lunes, 21 de diciembre de 2015

LOS ESCRITORES LATINOAMERICANOS DE PARÍS

Luisa Futoransky
Por Eduardo García Aguilar

Aunque los escritores latinoamericanos que viven hoy en París pasan casi inadvertidos en América Latina porque la ciudad ya no es considerada faro cultural del continente desde hace décadas, hay herederos de esa tradición que siguen activos, creando una obra que no por desconocida u oculta carece de fuerza e interés.

A lo largo de los últimos dos siglos ha habido oleadas de latinoamericanos que decidieron instalarse en la ciudad, ya sea de manera voluntaria o durante largas temporadas de exilio político. Los próceres de la era de la independencia venían al centro de las nuevas ideas de la Ilustración en medio de la efervescencia de la Revolución francesa que derrocó a los antiguos regímenes monárquicos vigentes durante más de un milenio.

En la actualidad, los latinoamericanos, pese han que han pasado de moda, presentan sus libros en la Casa de América Latina y realizan actividades permanentes mientras escriben sus obras: las argentinas Luisa Futoransky (ver foto) y Alicia Dujovne Ortiz, los peruanos Jorge Najar, Mario Wong, Alejandro Calderón (ver foto) y autores de Argentina, Uruguay, Colombia, Centroamérica y Chile, entre otros países, hacen parte de esa larga lista de escritores residentes en esta ciudad, de donde tal vez no se vayan nunca.

Alejandro Calderón 
Francisco Miranda vivió en estas tierras e incluso su nombre está inscrito en el Arco del Triunfo como héroe de la Revolución y tras él el joven Simón Bolívar residió en dos temporadas, en 1805 y 1806, cerca del parque de Palais Royal, en las calles Richelieu y Vivienne, entre las cuales está situada la vieja Biblioteca Nacional de Francia. La zona del Palacio Real, cerca del Louvre, era sitio de encuentro juvenil de bohemios, militares, revolucionarios, editores, escritores, libertinos, viciosos y cortesanas.

Rubén Darío
A lo largo de dos siglos, centenares de letrados latinoamericanos de todos los países recién independizados visitaron la ciudad y vivieron largas temporadas aquí gozando de la rica vida cultural y sería interminable hacer el catálogo de memorias, diarios y libros escritos por ellos e inspirados por esa gran experiencia de coincidir en los tiempos de Napoleón Bonaparte o en la décadas posteriores marcadas por el auge de los Románticos, encabezados por Victor Hugo y otros muchos poetas, músicos, dramaturgos, pintores y pensadores. 

En la actualidad uno puede deambular por los pasajes construidos en la primera mitad del siglo XIX, muchos de los cuales existen, como Panoramas, Jouffroy, Brady y tantos otros que permanecen intactos y bien restaurados para mostrar a quienes los visitan dos siglos después cómo esta ciudad era una verdadera caja de maravillas que sorprendía a todos en aquellos tiempos de riqueza y auge, cuando este país era sin duda una de las dos grandes potencias mundiales al lado de Inglaterra.

Los pasajes eran lugares cubiertos y laberínticos llenos de tiendas, cafés, librerías, oficinas, donde la joven burguesía se guarecía de la intemperie exterior y el mal estado de callejuelas, avenidas y bulevares empantanados, sucios por las deposiciones de los equinos que halaban las carrozas y por el incremento de pútridos desperdicios.

Adentro, elegantes románticos tomaban chocolate, café, té o bebían y comían mientras departían sobre lo divino y lo humano, en tiempos de gran auge del mundo editorial y de las ideas. Sobre ellos, el gran autor judío-alemán escribió múltiples ensayos donde con precisión describe aquellos ambientes y sus consecuencias para la cultura de la época.

César Vallejo
Leer diarios, correspondencias y memorias de viajeros de todos los rincones de América Latina nos acerca a esa realidad multitudinaria de la capital mundial de aquellos tiempos, la metrópoli cosmopolita inigualada que fue. Pienso por ejemplo en el diario del general Francisco de Paula Santander, que nos cuenta sus experiencias día a día. Y, como él, prácticamente no hubo jurista, intelectual, político o magnate de aquellas épocas que no hiciera la visita obligada a la Ciudad luz y contara su periplo con admirado lujo de detalles.

Miguel Angel Asturias
En la segunda mitad del siglo XIX, desde la generación de los parnasianos hasta los simbolistas, otros personajes escribieron a su vez sobre el auge de la capital bajo el reino del Segundo Imperio, como el franco-uruguayo Lautréamont, los hermanos Angel y Rufino J. Cuervo y el poeta modernista José Asunción Silva, oriundos de Colombia, y después toda la generación de modernistas latinoamericanos encabezados por el nicaragüense Rubén Darío (ver foto), el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, el colombiano José Maria Vargas Vila, el mexicano José Juan Tablada y el argentino Leopoldo Lugones, entre otros.

Para publicar y hacerse conocer, un latinoamericano tenía que venir a Francia, donde la editorial Garnier o la casa editora de Ch. Bouret editaban prácticamente todas las novedades del continente en español y luego las exportaban por barco a las jóvenes repúblicas hispanas de ultramar. Inclusive los autores españoles del momento también acudían a París a trabajar en las empresas de ese rico y fogoso panorama editorial que convirtió en fenomenales best-sellers a Vargas Vila y Gómez Carrillo.

En el siglo XX, después del episodio de los modernistas que adoraron París, las drogas y la absenta, otras dos generaciones se instalaron y reinaron aquí: los autores de los años de entreguerras y la generación latinoamericana del boom en los años 50 y 60.
Julio Cortázar
En la primera, toda una pléyade se instaló por décadas en tan cálido ambiente bohemio. Encabezados por Miguel Angel Asturias (ver foto), que fue el primer best seller latinoamericano traducido en francés con Leyendas de Guatemala, vivieron y escribieron aquí el poeta peruano César Vallejo (ver foto) y sus compatriotas César Moro, los hermanos García Calderón, el ecuatoriano Gangotena, el mexicano Alfonso Reyes, la venezolana Teresa de la Parra, la argentina Victoria Ocampo, entre otros que tejieron relaciones con los hipanófilos Valéry Larbaud y Roger Caillois.

Carlos Fuentes
La segunda generación, antes y después del boom, con Pablo Neruda, Alejo Carpentier, Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes (ver foto), Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa,  Elena Garro, Severo Sarduy, Julio Ramón Ribeyro, Marta Traba, Marvel Moreno, entre otros, ganó en esta capital un reconocimiento fenomenal inigualable, antes de que la literatura latinoamericana pasara de moda y perdiera protagonismo a fines del siglo XX y los tres primeros lustros del siglo XXI.

Pero pese a que ahora son preferidas otras literaturas asiáticas, nórdicas, anglosajonas, africanas y  mediorientales en detrimento de las nuestras, los escritores latinoamericanos, argentinos, peruanos, uruguayos, brasileños, chilenos, mexicanos y centroamericanos que vivimos aquí seguimos llevando la antorcha de esa relación amistosa y amorosa entre los nativos del continente americano y una ciudad que sigue cada vez más bella y activa, iluminada por la fuerza de un pasado cuyos rastros y fantasmas perviven entre calles y edificios centenarios conservados como joyas que se resisten a desaparecer.

domingo, 6 de diciembre de 2015

BOTERO EN LOS ELÍSEOS

Por Eduardo García Aguilar
No lejos del palacio presidencial del Elíseo y de las avenidas que van hasta el Arco del Triunfo y que ya están iluminadas para las fiestas de Navidad y año nuevo, Botero, gran parisino, convocó este 2 de diciembre a coleccionistas, magnates, críticos y amigos de vieja data a la galería Hopkins de la lujosa Avenida Matignon para inaugurar una “Selección de obras recientes”, que estará exhibida dos meses.
Una puerta blindada de metal color violeta se abre accionada desde el interior como si fuera una caja fuerte y adentro amables damas reciben los abrigos de viejos millonarios, admiradoras damas crepusculares, amigos y estetas o críticos que suben por las escalinatas y caminan por dos salones desde cuyos ventanales se ven las luces de las Tullerías o las cúpulas del Grand y el Petit Palais construidos para la gran Exposición Universal de 1889, ambientes todos ellos muy proustianos en este invierno de 2015.
De inmediato el observador ingresa a ese mundo del gran pintor colombiano nacido en Medellín en 1932, universo lleno de colores, frutas y voluminosos personajes familiares extraidos de su imaginario pueblerino, como en estos dos cuadros de 2013, "Danzarines", donde dos parejas bailan brincando sobre botellas regadas o "Los músicos y la cantante", donde una mujer vestida de rojo y amplia cabellera rubia canta acompañada  por un grupo de hombres modestos que tocan  batería, guitarra y flauta traversa en un escenario cálido de Antioquia.
Son unos cuantos cuadros grandes, impecables, con un fondo bucólico de remansos verdes, tejados y cúpulas de iglesias, obras maestras que nos recuerdan al Botero discípulo de Ingres y Piero della Francesca, habituado desde muy joven a los museos de Madrid e Italia y del mundo, en busca de una expresión personal que un día descubrió al dibujar en Nueva York el orificio central de una mandolina que de inmediato adquirió nuevas dimensiones y lo cambió todo.
Donde quiera que se le vea, en una galería de Nueva York, en el museo Maillol o en su taller, Botero está ahí presente con gafas de aro de carey oscuro, casaca negra, o traje impecable de telas italianas y su figura semeja la del matador que una vez quiso ser de adolescente, listo para la faena, con la mirada lúcida, alerta, de quien viene de regreso de todas las batallas contra la modernidad y el pop en medio del cual emergió llevando la contraria en ese Nueva York de los años 60 dominado por Warhol donde dominaba el arte pop, el expresionista abstracto o el geométrico, tan lejanos a su mundo de origen, la Antioquia colombiana donde la gente se desplazaba y todavía se desplaza a caballo por colinas y montañas exuberantes llenas de pájaros, lianas, follajes y frutas maravillosas.
Más adelante, el espectador que apura el champán y deglute los pasabocas se topa con "Mujer en el Sofá", de 2013, hembra inmensa y desnuda de cabello negro que reposa alargada, serena, onírica, mientras guarda el banano a mitad mordido entre sus manos. O se encuentra con "Pareja en el prado", de 2012, ella vestida de azul de metileno y él fumando con camisa violeta y corbata roja mirando hacia el cielo. Ambos hacen la siesta en una colina desde donde se ven los tejados y las cúpulas de un pueblo que bien puede ser un villorio de su tierra natal, Santa Rosa de Osos o Sonsón, o uno de su querida Toscana, Pietrasanta, situados en viejas ex colonias de la España de Carlos V y Felipe II, en los tiempos del reino de Nápoles.
Y frente a frente, dos cuadros de 2013 donde por separado se ve a un hombre y a una mujer haciendo el pic-nic en un universo límpido de absoluta poesía, cuyo fondo contrasta con el aparente caos colorido de sandías, naranjas, bananos, vasos, cubiertos y restos que deja paulatinamente el solitario convite. 
Todos esos personajes están poseídos por una extraña tristeza existencial, igual a ese "Matador" de 2014, o la pareja de "El balcón" sobre fondo bucólico, de 2013, o "La plaza", también del mismo año, que nos lleva a esa infancia lejana de Colombia, porque gran parte de su obra al óleo es extraída de ese magma sepia de los mundos idos de la infancia, la violencia, la soledad y el dolor de su país de origen, que en este mundo reciente de su pintura se percibe en la mirada árida de los seres humanos presentados y el silencio espectral de sus ambientes de pesadilla por fuera del tiempo y la realidad estrictos.
También en esta ocasión se exponen unas cuantas esculturas escogidas para la ocasión: un "Pájaro" en mármol blanco, de 2014, una "Mujer desnuda en el lecho" en bronce, de 2006, una "Mujer a caballo" en bronce, de 2008 y más al fondo, para recordar el inicio de la aventura de sus volúmenes, un dibujo, "Guitarra en la silla", de 2006.
Botero está en el salón del fondo, en la oficina central de la galería, situada más allá de otra sala donde domina una enorme escultura en bronce de Lobo y en una pared, un pequeño cuadro de Max Ernst. Unas cuantas personas esperan para acercarse a saludar a la leyenda y pedirle les firme el catálogo de pasta dura envuelta en tela de un color amarillo intenso como el que aparece en algunos de sus cuadros. Bellas mujeres jóvenes le piden firmar el catálogo para su madre o la abuela y le dan un papel con el apellido exacto para que no se equivoque. A veces es la abuela misma la que se le acerca con lentitud y le expresa su admiración y casi le besa el anillo como si fuera el papa. 
Otros amigos lo abrazan o los impertinentes tratan de acaparar los preciosos segundos otorgados. Su esposa, la escultora griega Sofia Vari, atiende a los amigos en la otra sala y está pendiente cuando baja por un momento las escaleras.  Botero acaba de llegar de China, donde inauguró una exposición retrospectiva con motivo de los 35 años de las relaciones diplomáticas entre Colombia y la potencia oriental y en enero inaugurará otra muestra en la gran capital económica de ese país, Shanghái. 
Botero está ahí en el sofá y firma con paciencia a las decenas de asistentes. Es Botero y a estas alturas, con sus 83 años bien vividos, Botero es Botero: medio siglo de fama y éxitos permanentes. Cifras estratosféricas por algunas de sus obras lo atestiguan y lo posicionan como uno de los más cotizados del mundo. Como los grandes maestros de los últimos siglos, bebe el tiempo como Monet, Picasso, Maillol y Tamayo y su vocación es longeva. Cargando su gloria en vida, recorre en su periplo permanente Nueva York, México, Mónaco, Roma, Londres, Medellín, Bogotá, Tokio, Pekín, Berlín, Buenos Aires, Rio de Janeiro. Pero ahora está fugazmente en París como si las luces intermitentes de los Campos Elíseos fueran instaladas solo para él.    
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 * Publicado en Expresiones. Excélsior. México D.F. 6 de diciembre de 2015.

jueves, 3 de diciembre de 2015

LUZ MARINA ZULUAGA Y EL UNIVERSO

Eduardo García Aguilar's photo.


Por Eduardo García Aguilar
El primer recuerdo que tengo de la existencia de la sociedad multitudinaria y de la colectividad como tal es cuando, a punto de cumplir yo cuatro años, llegó el 16 de agosto de 1958 a Manizales la nueva Miss Universo Luz Marina Zuluaga (1932-2015).
Desde la ventana de la casa en esa esquina del Parque Caldas vi con mi familia pasar por la carrera 23 el cortejo precedido por policías motorizados, carabineros a caballo y flanqueado por una larga fila de uniformados, en medio del griterio y los aplausos conmovedores de la muchedumbre agolpada en las aceras.
La ciudadanía estaba orgullosa por partida doble: como nacionales del país galardonado mundialmente en Miss Universo y como provincia, al ser la reina oriunda de la ciudad. Aquella apoteosis quedó marcada para siempre con lujo de detalles: la atmósfera eléctrica de la ciudad, la solemnidad excepcional de la celebración en ese parque entrañable de la infancia, todo ello con la conciencia primigenia de pertenecer a una patria y a un terruño.
Y como en toda apoteosis celebratoria, lo más importante fue el carácter pacífico y popular del acontecimiento, que dio al pueblo instantes de convivencia y euforia, lejos de la violencia reinante, con las atrocidades que oíamos contar a los adultos. Diríase que esa noticia popular regocijante para el país significaba un receso en la letanía de La Violencia que tuvo su punto catastrófico 10 años antes, con el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán. O sea que a tres semanas de cumplir mis cuatro años, ese hecho significó mi bautizo como ciudadano.
Años después, cerca de los nueve, la noticia de la muerte de John F. Kennedy y el posterior asesinato de Lee Harvey Oswald por Jack Rubi me comunicó con la realidad mundial y el hecho de ser súbdito de un imperio. La noticia me llegó en uno de los patios de la casa de la carrera 19 con 25 y me acuerdo haber marcado con tiza la fecha y estado al tanto de la noticia por la radio. Después vendría la terrible foto del padre guerrillero Camilo Torres, masacrado por las fuerzas del orden y en esa misma casa comentar el hecho con mi padre Alvaro. En ese entonces, el gobierno colombiano celebraba esa muerte con felicidad y decía que la guerrilla se había exterminado para siempre. Un año después sería el turno del Che Guevara, convertido ahora en un mito general junto a Santa Claus.
Sin embargo, al lado de la Miss Universo Luz Marina y J. F. Kennedy, tal vez el recuerdo más impresionante y de rango cósmico es el de la observación familiar, en esa misma casa de la 19, de la llegada del hombre a la luna, en un enorme televisor empotrado en un mueble, de donde salían las imágenes en blanco y negro de la flotación sobre el satélite de Neil Amstrong antes de posar la bandera estadounidense sobre el suelo lunar.
Allí, a los 15 años, descubrí la pertenencia al universo y a una humanidad capaz de abandonar terruño, patria y mundo para ir al encuentro del cosmos. O sea que entre la irrupción de Miss Universo en mi ciudad y la salida del hombre hacia el Universo, sólo había transcurrido una década de recuerdos, que entonces parecían una eternidad y ahora son sólo un pedazo de vida impregnado por fortuna en la memoria antes de que llegue el Alzheimer.
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* Con motivo del fallecimiento este miércoles de Luz Marina Zuluaga.