domingo, 7 de febrero de 2016

CIEN AÑOS DE RUBÉN DARÍO

Por Eduardo García Aguilar
Hace cien años, el 6 de febrero de 1916, murió en León el gran poeta nicaragüense y latinoamericano Rubén Darío (1867-1916), cuya irrupción en el panorama de la literatura en español fue un sismo que todavía estremece con sus vibraciones a los amantes de la poesía y la prosa modernas. Este niño precoz, de nombre Félix Rubén García Sarmiento, nació en Metapa y desde muy temprano mostró sus cualidades como versificador, cuando la poesía, a fines del siglo XIX, era el arte mayor en los lejanos países latinoamericanos que, independizados de España desde hacía décadas, buscaban su voz dejando atrás siglos de vieja retórica parroquial encorsetada en modelos inamovibles.
Ya terminaban las patrias bobas y el mundo todo vivía tiempos de aceleramiento y velocidad comerciales luego de la Revolución industrial inglesa y el predominio de potencias como Inglaterra y Francia, que colonizaban el orbe e imponían su cultura en los más alejados confines del mundo. Los grandes barcos a vapor recorrían los mares, los ruidosos trenes cruzaban los campos, y todos esos vehículos llegaban a los puertos, convertidos como nunca en centros de comercio y poder y lugares de intercambio de mercancías, cuerpos, palabras, músicas, ideas y modas.
En esa lejana provincia nicaragüense y centroamericana el geniecillo sorprendía a notables y presidentes por su fabulosa memoria y la facilidad con la que creaba al instante los versos más fantásticos o los escribía por encargo. Invitado imprescindible en salones, escuelas, ateneos, fiestas, Darío se lucía y hay fotos donde se ve al adolescente de 14 años mostrando sus habilidades ante el asombro de los patriarcas. Pronto empezó a recorrer los pequeños países centroamericanos, donde ejercería la profesión alimentaria de periodista y fundaría periódicos y revistas, y crearía tertulias literarias de un delicioso anacronismo, como era usual en esos tiempos en que la poesía, las tabernas y los burdeles eran las únicas diversiones paganas posibles.
Sus capacidades lo llevaron a recalar en Chile, donde trabajó en el periódico La Época y publicó su famoso libro Azul, y más tarde, tras regresar a América Central y visitar fugazmente el viejo continente europeo, llegó a Buenos Aires, la Nueva York del sur, a donde acudían millones de inmigrantes pobres de Europa y el mundo para crear una metrópoli cosmopolita donde el joven poeta desplegó todos sus talentos y publicó Los raros, en homenaje a sus escritores preferidos, y Prosas profanas. A esa ciudad había sido enviado como cónsul de Colombia por el poeta y presidente Rafael Núñez, como era usual entonces, donde a veces los mandatarios eran escribidores de gramáticas y los embajadores poetas.
Desde París, Madrid y Barcelona, llegaban a Buenos Aires todos los libros posibles, y en sus calles Darío continuó la lectura de los poetas franceses del momento, de Victor Hugo en adelante hasta parnasianos, simbolistas y otros decadentes retorcidos y extraños que ejercieron gran influencia en él y sobre quienes escribió semblanzas admiradas, cargadas de un afrancesamiento casi patológico, excitado por Nerval, Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud, Verlaine y tantos otros.
Luego viajó a París como enviado del poderoso diario bonaerense La Nación y se quedó allí en la que era la capital editorial del mundo hispánico con la editorial Garnier a la cabeza. Vivía a un lado del Jardín de Luxemburgo y hoy se ve la placa con su nombre junto a la puerta del número 5 de la rue Hershel, donde lo vio y describió el modernista colombiano José María Vargas Vila, prosista empalagoso que escribía historias truculentas y panfletos anticlericales y antidicatoriales plagados de adjetivos que lo convirtieron en el mayor best-seller de su tiempo en América Latina. Vargas Vila, megalómano, se inclinó ante el genio y escribió un libro sobre Darío, que es tal vez uno de los pocos suyos que se salvan.
La poesía brotaba de Rubén Darío y se reproducía en torrentes, cataratas, vorágines, amazonas de versos y abismos inesperados entre conflagraciones de palabras y sentidos. Sus combinaciones de temas, sentimientos, metáforas, ritmos, historias, eran desconcertantes en su variada matemática. Todo era nuevo en él y el castellano volvió a vibrar como no lo hacía desde Cervantes, Góngora y Quevedo. Los jóvenes poetas españoles lo comprendieron rápido y lo acogieron como el maestro, el príncipe que la literatura del idioma castellano reclamaba. Para saberlo, hay que leer sus Cantos de vida y esperanza o las diversas recopilaciones como la más famosa publicada por Aguilar, empastada en cuero, u otras más rigurosas y recientes, como la realizada por el Fondo de Cultura Económica, en México, y cuidada por Ernesto Mejía Sánchez.
Tanto éxito, amistad e influencia lo marcaron. Agobiado por tantos viajes y líos personales, adicto al vino y a la vida, excesivo y frágil, llegó a la cima para caer en la decadencia y retornar a América por Nueva York e ir de gira, ya enfermo, de teatro en teatro, cabestreado por agentes inescrupulosos. Al final, extenuado, se extingue en León luego de retornar a su tierra natal, antes de llegar al medio siglo de edad, pero su obra sigue viva y es “tan antigua y tan moderna” como él mismo lo definió con la extrema lucidez de su inteligencia.
* Publicado en Excélsior. Ciudad de México. 7 de febrero de 2016.