lunes, 17 de agosto de 2015

EL BAR DE LAS ILUSIONES POSIBLES

Por Eduardo García Aguilar

El bar Chez Georges, fundado en 1952, es una cápsula de tiempo detenida en los años del existencialismo y las doradas décadas 60 y 70 de la contracultura. El inconfundible portalón rojo se abre este día de agosto cuando se supone que está cerrado por vacaciones hasta el 1 de septiembre y aparece allí la figura del nieto del inolvidable viejo Georges, un joven de 50 años de barba, rozagante, amable y generoso que guarda, como en los tiempos bíblicos, el gesto de la hospitalidad.

Ya está acostumbrado desde niño a ver llegar al bar de su finado abuelo hombres y mujeres de todas las generaciones que van y vienen a veces desde el otro lado del mundo para recuperar por instantes, al calor de los vinos de marca Chez Georges, el tiempo perdido de su juventud, las horas felices del amor vivido entre el bullicio estudiantil y bohemio que ha poblado estos estrechos muros desde hace ya más de seis décadas. En las largas noches de invierno, comparten de igual a igual los viejos veteranos ya encanecidos y arrugados y los jóvenes que cada año llegan a engrosar las filas de las famosas academias del barrio latino.

El nieto acaba de despedirse de su amigo el hijo de Catherine Deneuve y Roger Vadim y de pie en sus botas de cuero mexicanas cuenta esa memoria de visitantes que aparecen de repente y lloran o ríen de felicidad al constatar que nada ha cambiado, que Chez Gorge tiene las mismas mesitas de vieja madera, los mismos largos butacones de color ocre adosados a los muros, la serie de pequeñas fotografías colgadas en las paredes donde se ve a jóvenes cantantes que dieron conciertos en la cava medieval cuyas piedras milenarias exhudan aires de existencialismo y jazz, o emiten la voz de esa diva espigada que fue y es Juliette Grecco, amada por Sartre, Beauvoir y Boris Vian y por toda la contracultura de esos tiempos de rebeldía después de la guerra.

De jovencita, su madre Nicolette, hija del viejo Georges, ahora de 80 años, trabajaba en las noches en el famoso bar latino La Escala de la rue Monsieur Le Prince, donde cuenta la leyenda que García Márquez y el artista plástico Jesús Soto cantaban y tocaban guitarra y maracas por unas monedas o tal vez por pura diversión. Además nos sorprende con la noticia de que la abuela tiene 100 años y todavía está ahí, transcurriendo, campante, por los lustros iniciales del siglo XXI.

Porque los miembros de la familia ampliada del viejo George viven cerca unos a otros en casas o apartamentos situados en esta manzana histórica que delimitan las calles Cannettes, Mabillon, Guisarde y Christine, lo que ha posibilitado la sobrevivencia del sitio, cuando muchos otros lugares cercanos han desaparecido para dar paso a tiendas de lujo, restaurantes de diversas gastronomías, joyerías, perfumerías y sedes de negocios de alta costura o artesanías.

Las calles adoquinadas conducen a la Plaza de San Sulpicio, donde suenan las campanas de la catedral y bullen las aguas de una soberbia fuente dieciochesca custodiada por leones de piedra. En un muro de una de las esquinas de la plaza está escrito en la roca el poema El barco Ebrio de Rimbaud como guiño al hecho de que al otro lado, en la esquina de la calle Cannettes, se reunía el adolescente Rimbaud con Verlaine y amigos artistas inmortalizados por el pintor Courbet, en largas francachelas poéticas y gastronómicas. Eran los tiempos en que el bardo adolescente era amante de su protector Verlaine y se escapaba de su casa en Charleville para venir a París a recitar poemas y a buscar el triunfo, antes de que se retirara del mundo y desapareciera como presidiario evadido bajo los soles de la lejana Abisina, en las profundidas del Africa bañada por el Océano Índico y por países con nombres dulces como Yemen o Sudán.

El nieto de Georges evoca a todos los exiliados que han sido felices en este lugar y lamenta la desparición de las dos librerías hispanoamericanas del barrio. Cuando yo era estudiante en el segundo lustro de los 70, llegaban al lugar refugiados españoles prófugos de la dictadura de Franco, hombres de izquierda clandestina, comunistas, anarquistas, socialistas que contaban sus historias. Y tras ellos nuevos exiliados latinoamericanos que huían de las atroces dictaduras, chilenos, uruguayos, argentinos, que encontraban escucha en el inolvidable barman argentino Jorge, quien trabajó ahí por más de tres décadas y terminó siendo parte de la familia ampliada de Chez Georges.

Y a ellos se agregaba la visita cotidiana de los estudiantes que permanecíamos ahí hasta las dos de la madrugada y a veces debíamos esperar afuera porque ya no cabía una aguja. Georges era paternal y nos prohibía regresar al sitio por quince días o un mes, pues consideraba que la bohemia podía desviarnos del objetivo académico. Su decisión era inapelabale. Adiós entonces al vino y a los deliciosos sánduiches que preparaba la hija del patrón y eran tan grandes y abundantes, que con uno solo quedábamos saciados.

Todo esto viene a cuento ahora que llegamos al sitio a filmar para Canal Capital de Bogotá con Zeher, Anabella, Angélica y Floresmiro, dirigidos a distancia por Lisandro Duque, apartes de un documental que le sigue los pasos a García Márquez en sus tiempos de vacas flacas y vacas gordas parisinos, mexicanos, colombianos y barceloneses.

Esta cápsula de tiempo nos muestra como pudo haber sido la vida de ese muchacho flaco, costeño y genial en los tiempos del invierno, el mismo que tres décadas después era invitado por François Mitterrand a su posesión y al año siguiente obtenía el Premio Nobel. Y el nieto de George cuenta de nuevo emocionado que su madre conoció bien a ese muchacho y a otros bohemios latinoamericanos en el bar la Escala cuando ella tenía solo 20 años.

Y mientras brindamos el vino de la casa, el anfitrión nos recuerda que ahí venía en las tardes el gran cineasta chileno Raoul Ruiz, en alguna de cuyas películas actuó el hijo de Catherine Deneuve, que media hora antes se despidió de su amigo y vecino el nieto de Georges el fundador, cuya foto cuelga en la pared de un bar que ojalá nunca desaparezca, porque con ello se difuminaría la voz de seis décadas de generaciones llenas de amor, amistad, sueños e ilusiones perdidas y ganadas.

* En la foto el nieto de Georges, Floresmiro, Zeher, y adelante Eduardo, Angélica y Anabella.
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* Ver otro texto mío sobre Chez George en este blog:
http://egarciaguilar.blogspot.fr/2012/03/el-bar-chez-georges.html

lunes, 10 de agosto de 2015

LA GITANILLA DE LA CONTRAESCARPE

Por Eduardo García Aguilar
La Plaza de la Contraescarpe albergó hace siglos a los marginales, malvivientes y maleantes que se aglomeraban en la puerta sur de la ciudad, de donde salían los viajeros por las rutas conducentes al Mediterráneo e Italia.
En aquellos tiempos, no cualquiera tenía el salvoconducto para ingresar a la urbe de los reyes o pagar los tributos requeridos por comerciar o trabajar y que luego de ser rechazados por los alguaciles pululaban, junto a las murallas, entre el bullicio de los mercados, las exclamaciones de milagreros, saltimbanquis, gitanos, putas y ladrones alrededor de las tabernas frecuentadas por el poeta bandido François Villon.
Más abajo, en la Iglesia gótica de Saint Medard, los fieles asistían a las ceremonias y luego salían a deambular por la calle Mouffettard, plena de mercaderías, frutas, perniles de cerdo, carne de aves o pescados diversas, chorizos, patés y otros productos alimenticios.
La calle medieval que hoy está casi igual a la de aquellos tiempos, sube sinuosa hacia la colina de Santa Genoveva y las viejas casas retorcidas, inclinadas, permanecen ahí todavía firmes sobre los cimientos de piedra que sembraron los constructores hace mil años. Algunas fachadas conservan las insignias de los comercios o incluso los amplios frescos que las adonaban con imágenes bucólicas.
Subir y bajar por allí es siempre una delicia, una inmersión en el pasado. Aquí el bistró Le Papillon, de vinos exquisitos, allá las tradicionales queserías o los negocios de pescados y mariscos frescos recién traídos de las costas del norte. A lo que se agregan las ventas de artesanías y regalos o los restaurantes griegos, italianos, españoles, turcos, argentinos y franceses, librerías, tiendas de ropa, entre otros muchos negocios que casi siempre están llenos.
La iglesia de Saint Medard es una cápsula de tiempo: en cada una de sus capillas se observan grandes cuadros y esculturas originales de artistas de los siglos XVII y XVIII, intactas e iluminadas por la luz que cruza a través de los viejos vitrales. En cada una hay un confesionario original tallado en madera, que nos recuerda la costumbre católica que fue devastada tras la irrupción de siconoalistas, sicólogos, terapeutas y todo tipo de activistas de la sanación de los espíritus y las almas retorcidas de los humanos modernos. Las finas maderas de los confesionarios confieren a esas cajas donde se encerraba el cura a escuchar los pecados el estatuto de obras de arte, igual que el retorcido púlpito de lujosas maderas, tallado por artistas, lugar a donde los sacerdotes se subían a pronunciar sermones.
En las afueras de esta iglesia sectas protestantes o heréticas solían incitar a los creyentes a episodios de iluminaciones, milagrerías, hipnotismo e histeria masivos que inquietaron a Luis XIV hasta el punto de prohibir a Dios, por orden suya, “hacer milagros en ese lugar”. Hoy una placa nos recuerda que eso fue cierto, pero ahora, la iglesia casi siempre desolada, nos recuerda que vivimos otros tiempos y la luz que cruza de los vitrales destaca el aire polvoriento que respiraron siglos antes los dramaturgos Corneille y Racine, el violinista Marin Marais, quien fue bautizado aquí, y tantas otras figuras o parroquainos normales que durante vidas enteras frecuentaron esta esquina luminosa de París.
Hacia el crepúsculo sube uno hacia la Plaza Contraescarpe y está llena de gente como en los tiempos de Villon. Diríase que es la placita pequeña de algún barrio de pueblo de provincia. En la mitad el mismo árbol de siempre donde los músicos tocan y los saltimbanquis brincan. Las casas son antiguas y muestran el declive original y al interior de las habitaciones las viejas vigas aparentes de maderas tan resistentes como rocas o vigas de cemento. Ahora la gente, locales y turistas, degusta cervezas y vinos mientras transcurre el tiempo hacia la larga noche de la fiesta extendida hacia la madrugada en estos tiempos de paz.
Un pintor de costumbres podría inmortalizar esta escena. El árbol frondoso centenario, las piedras que sirven de adoquines en la calzada, los niños que juegan y comen paletas o conos italianos, los mendigos, el borrachín, la vieja loca que gesticula, los policías, los turistas perdidos, la juventud ajena con sus risas a las lejanas guerras de sus antepasados, los inmigrantes recién llegados, huyendo de los mundos que arden en el Medio Oriente, Asia y Africa, en el hemisferio sur, más allá del Mediterráneo.
Y como surgida de un cuento de Cervantes, una graciosa gitanilla de 13 años apenas, sus senos despuntando, alta, bella, de cabellera negra y piel canela como en los cuadros, sabotea con una sonrisa radiante y cínica durante dos horas seguidas el concierto de dos muchachos franceses de 20 años que interpretan canciones de los Beatles y otras estrellas del rock que no pasan de moda. Ella baila, brinca, ríe, irrumpe en el micrófono, se burla de los músicos furiosos y se gana la simpatía del público burgués.
Una vieja mujer borracha sale a bailar con ella y la fiesta se arma ya cuando se acerca la medianoche. Pero la estrella es la gitanilla de la calle, errante, la maestra precoz de la danza del vientre, una de las miles niñas que duermen con parientes o desconocidos en sucios colchones en las esquinas, bajo algún muro o alero protector.
Gitanilla proveniente de algún pais arruinado del este europeo, belleza silvestre, gamina nocturna, hiperactiva, loca, que ha sobrevivido a guerras y peligros sin fin y llega por fin a París para engrosar las filas de los inmigrantes ilegales, como reaparición medieval en el siglo XXI, sin miedo, irreverente, burlándose de los burgueses y los jóvenes músicos exasperados, a quienes termina por robar el show. Todos los espectadores desde sus cómodas mesas, la boca llena, celebran y aplauden con risas y lanzan monedas a la niña gitana, serenos, felices, la billetera plena, ajenos a los peligros del tiempo que algún día los borrará como polvo a la hora del huracán.
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* La Gitanilla. Descripción: Óleo sobre tabla. 58 x 52 cm. Museo del Louvre. París Autor: Frans Hals