sábado, 19 de noviembre de 2016

EL PUÑETAZO DE BILLY BUDD


Por Eduardo García Aguilar
Hace mucho tiempo hice estas reflexiones en mi cuaderno de apuntes de los Textos nómadas, y su actualidad al contejarlas con los hechos del mundo hoy me parece total, por lo que vuelvo a ellas como si el tiempo no hubiera pasado. Decía allí que así como es fácil corregir los errores de una acción luego de que ha sucedido, es fácil también en la vejez o después de la muerte descubrir los errores de una existencia.
     En la actualidad, debido al caos en que parece solazarse el mundo, es imposible saber hacia donde vamos y si lo que hacemos es lo correcto en estas circunstancias. En algunos países, la mancha cancerígena de la violencia parece convertirse en una inofensiva enfermedad que no aniquila al paciente y no impide tampoco a sus hijos tener cierta lucidez sobre los motivos del desangre. No solo se trata allí de una lucha entre poseedores y desposeídos, que ocurre sin cuartel en las ciudades y los campos. Hay sin duda algo más oculto, una extraña naturaleza que hace culpables por parejo a quienes dominan y a los dominados. A los primeros, por aferrarse ciegamente a sus privilegios, y a los segundos, por no haber sido capaces de derrocar a un sistema centenario que apoyan con sus votos cuando de elecciones se trata. No se quien decía que los países merecen los gobernantes que poseen. La ficción de las “amplias mayorías” se enfrenta muchas veces a la razón, al sentido común y a la justicia. La “mayoría” puede inclinarse por el error, hacer legal el ejercicio de un poder maloliente, dar espaldarazo a la torva ambición de los malevos.
     Los que hacen y venden las armas son precisamente quienes incitan a la violencia y alimentan la hogera de la guerra. Si no fuera por esa insidiosa interminable batalla entre hermanos enemigos, muchas serían las industrias que se hundirían a falta de clientes bélicos. Basta echar un vistazo al pasado del mundo para entender lo poco que ha evolucionado el hombre en materia de respeto a la vida. Las masacres que a diario vemos en las pantallas y en los diarios, las desoladas fotografías de pueblos arrasados por armas químicas, los cuerpos putrefactos madres que se aferran en un rictus mortal a sus hijos sangrantes, el dantesco cuadro de los campesinos acribillados y la prepotencia de Londres, Washington, Moscú y París ante el amago independentista de sus colonias de facto, son apenas algunos aspectos de esta impresionante similitud entre los viejos tiempos y los nuevos, como si estuviéramos condenados a un círculo concéntrico de infamias.
    Quienes hoy andamos por las calles no alcanzamos a saber que pasa. Tampoco entendemos el designio que nos gobierna. Entre la indiferencia, que es tan inútil y tonta como la acción y la arrogancia, los humanos de hoy hemos perdido la posibilidad de dar sentido a nuestras palabras. Pareciera que estas se han vuelto una masa pálida e insípida, un magma sin dulzor ni amargura, una materia invisible que se nos escapa por la boca de idéntica manera como la vida nos corroe con su trance hacia la nada. Hoy más que nunca sería necesaria una gran huelga de silencio mundial, durante la cual todos nos aplicáramos a olvidar ese tejido que nos impide ver las olas, el bosque, las calles o para ser más utópicos, al otro.
    Una  de las metáforas más impresionantes de esa naturaleza circular de la muerte está en el pequeño libro de Melville, Billy Bud, marinero. El mundo es allí un inmenso barco de guerra cuyo paso colosal lo hace moverse con una desesperante lentitud en los mares que domina y codicia Inglaterra. Allí, un sabio capitán silencioso cumple con inteligencia el sagrado designio de mandar en nombre del rey a unos hombres que en cualquier momento pueden amotinarse. En la cubierta, en los trinquetes, en los recodos más oscuros de la embarcación, todos aquellos hombres se miran con desconfianza, tratando de ocultar tras sus máscaras sus verdaderas pulsiones. El maestro de armas Claggart representaría a la mayoría de los hombres: es un ser golpeado, envidioso, en esa edad que fluctúa entre una vejez ineluctable y una juventud irrecuperable. El bello marinero Budd, deidad druida, ocuparía aquí el lugar de la inocencia silvestre que no podrá jamás entender las intrigas del mundo real, con sus retorcidos vericuetos.
      Pequeñas señales se cruzarán entre ambos como tentaciones del mal a secas, como ciegas bacterias dispuestas a ensañarse sobre los hilos de la incomunicación. Claggart se siente atraído por esa extraña belleza y esa atracción lo conduce al odio. No podrá soportar la superioridad de este subordinado que fluye sin luchar contra el destino. Buscará, pues, acusarlo, para buscar su propia condena. Frente al sabio capitán que conoce las sucias artimañas de los acusadores se encontrarán cara a cara el bien y el mal: a falta de palabras, por inútiles, Billy golpeará mortalmente al miserable Claggart. Pero a cambio deberá morir también. Ambos cuerpos serán depositados en el mar, donde solo quedarán como destellos en el recuerdo del narrador, condenado a vivir para contar sin saber que su vida es de por si un cuento.
    Hoy por hoy todos somos culpables e inocentes y como tales debemos pagar, con una variedad de la muerte, el tormento de ser. Así como las aves se lanzaron sobre el cuerpo de Billy Budd, mientras el barco Bellepoint se alejaba como el tiempo, nuestros países y nosotros mismos somos envoltijos secretos lanzados al océano. Es un milagro poder sentir el ruido del mundo, poder observar la injusticia, poder palpar la ruina de nuestra época.
     Como en otros siglos, los viejos sabios y los malos profesionales están condenados a representar el inútil papel que les corresponde, como en el Paraíso perdido de Milton o en Billy Budd, marinero, de Melville. El puñetazo de este joven inocente es el puñetazo diario de quienes luchan por un mundo imposible, condenándose así a subir a la horca y ser cubiertos por la luz sonrosada del amanecer oceánico. Todo es inútil: el acusado y el acusador serán devorados por el mar o algo peor, perecerán como representaciones acoplables de un mismo destino. Su castigo mutuo solo augura el triste rito del eterno comienzo.
 ----
* De la serie Textos nómadas.