sábado, 26 de julio de 2014

EL BARRIO DE LA GOTA DE ORO



Por Eduardo García Aguilar
Este viernes, bajo la canícula, he pasado la tarde como lo hago con frecuencia en el barrio de la Gota de Oro, en el norte de París, donde se encuentra el más intrincado laberito de calles africanas y árabes, llenas de mercados, restaurantes típicos, barberías baratas y tiendas de pelucas femeninas, de ropa africana o productos alimenticios populares como plátanos verdes y maduros directamente llegados desde Colombia, o bananos, yuca, especias, chiles, pimientos y frutas exóticas de todos los orígenes, así como gusanos, crisálidas de mariposas que se venden como las hormigas culonas de manera clandestina junto a tamales y todo tipo de exotismos prohibidos.
Al salir de los metros Barbès o Chateau Rouge nos internamos por las calles Poulet, Myrrah, Suez, Panamá, entre otras, y pasamos en minutos directamente a Africa y más al fondo, por los lados del metro La Chapelle, al norte de Africa, a una calle de Argel, Túnez o Casablanca, entre el galimatías de las lenguas y dialectos locales.
En la parte africana se percibe el griterío de los vendedores clandestinos, en especial mujeres ataviadas con prendas de colores intensos que cargan a sus niños a la espalda. Los hombres africanos visten sus batas bubús de colores chillones estampados con figuras geométricas extravagantes. Son pequeños comerciantes que juegan al gato y al ratón con los policías que suelen hacer redadas, pero que se protegen porque cuentan con informadores circundantes que les informan de la llegada de la autoridad.
De un momento a otro colocan sus mercaderías prohibidas en bolsas y huyen por las calles o los callejones o puertas secretas entre risas, siempre con la alegría sabia y resignada del rebusque de los pobres y los clandestinos, un rebusque que reina en todo el planeta donde más de 5.000 millones humanos viven en la proverbial miseria. La policía pasa y ya no encuentra nada, corretea a los menos ágiles y luego desparece. En segundos el mercado se rehace en las callejuelas y la fiesta popular retorna bajo el sol de este verano.
En la parte árabe es aún más clandestino el asunto. En una calle escondida que hace encrucijada con otras para poder huir a tiempo, bajo los arcos del puente de un viejo metro metálico aéreo, centenares de argelinos comercian de todo: celulares robados, ropa, zapatos, comida, juguetes, y todo lo habido y por haber como en las viejas medinas de Fés o Casablanca.
Enormes cantidades de dulces árabes, exquisitos, bañados en miel, salidos de un cuento de las Mil y una noches, son expuestos por todas partes y en esta ocasión son atacados por miles de abejas que sobrevuelan sobre las delicias sin que se inmuten los comerciantes. Al principio pensé que eran moscardones negros, pero no, se trata de las abejas de un gran panal cercano que bajo más de 30 grados centígrados husmean entre tanta pastelería, dulcería y golosinas fabricadas para este tiempo del ramadán musulmán, que termina en estos últimos días de julio.
Los hombres llevan barbas de imames o religiosos, chilabas largas y frescas de algodón y hablan en su lengua en un murmullo que se escucha desde lejos. Las mujeres visten sus burkas, y otras variantes de los mantos con que cubren sus cabezas o todo su cuerpo, a veces con faldones totalmente negros que no se sabe como soportan en estos tiempos de insoportable y delicioso calor veraniego. Pero aquí hay en los rostros un gesto más angustioso, más severo, más duro que del lado de los gozones africanos.
Es larga la historia del sufrimiento del pueblo argelino, que fue colonizado por Francia durante siglos y que después una atroz guerra donde los franceses cometieron toda clase de crímenes contra ese pueblo, obtuvieron la independencia en 1962, como lo cuenta esa inolvidable película clásica ya, La batalla de Argel.
Así como los turcos son la población despreciada en Alemania, o los mexicanos y latinos los humillados de Estados Unidos, los argelinos son un infrapueblo para una importante parte de población francesa conservadora y de extrema derecha que los mira con odio y usa todo tipo de epítetos para calificarlos e incluso quisiera expulsarlos en masa.
No solo se independizaron, sino que practican otra religión y viven otras costumbres y usos. Debido a que fueron de Francia alguna vez, son muchos los que viven en este país, millones tal vez, y por lo regular en guetos cerrados. Como tienen menos oportunidades y es una población marginal en la pobreza y el semianalfabetismo, no les queda otro camino que este precario rebusque que hormiguea con angustia en estas calles ante mis ojos.
Entre las calles y los mercados hay muchos sitios notables. Por ejemplo, los restaurantes senegaleses donde se come por poco y a bajo precio la deliciosa culinaria de ese pueblo maravilloso. De Senegal salían los barcos negreros llenos de esclavos rumbo América y otras partes. He decidido almorzar en un restaurante senegalés de la calle Panamá, llamado Donde Mamá, pequeño y viejo lugar de diez mesas donde nostálgicos de ese país pasan la tarde después de comer, tomando grandes botellas de cerveza o refrescos y hablando entre amigos. Por diez euros he pedido un delicioso pescado tilapia bañado en una salsa original y acompañado con plátanos maduros fritos y arroz, una verdadadera delicia para resistir este largo paseo por decenas y decenas de calles exóticas, alguna vez descritas por el novelista español Juan Goytisolo en Paisajes después de la batalla.
No lejos de ahí he ingresado a un divertido café donde se reúnen los franceses y extranjeros curiosos de todos los orígenes que aman estos rumbos. Porque el barrio de la Gota de Oro es una zona que atrae a los amantes de la vida, a los viajeros que no miran y juzgan a los seres humanos por su origen o color de piel, sino por su corazón y su nobleza de espíritu.
Aquí se siente uno en otro mundo, lejos de la ciudad glamorosa y esnob que da la espalda a este abigarrado sitio informal y secreto, prohibido, ilegal, subterráneo, que las autoridades tratan de controlar con tacto, pues aquí por estos lugares se han presentado los violentos disturbios de estas últimas dos semanas surgidos durante las manifestaciones pro-palestinas y anti-israelíes y son una verdadera olla de presión a punto de estallar.

sábado, 19 de julio de 2014

AMARULA CON NADINE GORDIMER

Por Eduardo García Aguilar
La Premio Nobel de Literatura sudafricana Nadine Gordimer (1923-2014) acaba de morir a los 90 años y ahora entra a compartir la leyenda con su compatriota Nelson Mandela, Premio Nobel de la Paz, al lado del cual luchó contra el apartheid a lo largo del siglo XX.
Baja de estura, menuda, ágil, con una penetrante mirada de inteligencia y férreo carácter forjado en sus luchas contra la injusticia y el racismo, Gordimer comenzó muy  temprano su carrera como narradora y deja 15 novelas y centenares de cuentos, así  como muchos ensayos sobre diversos temas.
En 2003, cuando cumplía en México sus 80 años, Gordimer reflejaba en su rostro y cabellera el paso de los años, aunque en sus movimientos y su mirada se percibía un decidido aire juvenil, como si nada la detuviera
y la fatiga fuera una palabra desconocida para ella. Nada de lo que sucediese a su lado en la selva urbana le era indiferente y durante las jornadas del 69º Congreso del Pen Internacional, celebrado del 21 al 28  de noviembre de ese año en la metrópoli mexicana, y uno de los más notables de todos los tiempos, se veía a Gordimer a la vez atenta y esquiva a sus  admiradores o curiosos, alerta siempre, como si tuviera varias antenas imaginarias de inteligencia ancestral.
Cruzaba rauda los amplios vestíbulos del hotel seguida por su séquito, se tomaba fotos con miembros de alguna de las 83 delegaciones, ataviada con un saco negro bordado con flores rojas, desaparecía al interior de un salón y luego surgía como por encanto en otro, con su mirada nerviosa, alerta, o al menos así la vi siempre en las dos reuniones en que coincidí con ella en México, primero en el  Congreso mundial y la otra en la Feria del libro de Guadalajara en 2006, donde se llevó a cabo una reunión regional de la misma organización literaria a la que pertencía.
Vestía también de manera informal, con esa elegancia casual de los viajeros en los safaris o los corresponsales extranjeros que van de país en país y de guerra en guerra sin tener mucho tiempo para acicalarse. Si pudiera resumir su actitud, diría que era una guerrera, amazona feminista de la primera hora, una de esas mujeres que están en todos los frentes, iluminadas por su ideario y convencidas de su inmenso talento, fama y gloria en vida y de la necesidad de su  compromiso con su pueblo.
Podía ser seca y tajante con entrevistadores o impertinentes admiradores o curiosos, como calurosa e informal cuando se presentaban las felices ocasiones lejos de los reflectores, cosa que no tardaría en ocurrirme por fortuna.
Varias veces me había cruzado con ella en los ascensores del altísimo y lujoso hotel en la avenida Reforma frente al monumento a Colón, donde nos encontrábamos hospedados todos los asistentes del 69º congreso internacional del PEN, entre ellos delegados y figuras momo Michel Ondaatje y Mario Vargas Llosa. Bajar desde el piso 18 con ella hasta el lobby era intimidante, y salvo un corto saludo de inclinación de cabeza, prefería que los segundos pasaran en silencio durante ese extraño paseo casual con la diva literaria.
Pero llegó la ocasión de compartir con ella la mesa y la conversación hacia el fin de semana, en una cena en casa del embajador de Sudáfrica en la ciudad de México en ese entonces, a la que asistieron apenas unos 15 convivios, entre ellos el presidente en esos años del Pen Internacional, Homero Aridjis, y la presidenta del PEN México y organizadora del Congreso, Maria Elena Ruiz.
El embajador, también informal y de manga corta, se encargaba él mismo de las tareas que en otros casos los diplomáticos delegan a hombres de librea y corbatín. E iba de la mesa a la cocina atento a lo que se sirviera como si estuviera en su finca sudafricana, lo que mostraba una vez más la sencillez proverbial de estos sudafricanos que vivieron años de guerra, peligro y turbulencias,  una sencillez de la que no escapó nunca el gran Nelson Madela, guerrillero  y subversivo que pasó décadas en la cárcel por luchar contra el Apartheid, pero que una vez en el poder perdonó al enemigo y pidió siempre a sus seguidores ejercer el perdón.
La cena transcurrió deliciosa e informal entre vinos y al pasar de la mesa a la sala nos ofrecieron una crema de licor, llamada Amarula, de color blancuzco, que se toma con hielos y me encantó. A mi lado estaba  Gordimer y ante mi pregunta sobre los orígenes de ese exótico bebedizo de su país, me explicó con todos los detalles que era sacado de la fruta de un árbol sudafricano que los elefantes comían en sus francachelas para emborracharse y volverse casi locos. Se trata del árbol Marula (Sclerocarya birrea), también llamado árbol del elefante.
No puedo olvidar su sonrisa, la amabilidad, la claridad con la que me explicó los méritos del elíxir en la suave penumbra de la sala donde el destino nos reunió aquella noche. Como ella volvía a pedir que le llenaran el vaso y expresaba en sus brillantes ojos que no solo había tomado Amarula, yo repetí varias veces la dosis, autorizado por  ella, descubriendo los efectos maravillosos de que aquel licor que hace embriagar a los enormes paquidermos.
Desde entonces, cuando encuentro el licor Amarula en alguna tienda de productos exóticos, no pierdo la oportunidad de comprar una botella para beberla lentamente en recuerdo de la feliz clase etílica que  recibí de la gran escritora, Premio Nobel 1991, durante una primera velada inolvidable con ella al calor de la literatura.

sábado, 12 de julio de 2014

LA MAESTRÍA ABSOLUTA DE MARCEL PROUST

Por Eduardo García Aguilar
El 10 de julio, día de su nacimiento en 1871, es otra de las fechas que celebran cada año los lectores de Marcel Proust, autor al parecer insuperable que todos los narradores deberían leer y releer para sentirse humildes y saber que la tarea de escribir es una quimera, como todas, imposible.
En una librería de viejo frente al jardín de Luxemburgo, en el bulevar Saint Michel, encontré los dos volúmenes de la primera edición en francés de la biografía de Pinter y después de adquirirla, el encargado me dijo que, respecto a Marcel Proust  (1871-1922), todos los libros de él o sobre él que se exponen allí o se guardan en las estanterías se venden tarde o temprano como si fueran chocolates, panecillos o croissants.
Un siglo después de publicado el primer volumen de En busca del tiempo perdido, la actualidad de Proust sigue intacta y como por arte de magia parece aun más viva que entonces, pues surgen nuevas biografías, estudios, reediciones, comentarios, iconografías y ensayos que no agotan nunca el acercamiento a ese monumento literario, verdadera comedia humana de la Belle Epoque, cuando un mundo terminaba y otro emergía entre el fuego de la terrible Primera Guerra Mundial, tras lo cual todo sería distinto para siempre.
Proust es para muchos un Balzac del fin del siglo y su obra, decandente y esteticista, esnob, se convirtió en la más contundente demolición de las aristocracias y las burguesías decimonónicas que dominaban entonces con sus códigos de clase y de casta.
El enfermizo narrador, un "pequeño burgués" arribista como lo denominaba el Baron de Charlus, crece en varios ambientes, el pueblo de los abuelos cercano a Chartres, los balnearios de la costa normanda y los barrios adinerados de París, donde conviven la aristocracia aun remanente del Antiguo Régimen, la nueva aristocracia napoleónica y la poderosa burguesía extranjera o local que se mezcla con la nobleza para presumir de títulos nobiliarios, algunos de ellos ficticios o comprados.
Proust se convirtió en su juventud en periodista mundano de Le Figaro que recorría todos los salones regentados por damas de alcurnia, donde alternaban jóvenes artistas arribistas de talento con lo más granado de la alta sociedad exquisita, amante de las artes y el pensamiento, que accedía a conversar con ellos para alegrar sus vidas vacías e inútiles.
Entre esos invitados figuraban filósofos, historiadores, pintores, poetas, novelistas, cantantes, músicos, actrices y actores que conformaban un mundillo de chismografías, amores contrariados, historias libertinas, secretos incontables y desgracias y triunfos sin fin. Se veían en los salones de París, pero también se encontraban en los burdeles de lujo homosexuales y heterosexuales que pululaban en la ciudad, o en los balnearios cercanos donde transcurría el ocio de todos en los tiempos de verano.
Todo ese mundo es descrito de manera magistral por Proust, quien teje un entramado de historias y un intrincando entrevere de personajes de múltiples estratos, desde príncipes, duques, marqueses y barones a domésticos y rufianes de bajo y alto pelo. Con una inteligencia psicológica sinigual capaz de desvelar todos los sentimientos y traiciones humanas y una pluma dotada gracias a la cual la realidad y la irrealidad, lo objetivo y lo subjetivo emergían por medio de palabras y frases largas flexibles y cinceladas, Proust retrató su época infame y  triunfó ante el descreimiento de sus contemporáneos.
Así como Propercio en Roma hizo eterna a la infiel Cyntia que lo despreció, Proust pasó a la gloria y todos esos pelagatos falsos que observó en los salones pasaron con él a la historia por medio de la más exquisita venganza de asmático.
En busca del tiempo perdido es un tratado sociológico, una reflexión histórica sobre los acontecimientos del momento como el caso Dreyfus o la guerra, un compendio de medicina y de naciente psicoanálisis, al mismo tiempo que una disertación sobre las diversas expresiones del arte.
Pero en especial un tratado de amor y erotismo, pasión y celos, un estudio profundo de lo que antes se llamó el alma humana. Ese frágil hombre que murió a los 50 años y fue atendido en su última década por su fiel ama de llaves Celeste Albaret, se irguió de su modesto papel de mundano escribidor de crónicas sociales intonsas hacia la gloria literaria, puliendo como un loco cada una de sus frases, pero antes que todo analizando como entomólogo lo que vio a lo largo de una vida  acosada por la enfermedad, el amor y el deseo.
Podría uno llevarse a la isla desierta En busca del tiempo perdido y ser feliz, pues hay de todo allí: una soberbia poesía y una prosa que como pocas supo devorar el mundo circundante para convertirlo en la seda magistral de la palabra.
Nada se le escapó a su ironía y lucidez: el homo sapiens quedó desnudo allí en su grandeza y mezquindad, en su frágil aliento y su maldad infinita. Por eso cada 10 de julio deberíamos releerlo para saber que la literatura es un grito solitario  ante el precipicio para nada y para nadie, el testimonio de lo que nunca fuimos ni seremos.

viernes, 11 de julio de 2014

LOS ALPES Y LAS CUMBRES ANDINAS

Por Eduardo García Aguilar
Logré escaparme del fútbol y las tontas noticias sobre políticos nacionales e internacionales que han invadido hasta la asfixia los medios en las semanas recientes, subiendo a los Alpes austriacos y alemanes, cerca de Salzburgo, en Berchtesgaden, donde cualquier persona nacida en Manizales como yo, junto a los volcanes, o en las regiones cercanas, se siente en su verdadera salsa ecológica.
Cuando uno está en cualquier cumbre de los Alpes o en los lagos, montes, vertientes, precipicios, riachuelos y ríos circundantes, siente con toda claridad la hermandad que tienen las cumbres volcánicas o tectónicas en todo el planeta y los hombres que han nacido y crecido allí o que las han adoptado después de fatigarse en las planicies monótonas.
El primer signo de familiaridad viene del sonido de las aguas que corren entre rocas, piedras y troncos desde sus lugares de nacimiento y que es variada y sorprendente en cada instante, según las pruebas que el líquido deba franquear para acariciar con su intangible presencia el paisaje. A veces el riachuelo se vuelve un salto con cascada, otras un estrecho recodo o remanso que propicia lagunas reducidas de agua transparente donde se mueven los renacuajos sobre una superficie de multicolor cascajo cambiante.
Esa música del agua es esencial al hombre y cura cualquiera de los males generados por los ajetreos de las urbes infames, cubiertas por el polumo de la contaminación y en cuyos vientres reina el ruido caótico de los vehículos, el estrés agitado de sus angustiados habitantes y el exagerado dominio de la publicidad comercial y política abusiva. Esa interminable sucesión de noticias visuales y acústicas efímeras, nos alejan de la verdadera autenticidad de la vida, conectada a un treno eterno de transformación de las materias.
Todo viene del agua y desde las cumbres nevadas o de las fuentes que surgen del vientre de la tierra, el elemento horada, abre, cambia la superficie, otorgándole todas las formas posibles a lo que encuentra a su paso.
En los Alpes, que fue un viejo océano emergido de los cataclismos tectónicos, el agua abunda en las épocas del deshielo, dando a montes y cumbres el verde vital donde crecen las criaturas reales y míticas que alimentan el arte. Un verde que es vida absoluta y se manifiesta en las fechas felices de la primavera y el verano en la vegetación tupida de los bosques llenos de historias y misterios, brujas, enanos, sabios, ogros, bellas durmientes, sirenas, aparecidos.
Al desprenderse desde las alturas, el agua abre la roca, sacando a relucir su variada realidad geológica y en los caudales viajan todas las piedras posibles, de distintos orígenes, muchas de ellas ricas en rastros de la vida fosilizada de hace cientos o miles de millones de décadas. En reducidas piedras salta la presencia de antiguos protozoarios, peces, corales o el brillo de distintos minerales coloridos que deben su sorpresiva identidad a ignotos componentes mezclados y petrificados a través del tiempo: zafir, ónix, ágata, cuarzo, malaquita.
Primero el agua, la piedra y la roca y la sinfonía orquestal de sus sonidos terrestres y después la familiar piel que cubre los montes, hecha de musgos y líquenes, pasto, helechos y todo tipo de plantas sobre las que crecen altos pinos y araucarias, altivos e improbables en su vida sobre los precipicios. Y allí, en ese intricado universo, hierve todo tipo de insectos, lombrices, microbios y animales vertebrados que llenan de sonidos cumbres, precipicios, valles y colinas.
A lo lejos las grandes cumbres con sus figuras cubiertas de nieve, los mares de piedra cubiertos de hielo y los senderos múltiples por donde viajan los amantes del monte y el ejercicio de caminar por sus laberintos, como lo hacían todos los poetas románticos que como Hölderlin, Novalis, Von Kleist, los hermanos Grimm y Goethe escribieron sobre ello.
En las alturas de los Andes ecuatoriales se encuentran los mismos espacios, vegetaciones y criaturas o piedras, por lo que no es raro que tantos viajeros alemanes como el barón Alejandro de Humboldt o botanistas como el gaditano sabio Mutis tuvieran la felicidad de reencontrarlos y explorarlos al otro lado del planeta, más allá del Atlántico, entre cumbres rocosas cortadas casi con un cuchillo universal, junto a lagos enormes y precipicios infinitos llenos de animales y presencias imaginarios.
Ese universo es muy parecido para todos los habitantes de cumbres y cordilleras en los puntos cardinales del mundo y por eso alpinos y andinos pertenecemos a la misma estirpe, la de los nacidos y criados como las águilas en las alturas terrestres, desde donde todo se escruta junto a las nubes y los precipicios.
Las fincas donde pastan las vacas y las ovejas, el olor de los excrementos, el aroma de los grandes árboles y las plantas que dan al viento sabores y especificidades olfativas personales, todo eso los une desde los tiempos prehistóricos hasta hoy. Y desde abajo, sobre la piel vegetal de la tierra, los alpinos y andinos gozamos juntos de nubes, bruma y lluvia que alternan con momentos soleados.
Y lo mejor de todo, en las noches despejadas, cerca de la luz fugaz de las luciérnagas, el andino y el alpino, o los sabios Humboldt y Caldas reunidos, gozan del privilegio de ver nítidas las estrellas y la Vía Láctea, o sea a las otras luciérnagas del cosmos, que al hacernos viajar hacia el inicio de todo, nos colocan a su vez con los pies y el corazón en la tierra, un planeta que algún día todos abonaremos con nuestros pobres y maravillosos elementos surgidos de ese mismo espectáculo sinfónico de la naturaleza.