico, pero generó a su vez las tensiones que condujeron a la Revolución mexicana. Cafeterías italianas, tiendas, restaurantes, pastelerías y dulcerías de lujo, templos, galerías de arte, centros culturales, inspirados por las capitales europeas, alternan en ese barrio con nuevas edificaciones y rincones un poco desuetos. Y en la Plaza Río de Janeiro, frente a la Casa de las Brujas, está una réplica del David de Miguel Ángel.
Quienes vivíamos en ese edificio nos sentíamos privilegiados y muchos de los habitantes se dedicaban a alguna de las artes, por lo que no era raro escuchar el sonido de pianos, chelos o violines de los músicos, o visitar los talleres de los pintores y artistas plásticos o percibir el traqueteo nocturno de las máquinas de escribir que fatigaban con fuerza poetas, ensayistas y escritores de todas edades y tendencias. La colonia Roma era el centro del arte, la música y la poesía.
Todos fuimos sorprendidos al amanecer de ese día fatídico por largo remezón de 8,1 grados de magnitud, que primero fue oscilatorio. El edificio parecía un barco en medio del océano mecido por el oleaje, una nave ebria, loca, que viajaba sobre las ondas terráqueas generadas por el poderoso movimiento telúrico. Ese primer episodio fue eterno y cuando creíamos que iba a cesar, conscientes del riesgo y paralizados por el pánico, comenzó la segunda parte, esta vez trepidatoria, que hizo crujir y abrir paredes e inclinar edificios aledaños, de los cuales uno veía caer muros y vidrieras y hasta las camas y los muebles que salían disparados desde los apartamentos en las alturas, al mismo tiempo que los transformadores eléctricos estallaban proyectando chispas en medio de chirridos.
Muchos nos despedimos de la vida y dijimos adiós para siempre ese día, pero sobrevivimos. Otros habitantes de la zona de desastre, decenas de miles, según diversas cifras, murieron entre las ruinas de centenares de edificios derruidos, hundidos, inclinados o caídos sobre calles, parques y avenidas como castillos de naipes. Hospitales, industrias textiles, vecindarios, barrios enteros quedaron arrasados. Un estadio se convirtió en una morgue al aire libre. El olor a muerte inundó todas las semanas siguientes la zona de desastre. El país quedó incomunicado durante dos semanas. Nos salvamos por vivir en un edificio viejo y decrépito, porque los que se desplomaron fueron casi todos los modernos.
Los seres humanos olvidamos pronto y la Ciudad de México volvió a vivir su vida poco a poco. Año tras año empezaron a aparecer nuevos rascacielos cada vez más altos, sin tener en cuenta que temblores como el ocurrido esta semana a medianoche, con saldo muy bajo por fortuna de solo 61 muertos y 200 heridos, se repetirán tarde o temprano a lo largo de las zonas donde chocan las placas tectónicas de las costas del Océano Pacífico desde Estados Unidos hasta la Patagonia.
En California, donde en 1906 San Francisco fue arrasada por un terremoto, se espera desde hace años un evento devastador que los expertos denominan el Big One y ocurrirá en la falla de San Andrés. Centroamérica también ha sido golpeada cíclicamente, así como Colombia, Ecuador, Perú y Chile y otros países latinoamericanos. Y en otras regiones del mundo se vive bajo la amenaza permanente como en Japón, India y China y en las zonas cercanas al Himalaya y el Everest, cuya altura es la prueba de esas fuerzas telúricas profundas. Nepal ha sido destruido con frecuencia. En algunos países mediterráneos también chocan las placas y países como Italia, Grecia, Turquía pueden ser golpeados con frecuencia por fuertes sismos.
Muchos habitantes de la Casa de las brujas decidimos irnos de inmediato de allí a vivir en zonas del sur de la ciudad con menor riesgo sísmico, pues están asentadas sobre capas terráqueas menos inestables. El centro de la ciudad fue construido sobre el antiguo lago de Tenochtitlán y por eso los sismos allí tienen más impacto, como si la ciudad flotara sobre una masa coloidal, casi líquida. Así observamos este fin de semana con pavor en las redes sociales la oscilación del ángel de la Independencia de la céntrica avenida Reforma y de muchos rascacielos enormes, mientras la energía desatada por la tierra provocaba extrañas luminosidades en los cielos parecidas a las auroras boreales. Los relatos de quienes vivieron este nuevo episodio sísmico en la metrópoli mexicana nos recuerdan que vivir allí y en otras urbes de la región es estar en el peligro permanente.
Por eso uno se sorprende cuando en ciudades como Bogotá y otras de América Latina florecen ahora rascacielos autorizados y construidos de manera irresponsable, cuando las autoridades deberían ser estrictas y obligar como en Japón a crear urbes humanas preparadas para los inevitables choques sísmicos. Cuando alguien decide vivir en un alto edificio por muy elegante y bello que sea, olvida que la tierra a veces tiembla. Ese es el lado optimista de los humanos, quienes olvidamos siempre que la tierra es un planeta frágil lleno de terribles tensiones geológicas, un globo minúsculo que flota como polvo en medio del universo infinito.  

 

sábado, 26 de agosto de 2017

EL MATUSALÉN CHILENO DE LA POESÍA

Por Eduardo García Aguilar
El poeta chileno Nicanor Parra (1914) siempre ha vivido contra la corriente y se da inclusive ahora el lujo de llegar este 5 de septiembre de 2017 a los 103 años de edad, lo que ya de por si es una proeza para cualquier ser humano y mucho más para un escritor de versos, bardo, vate o como quiera llamársele, cuando no un acto más de su extraordinario sentido del humor y su irreverencia a toda prueba.
Solo a él podría ocurrírsele llegar lúcido y caminando a estas alturas de la senectud, cuando por lo regular sus congéneres mueren jóvenes por los excesos de la vida, como los malditos herederos de Edgar Allan Poe, Rimbaud, Baudelaire y Verlaine, el sufrimiento, la pobreza y los fusilamientos, cuando no por la locura y las pulsiones suicidas. La lista de los mártires poetas del mundo sería interminable: recordemos al alemán Hölderlin, a los colombianos José Asución Silva y Raúl Gómez Jatin, los españoles Federico García Lorca, Miguel Hernández  y Leopoldo Maria Panero, a los rusos Vladimir Maiakovsky y Maria Tsvetáieva o a la argentina Alejandra Pizarnik, entre otros miles que yacen hoy en el olvido o en la gloria.     
Retirado en su casa frente al mar Pacífico, el hermano de la cantante popular Violeta Parra, el mayor de una familia de artistas y bohemios, ha recibido allí a lo largo de tiempo las visitas de sus admiradores de todo el continente, jóvenes seguidores que se han muerto antes que él, como el famoso narrador Roberto Bolaño, para quien era su maestro máximo y su inspiración. Por su casa han pasado todos los poetas latinoamericanos que han peregrinado hasta Chile en busca de conocerlo y han relatado desde hace décadas en artículos, entrevistas o reportajes la forma en que recibe con sencillez que desarma y agudeza que sacude, cubierto por una ruana para enfrentar al frío austral y moviendo las pobladas cejas que lo caracterizan.
Otros lo han visto recitar sus poemas desde palcos o escenarios haciendo desternillar de risa a sus oyentes con sus ocurrencias o lo vieron inmutable al lado de la presidente Michelle Bachellet cuando Chile celebró con todas las pompas y entusiasmos su centenario en vida hace tres años, cosa que muy pocos grandes escritores han podido experimentar, salvo el caso de Ernest Jünger, militar y escritor alemán autor de Los acantilados de mármol.
En el centenario se reeditó en libro y se hizo una exposición de sus Artefactos, imágenes u objetos irreverentes que siguen la corriente lúdica inaugurada por Marcel Duchamp, quien convirtió en su momento a un orinal en una obra de arte. Parra en esas imágenes y objetos se burla de los dioses, la izquierda, la derecha, la mujer, el hombre, los poetas y todas las instituciones civiles, eclesiásticas y militares, incluso la propia poesía.    
Matemático y físico de profesión y profesor durante décadas, Nicanor Parra se hizo conocido muy pronto al final de la primera mitad del siglo XX por sus Poemas y antipoemas (1954), una serie de textos escritos con una naturalidad asombrosa, coloquiales, sorpresivos, llenos de ocurrencias y recursos nuevos, donde cambió los rumbos de la poesía continental ante la incredulidad de la mayoría de poetas de su época, aun presos en las redes del modernismo, la solemnidad, la retórica o la poesía comprometida, cuyo máximo exponente era Pablo Neruda (1904-1973), glorificado desde los años 20 por sus Veinte poemas de amor, Residencia en la tierra y en especial por el monumental Canto General, que lo llevaría directo a obtener el Premio Nobel en 1971, segundo chileno en lograrlo después de Gabriela Mistral (1889-1957).
Chile, por su insularidad y geografía abrupta de país extendido en estrecha franja de tierra entre las alturas de la cordillera y el mar, con regiones a veces áridas, desérticas y otras húmedas, frías e inhóspitas, ha generado escrituras y artes muy excéntricas acordes con su situación excepcional. Ya antes el escritor vanguardista Vicente Huidobro (1893-1948) había quebrado con sus delirios y sonidos especiales la tradición poética recién liberada del modernismo. 
Más adelante Pablo de Rokha (1895-1968), el autor del Canto del macho anciano, ejerció también una poesía rebelde que se enfrentaba al tododeroso y proteico Neruda, militante del Partido Comunista y amante de la Unión Soviética que fue diplomático, político e incluso llegó a ser candidato presidencial. En esa línea han seguido Gonzalo Rojas (1917-2011), un poeta también en extremo original y longevo, ganador del Premio Cervantes cuyos poemas son obras maestras que hacen viajar por laberintos, escapándose siempre por las tangentes, y el contemporáneo Raúl Zurita (1950), quien escribe poemas en el aire y en los desiertos, como lo hicieron antes de él los prehispánicos con las líneas de Nazca.
Parra ha logrado gracias a su longevidad reconocimientos que le fueron ajenos antes como el Premio Cervantes, en 2011, y el Pablo Neruda en 2012. Antes obtuvo en 1991 el I Premio Juan Rulfo y como discurso pronunció un escandaloso poemario que desmonta las solemnidades de la escritura, la poesía y la gloria, inspirándose en la vida sencilla y a veces difícil del autor de Pedro Páramo. Algunos quisieran que a esas consagraciones centenarias se agregara el Premio Nobel.  En su poemario Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1971), otra de sus grandes obras, están todas las invocaciones para que tal suceso improbable ocurra como punto final a una vida consagrada a tomarle el pelo a los humanos.
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* En Francia, la editorial Seuil y la Maison de l'Amérique acaban de publicar una monumental selección bilingüe de las obras de Parra, bajo la coordinación y con postfacio del escritor chileno Felipe Tupper. Poèmes et antipoèmes et Anthologie de Nicanor Parra. (1937-2014). Traduit par Bernard Pautrat. http://www.seuil.com/ouvrage/poemes-et-antipoemes-et-anthologie-nicanor-parra/9782021237450