sábado, 13 de agosto de 2016

CUBA LIBRE CON FIDEL Y LA PARCA

Por Eduardo García Aguilar
Desde hace más de una década las agencias de prensa y los periódicos preparaban o actualizaban la necrológica de Fidel Castro ante la supuesta inminencia de su muerte y al final han tenido que archivarla y olvidarse del asunto porque el líder cubano, como un personaje de mitología griega, logra aplazar el último suspiro y parece encontrarse en un excelente entendimiento y complicidad con la parca, que degusta con él en las tardes cálidas de La Habana buenas cubas libres con doble dosis de ron. 
Ahora el líder cubano llega a los 90 años y los medios, para aprovechar las biografías y análisis que duermen el sueño de los justos en los ordenadores, deciden dedicar números especiales al último gran caudillo latinoamericano salido de las novelas de dictadores y que se ha convertido en el más brillante emblema de los mismos, porque todo en él es desmesurado. Muy joven, en los tiempos más duros de la Guerra Fría, Fidel Castro logró tomar el poder en la isla, que a su vez fue la última colonia española y poco tiempo después, dejando al lado a muchos de sus moderados compañeros de ruta iniciales que se unieron a él para tumbar la dictadura de Fulgencio Batista, hizo una alianza con la Unión Soviética, que mientras existió como potencia hasta mediados de la década de los 80, suministró el apoyo necesario y los recursos para alimentar el sueño artificial de un paraíso posible inspirado por los profetas del viejo comunismo marxista-leninista. 
En las puertas del imperio estadounidense, a unos cuantos kilómetros de Miami, el joven abogado gallego, excelente orador, inteligente, mujeriego y astuto como ninguno, desafió a la mayor potencia del mundo e inauguró una etapa en la que varias generaciones de jóvenes latinoamericanos y tercermundistas estuvieron dispuestos a ofrendar sus vidas por esa quimera de un mundo paradisíaco, justo, feliz, sin desigualdades, que supuestamente llegaría bajo el mando del proletariado y era bendecido por los viejos profetas barbados de la nueva religión, primero Marx y Engels, seguidos luego por sus discípulos Lenín y Stalin, Mao Tse Tung y Kim il Sung, entre muchos otros soles rojos que iluminaban los corazones de los fieles y los clérigos que difundían el nuevo evangelio de la felicidad futura.
Castro, que en sus inicios era solo un abogado de inspiración liberal, o lo que se calificaría hoy como un "progresista", se acomodó muy bien a esa nueva ideología ortodoxa y dejó que poco a poco la Revolución fuera incautada por los rígidos cuadros de la URSS enviados desde Moscú y sus satélites, como muy bien lo ha descrito su amigo Gabriel García Márquez en múltiples escritos y en sus memorias Vivir para contarla, donde nos muestra su decepción por el camino que tomó rápidamente ese sueño revolucionario. El estupor por los primeros juicios y ajusticiamientos públicos de opositores en el famoso paredón y la radicalización del movimiento llevaron al futuro Premio Nobel colombiano, que trabajaba para Prensa Latina junto al hoy ultraderechista y ultramontano Plinio Apuleyo Mendoza, a abandonar discretamente el barco y viajar de Nueva York, donde era corresponsal de la agencia cubana, a México, para empezar allí una nueva y fabulosa aventura personal.
Es fácil analizar a posteriori los acontecimientos históricos y juzgar a los contemporáneos de aquellos momentos, a las personas que creyeron en esa nueva palabra y dieron sus vidas por esa causa. Es obvio que el triunfo de la Revolución Cubana se dio en un contexto específico, en reacción a los abusos del imperio estadounidense cometidos en su "patio trasero" a lo largo de un siglo. El "Imperio Yanqui", como lo calificaba día a día el orador Fidel Castro en sus discursos interminables, había aplicado su "destino manifiesto" desde los primeros momentos de su auge y con las armas o usando a sus ignaros títeres dictatoriales en cada país, se fue apropiando de todas las riquezas posibles e imponiendo sus designios con una implacable pericia. Se apoderaron de medio México por la fuerza y hasta los tiempos de la Revolución zapatista entraban y salían de ese país como si fuera su huerta. Por medio de trampas crearon a Panamá y dividieron a Colombia para adueñarse finalmente del Canal y reinar con sus bases en ese centro estratégico del continente. 
En Centroamérica pusieron y depusieron dictadores a su antojo, como lo hicieron también en Sudamérica a lo largo del siglo patrocinando golpes sangrientos como el que derribó a Salvador Allende e impuso al nefasto Augusto Pinochet en 1973. También fueron ellos los que impusieron y apoyaron a las tenebrosas dictaduras brasileñas, argentinas y uruguayas que practicaron el asesinato, la desaparición y la violación más atroz de los derechos humanos en sus países y cuyas heridas aun no cicatrizan. 
En su "patio trasero" latinoamericano reinaron por lo regular líderes corruptos que trabajaban al servicio de los intereses imperiales y se encargaban del trabajo sucio de matar, torturar, encarcelar, bombardear y aniquilar a los opositores. Esta verdad ineludible que ningún historiador niega ya en el mundo ha sido reconocida en su discurso histórico de La Habana este año por el presidente estadounidense Barack Obama, primer presidente contemporáneo de Estados Unidos en pisar tierra cubana e izar de nuevo la bandera de su país en la embajada, ante los aplausos del presidente Raúl Castro, hermano menor del caudillo y su sucesor triunfante. Estados Unidos reconoció que fue inútil esa guerra fría con la isla a lo largo de medio siglo y se acomodó a las nuevas condiciones geopolíticas dando un espaldarazo al heredero de la dinastía. Eso es lo que se llama "realpolitik".
Fidel Castro hizo su revolución y surfeó más de medio siglo sobre esa herida latinoamericana y ayudado por las extremas desigualdades sociales que reinaron y reinan en la región. Cuando ya no necesitó en Cuba del mártir crístico Ernesto Che Guevara, quien lo acompañó en la toma del poder y era mucho más radical y soñador que él, lo dejó ir a su sacrificio en las montañas bolivianas. Gran estratega, logró evitar todos los intentos de asesinato que se fraguaron contra él y evitó los intentos de invasiones a Cuba. Sobrevivió al malestar de un pueblo hambreado luego de la caída de la Unión Soviética y el fin de su ayuda y se deshizo tranquilamente de miles de opositores o desilusionados precarios que en masa huían en balsas hacia Miami. 
Vio morir uno tras otro a todos los amigos y ex compañeros que se le enfrentaron y terminaron en el exilio derrotados luchando contra su régimen. No le tembló el pulso para fusilar a sus mejores amigos y colaboradores, como ocurrió en 1989 con Antonio de La Guardia y Arnaldo Ochoa. 
Y ahora, muchos analistas pueden concluir que Fidel es otro ejemplo exitoso del aserto maquiavélico de que "el fin justifica los medios". El tiempo fue tan implacable que al final las nuevas generaciones de cubanos de Miami, los llamados "gusanos", terminaron por dar la espalda a sus padres disidentes y abogaron mayoritariamente por la normalización de las relaciones y el fin del bloqueo. Alguna vez Fidel dijo que "la historia me absolverá". Pero eso solo lo sabremos tal vez dentro de mucho tiempo, cuando los Castro y su régimen pertenezcan a un lejano pasado.