lunes, 10 de agosto de 2015

LA GITANILLA DE LA CONTRAESCARPE

Por Eduardo García Aguilar
La Plaza de la Contraescarpe albergó hace siglos a los marginales, malvivientes y maleantes que se aglomeraban en la puerta sur de la ciudad, de donde salían los viajeros por las rutas conducentes al Mediterráneo e Italia.
En aquellos tiempos, no cualquiera tenía el salvoconducto para ingresar a la urbe de los reyes o pagar los tributos requeridos por comerciar o trabajar y que luego de ser rechazados por los alguaciles pululaban, junto a las murallas, entre el bullicio de los mercados, las exclamaciones de milagreros, saltimbanquis, gitanos, putas y ladrones alrededor de las tabernas frecuentadas por el poeta bandido François Villon.
Más abajo, en la Iglesia gótica de Saint Medard, los fieles asistían a las ceremonias y luego salían a deambular por la calle Mouffettard, plena de mercaderías, frutas, perniles de cerdo, carne de aves o pescados diversas, chorizos, patés y otros productos alimenticios.
La calle medieval que hoy está casi igual a la de aquellos tiempos, sube sinuosa hacia la colina de Santa Genoveva y las viejas casas retorcidas, inclinadas, permanecen ahí todavía firmes sobre los cimientos de piedra que sembraron los constructores hace mil años. Algunas fachadas conservan las insignias de los comercios o incluso los amplios frescos que las adonaban con imágenes bucólicas.
Subir y bajar por allí es siempre una delicia, una inmersión en el pasado. Aquí el bistró Le Papillon, de vinos exquisitos, allá las tradicionales queserías o los negocios de pescados y mariscos frescos recién traídos de las costas del norte. A lo que se agregan las ventas de artesanías y regalos o los restaurantes griegos, italianos, españoles, turcos, argentinos y franceses, librerías, tiendas de ropa, entre otros muchos negocios que casi siempre están llenos.
La iglesia de Saint Medard es una cápsula de tiempo: en cada una de sus capillas se observan grandes cuadros y esculturas originales de artistas de los siglos XVII y XVIII, intactas e iluminadas por la luz que cruza a través de los viejos vitrales. En cada una hay un confesionario original tallado en madera, que nos recuerda la costumbre católica que fue devastada tras la irrupción de siconoalistas, sicólogos, terapeutas y todo tipo de activistas de la sanación de los espíritus y las almas retorcidas de los humanos modernos. Las finas maderas de los confesionarios confieren a esas cajas donde se encerraba el cura a escuchar los pecados el estatuto de obras de arte, igual que el retorcido púlpito de lujosas maderas, tallado por artistas, lugar a donde los sacerdotes se subían a pronunciar sermones.
En las afueras de esta iglesia sectas protestantes o heréticas solían incitar a los creyentes a episodios de iluminaciones, milagrerías, hipnotismo e histeria masivos que inquietaron a Luis XIV hasta el punto de prohibir a Dios, por orden suya, “hacer milagros en ese lugar”. Hoy una placa nos recuerda que eso fue cierto, pero ahora, la iglesia casi siempre desolada, nos recuerda que vivimos otros tiempos y la luz que cruza de los vitrales destaca el aire polvoriento que respiraron siglos antes los dramaturgos Corneille y Racine, el violinista Marin Marais, quien fue bautizado aquí, y tantas otras figuras o parroquainos normales que durante vidas enteras frecuentaron esta esquina luminosa de París.
Hacia el crepúsculo sube uno hacia la Plaza Contraescarpe y está llena de gente como en los tiempos de Villon. Diríase que es la placita pequeña de algún barrio de pueblo de provincia. En la mitad el mismo árbol de siempre donde los músicos tocan y los saltimbanquis brincan. Las casas son antiguas y muestran el declive original y al interior de las habitaciones las viejas vigas aparentes de maderas tan resistentes como rocas o vigas de cemento. Ahora la gente, locales y turistas, degusta cervezas y vinos mientras transcurre el tiempo hacia la larga noche de la fiesta extendida hacia la madrugada en estos tiempos de paz.
Un pintor de costumbres podría inmortalizar esta escena. El árbol frondoso centenario, las piedras que sirven de adoquines en la calzada, los niños que juegan y comen paletas o conos italianos, los mendigos, el borrachín, la vieja loca que gesticula, los policías, los turistas perdidos, la juventud ajena con sus risas a las lejanas guerras de sus antepasados, los inmigrantes recién llegados, huyendo de los mundos que arden en el Medio Oriente, Asia y Africa, en el hemisferio sur, más allá del Mediterráneo.
Y como surgida de un cuento de Cervantes, una graciosa gitanilla de 13 años apenas, sus senos despuntando, alta, bella, de cabellera negra y piel canela como en los cuadros, sabotea con una sonrisa radiante y cínica durante dos horas seguidas el concierto de dos muchachos franceses de 20 años que interpretan canciones de los Beatles y otras estrellas del rock que no pasan de moda. Ella baila, brinca, ríe, irrumpe en el micrófono, se burla de los músicos furiosos y se gana la simpatía del público burgués.
Una vieja mujer borracha sale a bailar con ella y la fiesta se arma ya cuando se acerca la medianoche. Pero la estrella es la gitanilla de la calle, errante, la maestra precoz de la danza del vientre, una de las miles niñas que duermen con parientes o desconocidos en sucios colchones en las esquinas, bajo algún muro o alero protector.
Gitanilla proveniente de algún pais arruinado del este europeo, belleza silvestre, gamina nocturna, hiperactiva, loca, que ha sobrevivido a guerras y peligros sin fin y llega por fin a París para engrosar las filas de los inmigrantes ilegales, como reaparición medieval en el siglo XXI, sin miedo, irreverente, burlándose de los burgueses y los jóvenes músicos exasperados, a quienes termina por robar el show. Todos los espectadores desde sus cómodas mesas, la boca llena, celebran y aplauden con risas y lanzan monedas a la niña gitana, serenos, felices, la billetera plena, ajenos a los peligros del tiempo que algún día los borrará como polvo a la hora del huracán.
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* La Gitanilla. Descripción: Óleo sobre tabla. 58 x 52 cm. Museo del Louvre. París Autor: Frans Hals