lunes, 27 de junio de 2016

TEQUILA COXIS, DE EDUARDO GARCÍA AGUILAR: UN VIAJE A LA RAÍZ

 Por Jorge Nájar* 
 En su vena más honda, Tequila coxis(1) es un viaje a la raíz. No a la raíz étnica, cultural o política; un viaje a la raíz antropológica, tejida por toda una red sanguínea que la nutre. Este viaje empieza en una vieja y destartalada mansión de Ciudad de México; una casa de las antiguas familias patricias convertida en ruinas. La voz, los ojos, los sentimientos de Néstor Aldaz nos permiten visitar esas ruinas tanto humanas como arquitectónicas e incluso sociales. Así descubrimos el estado de decadencia en el que vive Porfirio Antúnez, representante de una antigua aristocracia venida a menos. Así nos compenetramos con el estado de caos social. Escombros de una lucha identitaria extraviada en la búsqueda de fantasmas de la historia. Denuncia y fascinación de una situación frecuente en la ficción y en la realidad latinoamericana.
El que llega a dicho espacio es un periodista que hurga en el pasado de ese ser decrépito. Hurga en pos de la verdad sobre la muerte de una actriz. Y como consecuencia de su inmersión, emerge la voz que rige la acción en Tequila coxis. Esa voz da cuenta de los movimientos y manifestaciones de esos personajes, para terminar cuajando en una novela poliédrica cuyo eje central, la búsqueda de los orígenes, vertebra todas sus facetas.
En uno de sus aspectos más visibles, con la apariencia de un canto a la ciudad multifacética, a la vez engendradora y devoradora de mitos y leyendas, de pasiones extremas y de personajes extraños, la voz nos conduce hacia la intrahistoria del cine mexicano en su época dorada. En paralelo, imbricado con ese canto, asistimos a la debacle de uno de los sobrevivientes de ese período de gloria reciclado por los azares de la vida en el líder máximo de un movimiento de “renacimiento” de los valores más singulares de la civilización mexicana pre-hispánica, en lucha a muerte con la cultura cataclismática y moderna del México contemporáneo. Sexo, droga y alcohol. Pero ya dije, en el fondo, el personaje central, se mueve a la búsqueda de saber quién es, quienes fueron los suyos, por qué ahí y en ese contexto, él que no es precisamente mexicano.
El descubrimiento de la verdad resulta un verdadero asombro para él y, singularmente, para el lector. Tequila Coxis resulta así un canto de amor y odio a la Ciudad de México, a la vida, a los azares de la existencia. En sus diferentes escenarios los personajes se cruzan, se tocan, se desean, se separan, se encuentran en habitaciones de paso a donde acuden los amantes, las esposas aburridas, los maridos hastiados, todos devorados por un deseo incontrolado.
Desde el dintel de la novela, después de haber visto el estado imperante en esa antigua mansión colonial el lector asiste al encuentro con otra de las constantes: el elemento a la vez cómico y misterioso de la Coatlicue. “En el otro extremo de la sala, en la pared, estaba el enorme cuadro de la Coatlicue, la diosa vestida de serpientes, la deidad que pretendía (Porfirio Antúnez) convertir desde hace años en centro de culto entre la gente de las barriadas... En medio de la decrepitud y cercano ya al fin, Porfirio Antúnez tenía aún aliento para canalizar sus odios a través de la diosa pétrea de espectral rostro ofídico, cubierta de mutilaciones y calaveras, y proyectar su ciega venganza contra Hernán Cortés, el conquistador que cambió el rumbo de estas tierras para siempre.” (pp: 15-16) Desde ese paradójico punto de partida, poco a poco iremos descubriendo el período de gloria de ese extraño personaje durante los años del esplendor del cine mexicano, autoconvertido en su decrepitud en el animador del movimiento aztequista-zapatista-anticortesinano. “-…¡Vamos a vengarnos de los españoles!- exclamó mientras engullía el último resto de la suculenta papa.” Marcada por una voluntad de análisis del extremismo identitario, Tequila Coxis no por eso cae en el tono de la denuncia; por el contrario, el flujo narrativo acarrea, por momentos, un fino sentido del humor y, en otros, un intenso dramatismo. Así logra poner al desnudo una pasión capaz de llegar al asesinato por amor.
Tequila coxis es, asimismo, una incursión en el mundo de las exageraciones libertinas y la usura de los cuerpos, con un entramado de novela negra en lo que ello conlleva penetrar en los lados más oscuros de una sociedad para indagar el pasado de una generación que se extravió en el mundillo del cine, la droga y el alcohol. El hijo de la frustrada estrella del cine, indaga por las circunstancias de la muerte de su madre y en su averiguación va descubriendo la ciudad y vive él mismo la pasión y se enreda en la trama del deseo con una serie de “libertarias”, cuyos comportamientos las convierte en seres caricaturescos.
Así, Ciudad de México en Tequila coxis es presentada como una fiera dispuesta siempre a dar el gran zarpazo, como una urbe llena de lugares asombrosos o siniestros. No por nada la presencia de roedores nocturnos y de mamíferos voladores entre los techos de la ciudad es una de las imágenes recurrentes a lo largo de la historia de la ciudad y de los personajes.
Las incursiones de Néstor Aldaz en pos de recrear el pasado de su madre le lleva a comprender que ninguna ciudad puede palpitar ni entenderse sin su historia negra, sin sus tragedias cotidianas y pasiones turbulentas. La historia de la delincuencia y de sus movimientos de “resistencia autoctonista” es también una historia de la ciudad y sus habitantes.
En muchas ocasiones, esta historia tiene más lustre que la oficial, la de los próceres y las gestas heroicas. Recordemos que las ciudades legendarias de la modernidad están marcadas por sus hechos delictivos y sus personajes criminales: Chicago, Los Ángeles, Nueva York, París, Londres. Tal también es el caso de Ciudad de México en la versión de Tequila coxis cuya mirada socarrona se burla de muchos militantes folklóricos de la identidad nacional e individual.
En medio de eso submundo Néstor Aldaz llega a descubrimiento de su verdadera identidad. “Y entonces supe, con horror, que era hijo del asesino de mi madre, una historia digna del griego Sófocles, y como un sueño, supe también que mi verdadero nombre no era Néstor Aldaz, sino Néstor Antúnez. Yo era pues la rencarnación del monstruoso y repudiable Porfirio Antúnez.” (p. 203)
Un abismal y fascinante relato en pos de la “identidad”.



(1) Tequila coxis, Eduardo García Aguilar. Editorial Colibrí S.A. México. Distrito Federal, 2003.

* Jorge Nájar. Poeta, ensayista y narrador peruano residente en Francia. (Pucallpa-Perú, 1946). Estudió en Lima Educación y Ciencias Humanas en la Universidad Nacional «Federico Villarreal». Trabajó de profesor en su ciudad natal. Ejerció en Lima el periodismo hasta 1976, cuando viajó a Francia donde prosiguió sus estudios de antropología en el Institut de Hautes Etudes de l’Amerique Latine, París III. En 1972 publicó su primer poemario Malas maneras. Obtuvo el Primer premio de la Bienal del Poesía del Perú (1984), Premio Copé de Oro; y el Premio Juan Rulfo de Poesía (Radio France Internationale, 2001). En 2002, la Editorial de la Unesco publicó su antología Poesía contemporánea de expresión francesa y, en 2003, la U. Católica de Lima lo reeditó. Toda su obra poética ha sido reunida en Formas del delirio (Ediciones San Marcos, Lima, 1999). Gran parte de su obra narrativa y poética ha sido traducida al francés: Le dire du malappris (Correcaminos, 1988); Pérou, contes populaires (Syros-Alternatives, 1989); Le diables rient (Syros-Alternatives, 1990); Toile Écrite (La Différence, 1992); Gravures sur maté (Folle Avoine, 1999); Figure de proue (Folle Avoine, 2006). Vive en París desde 1977 donde enseña y traduce poesía.

sábado, 25 de junio de 2016

AMADÍS Y CÁNDIDO: LEER LA GUERRA

Por Eduardo García Aguilar
La lectura del Amadís de Gaula, obra de un anónimo ibérico, y de Cándido,  farsa del filósofo socarrón francés Voltaire, nos conduce a diferentes épocas de la humanidad, cuyo hábito sostenido es y ha sido la guerra permanente.
    La primera obra es una novela de caballerías, escrita al parecer durante el siglo XIII. Esta obra es la inauguración del género de las novelas de caballerías que concluye magistralmente con las historias del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha. Preciosa, cautivadora, la novela no merece un simple análisis literario, pues nos lleva de acción en acción a los conflictos que se dan entre príncipes y caballeros, por peñascos, islas, valles poblados por preciosas doncellas.
     Los dos personajes centrales son Amadís de Gaula y Galaor, hermanos y brillantes caballeros andantes, desfacedores de entuertos, enamorados, coquetos, idealistas y tan vigorosos en la guerra como en el amor. El mundo mítico, lleno de castillos y florestas, amaneceres turbios, firmamentos salpicados de estrellas, prados, valles y alcázares es un orbe de muerte descrito con tal candor, que las cortadas de cabeza, despellejamientos, decapitaciones y atravesamientos de abdomen con adarga, hacen parte de un paisaje normal y corriente poblado de villanos y buenos.
     Me sorprendí riendo al leer esas descripciones de batallas. Dice por ejemplo que Galaor se enfrentó a fulano de tal caballero cortándole su cabeza; a otro, la adarga le atraviesa los huesos de las costillas dejando ver las tripas rojas regadas sobre el suelo; a otro lado le descalabra; a aquél le corta la mano derecha y se ve al caballero derrotado que con los muñones rojos aun de la sangre vertida se arrodilla y le pide perdón al triunfante por el entuerto hecho.
     Cándido es también una historia divertida de muerte, escrita con tal ironía que nos hace reir de nuestra propia imbecilidad. Es un hombre bueno este Cándido, que sin quererlo termina asesinando, matando y guerreando con una inocencia inusitada. Es cándido, porque la muerte que él encuentra en el camino y a la que se ve abocado, le parece algo normal y moral. Paradójicamente sus primeros encuentros ocurren en tierras de la pampa argentina y luego se extienden por nuestro atribulado continente, tan ducho en guerras y conflictos de toda índole. Cuando Cándido quiere la paz, de nuevo hay sucederes ineluctables que acrecientan su ingenua lista de muertos y agresiones.
     Cándido y el Amadís de Gaula se reúnen hoy aquí por el capricho de la pluma, ya que la comparación podría hacerse con casi todas las obras de la literatura universal o de la historia. Pocas son las obras, por muy míticas o románticas que sean, que no traten de la guerra, ese juego divertido e infantil de los hombres de todos los tiempos. El mérito de los textos citados es precisamente que ahora, bombardeados por las noticias de tantas guerras contemporáneas, tenemos la tendencia a olvidarnos de esa carnicería incomprensible y por ende, de la muerte certera que la anima.
     Para no llenarnos de horror y ponerle un poco de picante a la historia, que es sangrienta, más vale leer a Voltaire y a ese anónimo, que sentarnos frente a la televisión: leamos la guerra, pero a través de la ficción y los libros, esa sería la nueva consigna.
     La lectura de estas obras es ejemplar pues olvidamos a veces que el “progreso” del que tanto hablaban liberales y revolucionarios del siglo XVIII,  esperanzados en que nuevos mayores niveles de técnica y productividad traerían consigo mejores niveles de vida de la humanidad y paz creciente, se tradujo por el contrario en un avance de las codicias y el incremento y perfeccionamiento de las armas, que de adargas y espadas pasaron a ametralladoras, tanques, misiles, gases, bombarderos, portaviones, submarinos y bombas atómicas convirtiendo al mundo en un polvorín infinito.
    Si los trogloditas se peleaban con piedras y lanzas, los medievales lo hacían con ballestas multicolores, adargas y arcabuces, desuetos ya para tristeza de los hombres. Las nuevas armas conllevan la muerte mucho más rápido que antes, pero sigue siendo muerte al fin al cabo, muerte feliz que lleva a la ceniza enamorada de los cuerpos calcinados.
     No olvidemos que la soberbia del hombre contemporáneo, antropólatra, es tan vana como su propia inocencia. Nosotros los pacifistas de hoy podemos cantar victoria por ver alejado uno de tantos episodios humanos en los campos de batalla, pero la humanidad no se curará de la enfermedad y otros conflictos surgirán en otros lugares de manera ineluctable.
     Más vale pues leer el Amadís y el Cándido para comprender la fragilidad de toda paz y saber que en cualquier momento, por decisión absurda de gobernantes, políticos, gamonales, magnates, bandidos y poderosos guerreros de todo cuño, pueden volver a sonar los clarines de la batalla.
     Antes de que la ignominiosa guerra regrese leámosla a través de los libros o el arte en general. La bibliografía sobre la guerra en la ficción es inagotable y estas dos obras sugeridas hoy son apenas un abrebocas insignificante para atestiguar las tareas de la parca.
     Y más allá de los libros, podemos también reconocer la guerra  en las obras de grandes artistas de todos los tiempos y seguirla en las imágenes de los templos milenarios, asiáticos, europeos, africanos, americanos, mediorientales. Allí, a lo largo de los milenios, los artesanos chinos, japoneses, camboyanos, egipcios, persas, griegos, romanos, judíos, cristianos, islamistas, han recreado siempre en frescos y bajorrelieves millones de batallas con una minuciosidad que nos asombra, nos ilustra y por supuesto, nos aterra.  
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 * De la serie Textos nómadas.
       

lunes, 13 de junio de 2016

ETERNIDAD VIRTUAL DE BORGES

Eduardo García Aguilar
Nacido el 23 de agosto de 1899 y muerto hace 20 años* en Ginebra el 14 de junio de 1986, Jorge Luis Borges vive en la más inquietante nube de su gloria, con la obra acogida en la prestigiosa colección francesa de La Pléiade y cientos de miles de entradas en la red Internet, que potencian el sueño del Aleph. Se necesitarían muchos años para poder visitar cada uno de esos sitios llenos de sopresas, laberintos, datos, juegos, enigmas y delirios de sus admiradores de todo el planeta y para viajar por los enlaces borgianos de la telaraña mundial, que nos llevan al nuevo efecto multiplicador de su palabra. 
Por donde pasaba, Borges parecía ser la concreción en vida de una nueva deidad literaria. En México, al salir de la sala Ollin Yoliztli, unos años antes de su muerte, varios jóvenes se lanzaron una noche al suelo y empezaron a seguirlo arrodillados al grito de "¡gloria eterna para usted maestro!" y lloraban y acoplaban sus manos en signo de adoración. Era exagerada esa histeria, pero lo mismo ocurría en Quito, Bogotá, Medellín, Santiago de Chile, Londres, Madrid, Tokyo, y París, ciudad donde desde hacía ya muchas décadas se le había consagrado como leyenda viviente. Se le veía junto a un globo, al lado de las pirámides de Egipto, sabio e infinito junto a las avenidas de Teotihuacán, ciego pero inquieto hasta el final devorándose el mundo junto a su lúcida y leal guía María Kodama.
Francia lo adoraba y las calles de París lo vieron pasar muchas veces. En el hotel de la rue des Beaux Arts, donde murió Oscar Wilde, hay una placa en su nombre. Desde las traducciones de Roger Caillois, Borges fue adoptado por la tierra de Montaigne y Voltaire, gesto clave para desencadenar su fama global. En 1964 la revista L’Herne dedicó un número especial a su obra, en los años 70 Michel Foucault lo hizo protagonista de su obra mayor Las palabras y las cosas y la Pléiade editó en 1999 sus obras en dos tomos revisados y escogidos por él hasta el último suspiro y presentadas y anotadas por el francés Jean Pierre-Bernès, uno de sus últimos confidentes.
Para Borges la gloria era la mayor incomprensión y aunque al principio sólo vendió en un año 37 ejemplares de uno de sus libros, en las dos últimas décadas de su vida se volvió una especie de fetiche hacedor de milagros. Pero a diferencia de otros pavosrreales, Borges tomó la tragedia de su gloria con gran sentido del humor y proverbial modestia. Siempre fue un escritor marginal, rebelde, subversivo, anarquista. Contra la corriente no escribió novelas porque su timidez lo hubiera incomodado entre tantos personajes, mezcló prosa y poesía en volúmenes y fue un gozoso conversador antes que aprendiz de tribuno. Su reino fue el estilo. Su patria verdadera la literatura. 
De él dijo Cioran que "la desgracia de ser reconocido cayó sobre él. Merecía algo mejor. Merecía seguir en la sombra, en lo imperceptible, seguir inasible y tan impopular como el matiz". El hispanista Gérard de Cortanze, afirma que trata siempre de "volver de nuevo a esta obra vasta y enigmática" y a un Borges "humanizado y más caluroso", lejos de la leyenda aceptada de "un intelectual abstracto y gélido". El último exégeta Bernès lo define como "el viejo anarquista tranquilo", según la propia y final autodefinición del poeta. Bernès cuenta los últimos días previos a su deceso y dice que tiene "la certeza de que preparaba su muerte por una especie de imitación de las muertes literarias que lo precedieron" y por eso le dijo, fiel a su gran preocupación, que "yo no se en que lengua voy a morir". Héctor Banciotti, que estuvo cerca a esa hora postrera, dice que murió dormido. O sea que se fue en uno de sus sueños.
Borges fascinó en los 60 y 70 a toda la juventud latinoamericana que aprendía de memoria sus poemas, ficciones, enigmas e ironías y lo tomó como modelo de escritor: el que deambula siempre por la biblioteca eterna y pasaba de un lado al otro del mundo y de un milenio al otro con la alegría del sabio modesto que está seguro de que todo conduce a la muerte y al olvido. 
El reino y la maestría de Borges en aquellos años se mira con nostalgia: en todas las ciudades que visitó se vio rodeado por esa juventud latinoamericana entusiasta que lo quiso no como una estrella fugaz de opereta literaria sino como el maestro que nos hace amar el milagro de la palabra, el libro, la vida, la muerte, la gloria, la eternidad, el olvido, el polvo, el desierto.
No era nacionalista sino abierto a todos los mundos y a todos los tiempos y su patria era en definitiva la literatura. Vivía en el espacio de la poesía. A los que llegaban a ella, les abría un reino de ficción e inteligencia. Toda esa generación debe percibir ahora con susto cómo el mundo literario mundial gira hacia la dictadura de los editores y escritores analfabetas sacralizados por la lista de ventas, el tintineo de las máquinas registradoras y el paso por las emisiones de televisión.
En tiempos de Borges el antiguo, la Gran Biblioteca estaba cerca de la gente, era amable, generosa, llena de afecto y alegría, de fiesta; ahora, por el contrario, ha sido vaciada y en su lugar reina el hielo de los supermercados. Silvia Barón Supervielle escribió que para Borges "la Enciclopedia y la Biblioteca son análogas porque son imágenes del infinito" y esa búsqueda del infinito quiere ser desterrada de la literatura. Aunque por fortuna en la bienvenida red virtual su palabra se rebela y se reproduce, se esconde y fluye ante la mirada interior de ese viejo irónico convertido en algo más que una figura legendaria: en escudo y espada de las letras inútiles.
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* De la serie Textos nómadas. París, agosto 29 de 2006.

domingo, 12 de junio de 2016

EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS


Por Eduardo García Aguilar
El corazón de las tinieblas es el título de una de las importantes novelas del polaco-inglés Joseph Conrad y base argumental de la película Apocalipsis Now de Francis Ford Coppola. Más allá de sus certeras cualidades narrativas y la tensión incsante que alimenta sus páginas, este pequeño texto es una parábola significativa del mundo moderno, de las consecuencias a donde nos lleva la locura y la soledad.
     Kurtz, el personaje que figura como sombra oculta desde el comienzo de la novela y que todos mencionan con temor y lástima, es un brillante hombre administrativo, encargado por una empresa mercantil de recolectar la mayor cantidad de marfil, pero que en su desenfrenada carrera de codicia en las espesuras de la jungla, pierde la razón y decide aprovecharse de la visión mítica que de él tienen los salvajes nativos de la selva africana, para alimentar sus delirios.
     Obcecado por el poder, por la fuerza incontenible y desmesurada que le otorgan los ignaros selváticos, Kurtz se envuelve en la violencia y en la sangre con saña mística, como si el poder fuera un fin en si, cuya moral acepta y destruye la vida humana, sin medida ni límite. La descripción de la odisea es relatada por un viejo marinero que recuerda su misión. El relato se pierde en descripciones preciosas y profundas de la lucha de la embarcación con los torrentes violentos del río, se interna en la personalidad de tantos personajes disímiles ahogados por la ambición y por el celo mutuo, contoneándose por sinuosos presagios de muerte y misterio.
     Parábola de la vida y la muerte, El corazón de las tinieblas es sin duda algo más que un río sinuosos y las flechas que los salvajes lanzan desde la ribera. Es en cierta forma la descripción del transcurso de la humanidad hacia la locura de la sangre, encarnada en ese hombre de calvicie pronunciada que es Kurtz y quien ya al borde de la muerte, carcomido por la enfermedad, se afirma en el rito sagrado de la sangre, con apoyo de la bestia calibanesca de la plebe. “Vivimos solos, como soñamos”, dice uno de sus personajes. Solos, en el transcurso, como las rutas del sueño, como las rutas del delirio.
     Es también El corazón de las tinieblas la magistal descripción del colonialismo decimonónico en las junglas de África, el cuadro pincelado con detalles miniaturizados de ese conflicto entre dos razas, una de las cuales apenas merece el título de seres vivientes. El negro del Africa, torturado hasta la saciedad, el negro que muere dejando una triste mirada vidriosa mientras se aferra a la flecha larga que le atraviesa el tronco y sale de él como el tallo fogoso de una planta joven.
     Ford Coppola intentó adaptar la historia a un tema que marcó a su generación, la guerra de Vietnam, uno de los grandes horrores de la segunda mitad del siglo XX. El Kurtz de la película sería uno de los militares estadounidenses que seducidos por el horror terminan saliéndose del redil e instalan en medio de la selva su propio reino de las tinieblas, implacable, solitario, animado por una moral propia, suya, negra, oscura como su vocación y las huellas malditas de su propia estirpe originaria.
     El corazón de las tinieblas está aquí presente a nuestro lado y transcurre repitiéndose como el común denominador del succeder humano. Inatajable, prolífico, rojo, negro, blanco, toma los carices camaleónicos del tiempo moderno y se viste de presidentes, secretarios de estado, magantes, bandidos de jungla o asaltantes de caminos. Conrad, que vivió durante años inmerso en la soledad que lleva el marinero a cuestas, comprendió muy bien al género humano como para poder describirlo con el óleo de su pluma magistal.
    Conrad tuvo tiempo para meditar en medio de la inmensidad salitrosa del mar, en el camarote, en la soledad del mando, en la lucha contra tifones y huracanes sobre todos los motivos del lobo humano, como diría Rubén Darío en su poema Los motivos del lobo. Esa sabiduría colocada por encima de los intereses banales de una política efímera e ilusoria, podía vestirse de conservadurismo, pero atinaba a develar sombras y pulsiones íntimas de la humanidad.
    La lectura renovada de este pequeño libro, obra maestra de la novelística mundial, nos sirve para tomar distancia de los aconteceres contemporáneos y entender que la repetición de la tragedia es continua, siempre sedienta de triturar y devorar vidas en un vacío de sombras.
     Allí donde reina la muerte, reina el sopor de los tifones, la soledad  de los silencios del bosque, el misterioso ajetreo de las fuerzas naturales. El mundo es y será el corazón de una extraña tiniebla y es necesario por lo tanto aprender a distinguir las formas de su transcurso entre la tenebrosa oscuridad de la historia.
     Conrad escribió muchas obras maestras y su vida de viaje le sirvió para recolectar todo tipo de caracteres humanos, personajes, paisajes, tramas, situaciones, dramas, desenlaces, que plasmó como si fuera el aeda ciego de las batallas homéricas.
     Su prosa impecable, seca, desprovista de inútiles adornos, va directo al grano, al corazón, a la pulpa de la existencia y de la humanidad. Con su obra rompió fronteras y nos demostró que el horror causado por el hombre es el mismo en todos los confines donde atracaron sus barcos. El escritor dio muchas veces la vuelta al globo por el mar y de sus vivencias de marinero y capitán extrajo el más fascinante retrato del hombre y sus tragedias. Conrad debe ser nuestro autor de cabecera y su lectura permanente nos despierta siempre de la enajenación a la que conduce la antropolatría, la fe ciega en la superiedad del homo sapiens sapiens, que de sapiens tiene poco y mucho más de hiena.
       
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 * De la serie Textos nómadas.


domingo, 5 de junio de 2016

LA CRECIDA DEL SENA

Foto Eugenia Varela
Por Eduardo García Aguilar
Este viernes por la tarde, caminando largas horas por las orillas del río Sena en crecida impresionante de más de seis metros, casi a punto de desbordarse e inundar parte de la ciudad, presencié una de las tardes más originales y extrañas que haya vivido recorriendo sus meandros entre la niebla, la humedad y la brisa fría de junio. A lo lejos, la Torre Eiffel estaba cubierta de bruma y los haces de luz que despedía desde el crepúsculo adquirían un tono de irrealidad, como si el monumento fuera un truco de efectos especiales.
En la estación Austerlitz, donde se miden los vaivenes del Sena desde hace siglos, comparándolos con su más grande crecida de 1910, cuando ascendió en más de ocho metros e inundó la capital, la visión era impresionante y respetable: un río sereno que cruza con fuerza llevando troncos y zurcado por el vuelo extrañado de gaviotas, garzas y patos, mientras los vecinos toman fotos con sus celulares y las familias se acercan asombradas con sus menores a observar un fenómeno que no ocurría desde hacía tres décadas.
En tiempos normales la rutina hace que salvo los turistas, la gente de la ciudad ignore al río cuando pasa por el metro elevado o en auto o camina apresurada hacia distintos rumbos, pero en esta fecha excepcional los transeúntes locales, residentes o nativos, salen de su letargo y ensimismamiento, para proyectar algo de luz en su mirada de introspección permanente. La magnitud de la crecida los incita a desviarse y a acercarse a las orillas inundadas o a permanecer allí impactados por el acontecimiento, viendo como las vías están sumergidas o percibiendo solo el copo de los arboles del jardín Tino Rossi.
Al lado de la Estación de Austerlitz está el centenario Jardín de Plantas, uno de los más bellos remansos verdes de la ciudad, donde se encuentra el más antiguo zoológico del país y el Museo de Historia Natural con sus gigantescos esqueletos de dinosaurios y todo tipo de animales y especies, así  como los enormes invernaderos donde se reproducen selvas y plantas exóticas. La cercanía y la inminencia de la inundación daba este viernes al lugar una nueva vida, ya que el río cruza simpre hundido y canalizado entre vías ferroviarias y automovilísticas o muros de piedra y cemento y ahora se le veía rebelde, como si deseara meterse a ese lugar que ha sido desde los tiempos de Bouffon y Lavoisier el centro de la investigación y el amor por la naturaleza.
Al frente los niños se acercan a un gimnasio sumergido totalmente, exploran las orillas de los jardines y las escaleras cubiertas y observan los barcos anclados que de repente han subido seis metros y se encuentran ahora separados e incomunicados y a punto de que estallen sus amarras tensas y decidan seguir el curso de las aguas como el Barco Ebrio de Arthur Rimbaud. Los policías ordenan a los curiosos que se alejen de las orillas y toman fotos de avisos y postes de luz hundidos entre el agua.  
Al lado del Jardín de Plantas está el Instituto del Mundo Arabe y más allá la Universidad de Jussieu, edificio enorme, pesado, horrendo y sucio del siglo XX, construido en puro cemento, donde se han impartido las disciplinas de la ciencia y se ha congregado la comunidad científica del país, pero que es incongruente con la casi etérea belleza arquitectónica de las orillas del río pobladas de edificios, casas y mansiones de millonarios que sobrevivieron a los siglos. El restaurante La tour d'Argent está iluminado y el obelisco del puente se ve semisumergido como en una película apocalíptica.
El agua del torrente pasa ahora con dificultad casi rozando los diversos puentes de la zona, cuyos arcos ahora diminutos impresionan y dan perspectiva a la excepcional crecida. Parejas de enamorados se detienen y se toman fotos para el recuerdo, fotógrafos profesionales y periodistas de televisión tratan de lograr el ángulo preciso y la muchedumbre crece cuando nos acercamos a la Catedral de Notre Dame y cruzamos hacia las dos islas centrales, la de San Luis y la de la Cité, donde los hombres han vivido desde hace milenios, antes de que llegaran los romanos y que hoy son los barrios más caros y secretos de la urbe.  
En una de esas mansiones palaciegas veo una placa donde dice que ahí vivió Charles Baudelaire en 1841 y 1842, lo que prueba que el poeta tenía buen gusto y adoraba residir en las orillas del Sena, porque otro de sus sitios de residencia era frente al Louvre, en la misma ribera donde murió Voltaire, el polémico autor de Cándido y otras mil obras. La Isla San Luis se ve hoy mejor que nunca entre la bruma y de ser un lugar irreal y glacial adquiere este viernes excepcional, con las luces de las habitaciones prendidas y las ventanas abiertas de par en par por sus residentes curiosos, un aire de humanidad de la que carece el resto del año. Los patos extrañados han poblado ahora la calle de la ribera, asombrados también por el fenómeno.
Los exclusivos y potentados habitantes de la Isla San Luis no salen de su asombro al ver tanta gente en las riberas deambulando y tomando fotos en uno de los ángulos magníficos de postal y de repente somos testigos de una fiesta elegante que se da en los salones de una residencia llena de cuadros antiguos y lampadarios vieneses, desde cuyas salas se ve la parte posterior de la Catedral Notre Dame, ahora magnificada por la creciente y que uno imagina rodeada por aguas o canoas ante el sonido de las campanas contadas por Victor Hugo en la novela donde los protagonistas son el Jorobado de París y su amada Esmeralda.  
Pero más adelante, donde las dos islas se miran y se cruzan en un amplio espacio acuático de corte veneciano, generando una de las visiones más hermosas y socorridas por las postales turísticas, con las misteriosas torretas agudas del Palacio de Justicia al fondo y otras cúpulas y torres circundantes, y además la Torre Eiffel semicuibierta de neblina y difundiendo sus haces de luz, la experiencia de la crecida llega a su culmen estético, con esas aguas que parecen poseerlo todo y donde se reflejan ya las luces amarillentas de los faroles antiguos.   
Estas aguas crecidas que he visto comenzarán a ceder el sábado poco a poco y la ciudad volverá a su rutina infalible, pero quienes caminamos toda esta tarde y esta noche de viernes fuimos partícipes de un momento único, epifanía excepcional que no se repetirá en mucho tiempo y estamos seguros de haber sido testigos de unas horas encantadas donde París amenazada fue más París y más poética que nunca entre la llovizna y la niebla. 
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* Publicado en Excélsior. Expresiones. México. 5 de junio de 2016.