sábado, 31 de mayo de 2014

DISNEYLANDIA EN VENECIA

Por Eduardo García Aguilar
Venecia sigue siendo la bella joya milenaria que nos recuerda el esplendor de un imperio comercial donde se originó el mundo moderno dominado por el capital mundial y la velocidad de la información y en cada uno de sus recovecos, laberintos, esquinas, puentes, pasajes, canales, se esconde el grito perdido de millones de fantasmas que vibraron desesperados tras el oro y la riqueza como objetivos últimos de la existencia.
En pleno siglo XXI, la ciudad de Giacomo Casanova y de La Muerte en Venecia de Thomas Mann se ha convertido en una agitada Disneylandia dominada por el ruido de las embarcaciones de motor que desplazaron a las góndolas y hacen vibrar los muros de los palacios en una incesante correría de histeria y agresividad por los canales sucios, donde solo importan el tintineo de la caja registradora y los flashes de los teléfonos portátiles.
Fue la primera urbe moderna desmesurada y si hoy impresiona recorrerla, si hoy nos golpea el alma y la mirada en medio de la romería humana, ya podrá uno imaginarse lo que sentía hace casi mil años el visitante casual, el diplomático, el marino, el militar o el inmigrante que llegaba a ese lugar en busca de trabajo y oportunidades.
Aquellos hombres de todos los orígenes esperaban en las antesalas del poder en el palacio de los Duques, junto a la plaza de San Marcos y la excéntrica Catedral construida con los mármoles, los caballos de bronce y las columnatas raptadas de países lejanos saqueados por su armada invencible, y mientras llegaba el ceremonioso funcionario enfundado en sus capas santinadas, tenían tiempo de sentirse aplastados y enmudecer ante los oros y las luces de los frescos, la diamantina luz de muros y portalones, la insaciable fuerza retorcida de muebles y estanterías, el lujo pertinaz de tapices orientales y vasijas y lámparas lagrimeantes de cristal de Murano.
París es un gran escenario reciente de pastelería decimonónica donde queda muy poco de la realidad medieval o renacentista. Allí lo más antiguo viene de los siglos XVII y XVIII y la mayor parte del siglo XIX, cuando el baron Haussman la arrasó para construir algo nuevo y uniforme surcado por avenidas y bulevares. Pero París, otra Disneylandia para turistas, es poco comparado con las huellas reales del esplendor veneciano, humedecido por las aguas y musgos que roen sus entrañas y cimientos.
Otras ciudades europeas comerciales postmediavales como Estrasburgo y Brujas sí conservan las viejas casas de vigas aparentes y los rincones que nos recuerdan los tiempos magníficos en que el pensamiento, el arte, la ciencia, la nueva filosofía de la era Gütemberg se iban fraguando en monasterios y gabinetes personales de sabios que desenterraban las ruinas del antiguo mundo grecorromano. Pero a su vez son pequeñas y escasas ante la grandeza de la ciudad de los canales.
Venecia lleva al máximo esplendor el testimonio de una Ciudad-Estado todopoderosa que enviaba sus naves a todos los puntos cardinales y recibía en sus muellles las mercaderías más lejanas para distribuirlas luego en el mundo occidental conocido. En sus astilleros se construían las naves más ágiles, complejas y veloces y se organizaban las más increíbles misiones comerciales financiadas por los ricos oligarcas que pululaban allí como hormigas atrayendo pintores, escritores, músicos, saltimbanquis, arlequines, aventureros, médicos, brujos, cortesanas, asesinos, marineros, militares, cardenales, espías e impostores.
En los lujosos gabinetes de los palacios, frente a las aguas del Gran Canal, se fundaron y se activaron los bancos y las aseguradoras más sólidas y longevas del momento, lo que garantizaba la seguridad de las misiones y la reproducción permanente del capital, ese fluido de riquezas registradas en papeles negociados en bolsas y cuya dinámica llega en nuestro tiempo a su máxima perfección y perversidad virtual.
Para que todo eso funcionara tenía que haber una escalofriante organización de gran relojería, donde los poderes eran expresión de fuerzas en pugna neutralizadas mutuamente.
Algunos duques fueron destituidos ipso facto o decapatidos, acusados de traición, y los centenares que se sucedieron a través de los siglos sabían que eran solo la punta de un iceberg donde su voz era la de una oligarquía colectiva, estratificada en diversas instancias de control, poseedora cada una de servicios de espionaje. Venecia fue la gran urbe de los espías y los policías: allí se perfeccionaron los métodos de control informativo que hoy dominan el mundo, convertido ya en una Venecia multipolar, una hidra de centros financieros que tiene decenas de cabezas poderosas en todos los continentes, cada cual más cruel y y devoradora que la otra.
Es probable que su esplendor arquitectónico, el despliegue obsceno de sus riquezas obnubilase a quien la viera por primera vez entre los siglos XIII y XVII, cuando comenzó su decandencia, pues su grandeza entonces era mucho más desmesurada de lo que pudo ser la de Nueva York en el siglo XX para los emigrantes que recalaban frente a la Estatua de la libertad, huyendo de la pobreza o las guerras.
Nueva York sería poco frente a esos palacios cubiertos de oro en filigrana y frescos y cuadros pintados por
los más grandes artistas plásticos del momento, Carpaccio, los Bellini, Bassano, Conigliano, Tiziano, Tintoretto, Veronese, Tiépolo o Canaletto, que siguen siendo hoy, medio milenio después, faros inevitables del arte de todos los tiempos.
Al lado de ese esplendor de élite también se escucha el grito de los muertos de la peste que llegó con las ratas en las naves provenientes desde Bizancio, capital del oriente cristiano tomada y perdida por los venecianos. Una peste implacable que devastó la ciudad y se extendió por toda Europa matando a millones y millones de seres humanos asfixiados por una neumonía universal y por las negras llagas pútridas.
De esa peste, de esa igualdad por la muerte, se desprende la frivolidad de los carnavales, donde los enmascarados rondan sin identidad alguna, salvo por la variedad retorcida de sus identidades secretas cubiertas de cínicas muecas de pesadilla. Ya en la decadencia de ese mundo surgió el gran Casanova, el hijo oscuro de la ciudad que nos relata sus aventuras en su relato de una vida picaresca iniciada desde abajo, en la ilegitimidad de nacer junto a los escenarios del vientre de una comediante callejera.
De todo ese murmullo milenario solo quedan los espectros en medio de una Disneylandia del siglo XXI para millones de turistas, muchos de ellos oligofrénicos; queda solo la velocidad de los barcos motorizados que desplazaron a las góndolas; las tiendas de lujo, los sitios de comida rápida, la música industrial para fugaces turistas japoneses o chinos y el griterío infinito de quienes cruzan en un abrir y cerrar de ojos este inmenso parque recreativo que se hunde bajo la velocidad del oro, el agua, el líquen y la nada.
Pero aun así, entre el asco de las callejuelas atestadas de gente como sardinas, el visitante lúcido que llega a ella temblando entiende que entre las ruinas escondidas sangra la historia y la noche de una humanidad que sigue su camino quién sabe hacia donde.
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*Publicado en Excélsior. Expresiones. México D. F. Domingo 1 de junio 2014.

martes, 27 de mayo de 2014

MEXICO 19 DE SEPTIEMBRE: UNA VARIEDAD DE LA MUERTE

El escritor colombiano Eduardo García Aguilar (1953, Manizales) vivió entre nosotros más de 15 años.  En esta crónica sui generis, García Aguilar mezcla magistralmente el mundo interior de la creación con el terror y el pasmo causados por el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Todo el mundo tiene su historia de “El Temblor”, pero ésta es muy especial. En primer lugar porque se aprecia el amor con que “ojos extranjeros” pueden aprehender a México, y también porque fue escrita el mismo día de aquella primera sacudida del jueves. Además, apareció casi enseguida en el periódico Unomásuno, que estableció un precedente para la crónica moderna en México, gracias –sobre todo– a Huberto Batis. La novela más reciente de Eduardo García Aguilar se titula Tequila coxis, y gran parte se desarrolla en esta “Casa de las Brujas”, en el Centro Histórico y también en la colonia Santa María la Ribera. (Sandro Cohen)

                                                    
HACE MUCHOS AÑOS, cuando era niño y sólo veía películas mexicanas en los cines de una sísmica ciudad de los Andes, Manizales, me forjé una imagen de la Ciudad de México ligada a los edificios de la colonia Roma. Hace cinco años, cuando llegué a esta ciudad para vivir en ella, caminaba con mucha frecuencia por esas calles que, frente a la arrolladora modernización de la urbe, pervivían como recodos de un pasado de glorias y fracasos, de poesía y de muerte, de monumentalidad y de misterio. Solía sentarme en una de las bancas de la Plaza de Río de Janeiro a contemplar el castillo de ladrillo rojo, situado frente al antiguo Colegio de México, en la calle de Durango, en la intersección con Orizaba. Muchas veces, frente a la fuente del David de Miguel Ángel soñé con vivir en ese Castillo de Brujas, hecho de chocolate y cartón. Muchos amigos me consideraban loco: ése sería, según ellos, el primer edificio en derrumbarse durante un temblor fatídico.
Pasaron cuatro años y el azar y la amistad me condujeron a habitar uno de esos apartamentos, el que da a la esquina, y a donde el sol de los atardeceres llegaba silbante. Desde sus ventanas vi extrañas granizadas, aguaceros de sueño, ventarrones, tolvaneras, niños jugando con sus madres sobre el césped como salidos de una película legendaria, mil enamorados besándose y tocándose detrás de las bancas o junto a los árboles, el griterío de los estudiantes y de los boy scouts, el paso cotidiano de las niñas vestidas con uniforme azules y cofias rojas. Oí también el sonido de los camoteros, el ulular nocturno de una sirena, el diálogo de una pareja que se escapaba de la lluvia, la voz de los amigos.
El México de esas calles era el país soñado desde la infancia y no lo cambiaba por otra zona, pues en la Roma podía sentirme a comienzos de siglo: esta época me parece sin grandeza. Frente a los viejas edificaciones de ladrillo rojo y gris, pero adornadas con el encanto de una nostalgia parisiense, la colonia Roma me fue poseyendo: tomando café en la legendaria Bella Italia, comprando cotidianamente el periódico en la esquina de una iglesia, visitado los bazares, los anticuarios, los mercados sobre ruedas, o las extrañas tiendas escondidas al interior de una construcción que parecía un pastel de fantasía.
En poco tiempo me había vuelto un hijo de la colonia Roma. La de hoy y la de ayer que ya no existe, pero que yo percibía en mi interior y que soñaba despierto. Por eso las calles de Vasconcelos, de Novo, de Fuentes o Pacheco, me fueron aun más familiares que las lejanas de Bogotá o Manizales, ciudades de los Andes. Allí, viviendo lo que parecía el lustro más trágico de la historia mexicana, soportando los embates de una crisis terrible, no sabía que desde el fondo de la tierra hundiéndose entre las cavernas subterráneas, el viento oculto de guerreros temibles se preparaba a silbar la tramontana de la noche.
El 18 de septiembre escribí hasta muy tarde. Sentí algo extraño, un desosiego, un temor que plasmé allí hablando de abismos ocultos en donde un guerrero había caído. Sentí el viento nefasto de las concavidades geológicas, el líquido, el magma asesino de las rocas, la profunda oscuridad de los desiertos subterráneos cubiertos de musgo y de estalactitas y sobre la página blanca, misteriosamente, hablé de aves negras sin ojos que revoloteaban en el aire humedecido de la noche eterna. Sentía algo adentro, como un pulpo violeta. Fuerzas extrañas llegaban a mí y me anunciaban algo. Las aves negras tocaron mi corazón aquella noche.
Siete horas después me despertó el terrible terremoto. Tomé en brazos a mi hija de un año y salí hasta la sala. Los tres nos colocamos debajo de la arcada. Nos mecíamos. De repente sentí que el edificio se hundía, y que se iba para atrás, arrastrándome hacia las concavidades subterráneas. Luego vi una grieta formarse como la raya del diablo y oí el espantoso crujido de la tierra, el atronador sonido de vidrios y paredes vivas, el chillido de los trasformadores acompañados de las chispas de Luzbel. En ese momento, frente a mi mujer y con la hija entre los brazos, creí que todo había terminado. Traté de abrir la puerta: estaba atrancada entre los muros. Imposible abrirla. Al frente la calle lejana, imposible. Moríamos. Todo parecía gris. Afuera alcanzo a recordar el silencio de la muerte. Todo se detiene. Logramos escapar por la puerta de la cocina y somos los primeros en salir a esa Plaza Río de Janeiro.
El texto que escribí siete horas antes, el hombre que caía a los abismos subterráneos se refugiaba en esta plaza frente al David de Miguel Ángel y solitario veía llegar el tropel de unos alazanes blancos que llevaban a un continente lejano situado junto a una cordillera. Tal vez nadie me lo crea. Las hojas están ahí y harán parte de una novela. La literatura también puede ser premonitoria. A través de ella la pesadilla se me había revelado. Los caballos blancos que se detienen a beber en la fuente de David fueron los que nos salvaron de la muerte a mí y a los amigos, a mí y a los míos. Los edificios modernos de los alrededores están caídos o cuarteados; el Castillo de las Brujas sigue ahí incólume, con grietas, sí, pero como milagroso y absurdo testimonio del pasado de México. Cómo él, otros dos edificios de ladrillo rojo, construidos en 1910 y 1912, están de pie. Los condominios de la técnica moderna se vinieron abajo.
Hoy he vuelto a la colonia Roma devastada. Ya es mi colonia Roma. No es sólo de Pacheco o de Fuentes o de los vampiros. Yo nací aquí en estas calles por donde deambulo. Obregón, Zacatecas, San Luis Potosí, Orizaba, Durango, Tabasco, Córdova, Puebla. Mis calles. Mi México. Percibo el olor de los cadáveres. He visto las banquetas cuarteadas, la soledad de los damnificados, me he vacunado contra el tétanos, aunque sé que no importa. He visto al Castillo solitario.
Una anciana inquilina no quiere abandonar el edificio. “En 1939, me dice, mi viejo y yo pasábamos por aquí y nos pareció hermoso este castillo. Había mozos prestos a tomar las maletas, ascensor, una fuente de peces dorados. Fue nuestro primer apartamento y vivo aquí desde entonces, desde hace 45 años; aquí nacieron mis hijos”. Va por agua.
Subo las escaleras. Ya no es lo mismo: las losas, las plantas, las paredes están tristes, los objetos no mienten. Entro y recorro el apartamento. Lo veo más gris que nunca. Voy al estudio que da a la esquina del parque, y saludo a los amigos desde la ventana. Ya nada es ni será lo mismo. Ese pequeño idilio con el parque ha desaparecido. Las enfermeras cruzan lentamente junto al David ileso. Algunos ancianos de bastón miran los otros edificios, como el de la curia, que amenaza con desplomarse. Hay carpas y colchones. Automóviles que ofrecen comida o refrescos. Salgo con dos maletas y esta máquina de escribir verde. Camino dos cuadras y tomo un taxi. Siento que todo ha cambiado. Ni esta colonia ni yo seremos iguales. Estamos definitivamente desterrados. El 19 de septiembre, los que nos salvamos de milagro en la colonia Roma, volvimos nacer. Lo que en cierta forma es una variedad de la muerte.

domingo, 25 de mayo de 2014

EL CÓMICO BEPPE GRILLO EN VERONA


Por Eduardo García Aguilar

El cómico euroescéptico Beppe Grillo no logró el esperado primer lugar en las elecciones europeas italianas del domingo 25 de mayo, pero quedó posicionado como el primer partido de oposición detrás del Partido Demócrata (PD) de centro-izquierda del joven Primer ministro Matteo Renzzi -que lo dobló en votos-, y muy por encima del de Berlusconi (derecha) y la Liga del Norte (extrema derecha). Reproduzco esta crónica sobre la curiosa manifestación de Grillo el domingo 18 de mayo en Verona, junto al coliseo romano de esa ciudad, en la Plaza Bra.


Muchas cosas se pueden decir de Verona, ciudad del amor donde murieron Romeo y Julieta y cuyas calles son inolvidables por la belleza de sus monumentos, vericuetos y rincones milenarios. Se puede hablar del Coliseo de tiempos del Imperio Romano o de la puerta de Claudio, joya intacta desde hace dos milenios, que nos maravilla al cruzarla bajo el sol de mayo, con el sabor del vino nocturno en la boca.
Se puede hablar de los palacios y torres construidas por notables familias del alto medievo, como los De Stella o las casas conservadas de aquellos tiempos del amor, cuando los Capuletti se enfrentaban a la familia rival y cuyos hijos se murieron de amor por un malentendido de tragedia. Se puede hablar de sus calles, de las ramas flotantes, de cercanas cumbres y lagos desde donde mana un aire puro lleno de aromas inconfundibles a naranjo y magnolio, a pino y lavanda.
Se puede hablar de los cantantes en las plazoletas y de la deliciosa culinaria que humea en las mesas de los restaurantes donde se preparan todas las variantes exquisitas de la pasta italiana. Se puede hablar del Valpoliccela o el Bandolino, vinos que desde siempre alegran el paladar y el cerebro de los habitantes y los visitantes de todo el mundo que acudimos a sus brazos para maravillarnos con el arte insuperable y su grandeza, que a veces desentona con la mediocridad gubernamental y el caos reinante desde hace tiempo.
Pero no, no vamos a hablar de todo eso, pues el azar hace que me encuentre ahora en la Plaza Bra llena de gente en espera de la llegada del gran fenómeno de la política de este país que parece una bota flotando en el mediterráneo y cuyas tierras están siempre cerca del mar o de las montañas, de la vid o de la nieve perpetua.
Beppe Grillo es ahora el hombre más famoso de Italia, y desde hace poco se ha convertido en la sorpresa nacional: un payaso inteligente que fue capaz de sacar de facto al otro gran payaso Berlusconi, el llamado Cavalieri, que tuvo presa mucho tiempo a Italia con sus artimañas, sus escándalos e irresponsabilidad neroniana.
Grillo habla ahora desde el poder electoral con todos los sepulcros blanqueados, corruptos, tramposos, delincuentes, mafiosos, de quienes se burla y a quienes fustiga con asombrosa inteligencia, como el representante de la gente honesta del pueblo, del hombre o la mujer comunes y corrientes que trabajan y luchan por sobrevivir en medio de la crisis sin mentir y sin robar a nadie.
"Se ve, se siente, Beppe Grillo está presente" parecen gritar quienes preparan el terreno para su llegada a la plaza central de Verona. Todo Italia lo sigue: los diarios, la televisión, la radio, la calle, los restaurantes, los bares, porque otra vez el payaso puede sorprender en las elecciones europeas de este 25 de mayo, cuando logre llevar decenas de diputados al Congreso Europeo que legisla en Estrasburgo. "No voten por un bufón", exclama el joven Primer ministro italiano Mateo Renzzi. Los payasos no pueden ir a representar a Italia en el Congreso europeo, agrega este brillante político recién entronizado, a quien Beppe Grillo quiere tumbar en las urnas.
El cómico genovés es el gran fenómeno electoral italiano y su fuerza ha cambiado el panorama, convirtiendo al suyo en el principal movimiento disidente y amenaza concreta para los partidos tradicionales en las elecciones locales y europeas, en las que arrastra millones de votantes alegres y seducidos por su inteligencia antisolemne.
Surgido del pueblo decepcionado de sus representantes, el Movimiento Cinco Estrellas logra llenar ampliamente las plazas de gente rebelde que goza con las inteligentes ocurrencias del humorista, el payaso, el bufón, el arlequín, inscrito en la tradición italiana, pues el propio Berlusconi y mucho tiempo antes Mussolini o Nerón escandalizaron o fueron populares gracias a su histrionismo.
Mientras en el resto de Europa la indiferencia es creciente en materia electoral, la Plaza Bra de Verona se encuentra ya repleta de gente entusiasta, que espera la llegada del héroe del one man show, un intermitente de la escena que hace apenas poco trabajaba como loco para subsistir y ahora es tan importante, que estremece y tiene a sus pies a los poderes y hasta el Papa.
Grillo es un sesentón alto, de melena canosa, ágil, versátil, elegante y bohemio y sexy como son los italianos. Va de un lado para el otro del escenario sorprendiendo a cada instante con una ocurrencia, pero ahora en Verona, la ciudad del amor donde murieron Romeo y Julieta, la bella y antigua ciudad romana, medieval y renacentista, irrumpe en el escenario ante los aplausos de personas de todas las edades, gente que no tiene nada que ver con la extrema derecha sino que en apariencia lo sigue para darle una tunda a un sistema estancado que sume en la crisis permanente a esta Italia extraordinaria, tierra alegre donde la hermosura y el buen gusto brota en cada esquina, natural, como en una permanente comedia veneciana.
Lo vimos en el escenario y todos disfrutamos de su humor durante dos horas, admirados por la pertinencia de sus sarcasmos a todos los sectores del sistema, y el talento oratorio que lo hace sabio y claro al hablar de los problemas nacionales: economía, ecología, mafia, corrupción, viejos, jóvenes, mujeres, agro, industria, política exterior.
Beppe Grillo es una fuerza inagotable de gracia. Ese Beppe, el payaso hermano al que acusan de populista o irresponsable, pero que es un hecho imparable.
Su discurso ha terminado y la Plaza Bra recobra su fiesta dominical junto al follaje ondeante, los artistas de la calle y las tabernas alegres donde corre el vino como el agua del Adige, río local que viene de Los Alpes y junto al cual se besaron hace mucho Romeo y Julieta.

sábado, 3 de mayo de 2014

EL CREPÚSCULO DE LOS LIBERTINOS

Por Eduardo García Aguilar
Hubo un tiempo en que el deseo, el cuerpo y la sexualidad desbordados de la humanidad se explayaban en las artes y las literaturas en boga de los tiempos idos: en las ilustraciones de las vasijas griegas donde todo tipo de acoplamientos eran permitidos, en los templos de Kajuraho, en los frescos priápicos de Pompeya, en las cerámicas prehispánicas y en las tumbas de los viajeros al más allá, pobladas de tótems fálicos o vaginales.
En las tumbas del Tlakamakan, donde se descubrieron momias espectaculares de indoeuropeos de hace más de 4.000 años, perfectamente conservadas, perdidas en los desiertos extremo-occidentales de la actual China, los cuerpos de las beldades y los varones que viajaban con ellas hacia la eternidad estaban rodeados de símbolos y objetos sexuales que los acompañaban para siempre, en una plegaria comprensible de fertilidad.
Muchas obras escritas en los más lejanos tiempos nos hablaban de esa fuerza ineluctable de la carne, como lo prueban los poemas de Safo o los escritos pornográficos de Petronio o Aretino y después, en los  tiempos de la Ilustración, las variadas obras de los libertinos dieciochescos encabezados por Restif de la Bretonne, el Marqués de Sade o Giacomo Casanova, que fueron censuradas o guardadas en secreto en los gabinetes ocultos de las bibliotecas, incluso la del Vaticano.
Un recorrido por los museos del mundo nos comunica la belleza indescriptible de los cuerpos humanos desnudos en el mármol, como ese hermafrodita dormido que yace en el Louvre, o el Herakles, o la Venus del Milo, o los apolos, hércules, dionisios, sátiros Marsyas que sorprenden, o en los templos interminables de Kajuraho y otras localidades de la India, donde el acto sexual se describía en todas las posturas por medio de una plástica en que cada una de las escenas circulares y en espiral, talladas en la piedra, eran distintas y variadas hasta el infinito de la concupiscencia milenaria.
Allí en ese bosque de amor y deseo, en esa selva de pasión devoradora, las figuras pornográficas de Kajuraho se entrelazan, se besan, se penetran, cabalgan entre ellas con la flexibilidad acuática de los cuerpos bien formados de hembras y varones, ataviados para el efecto con las mejores prendas coloridas, sus pieles cubiertas por aromáticos ungüentos en medio del olor del sándalo que arde bajo el magnífico sol de las tardes orientales.
En la escritura el amor y la carne han propiciado los textos más intensos, como los poemas de Propercio donde Cynthia la infiel e indiferente es grabada para siempre en la palabra furiosa del poeta despechado y milenios después en la Balada de la cárcel del Reading,  donde Oscar Wilde purgó prisión por el amor de un muchacho en medio de la puritana sociedad de su tiempo, o en los poemas y locuras de Verlaine, seducido por la belleza adolescente de Rimbaud, que lo enloquece tanto hasta el punto de lanzarle un disparo.
Y en las aventuras del Ramayana y el Mahabarata de la India o en el Antiguo Testamento de la Biblia misma, o en la tragedia griega encabezada por Edipo, todos los desbordes eróticos son permitidos y los dioses y los reyes y los viejos o los jóvenes se ven implicados en  historias de incestos e infidelidades, de traiciones y abandonos, como si fuesen telenovelas en  serie cuyo culmen fuese Romeo y Julieta de Shakespeare.
El motor de las obras plásticas o literarias de la humanidad ha sido siempre el deseo, el cuerpo, el coito, la insaciabilidad del ser, el enamoramiento que corroe cuerpos y almas hasta el último suspiro como en las obras de Santa Teresa o Sor Juana, Yasunari Kawabata o Yukio  Mishima, en los poemas del gran griego-alejandrino Cavafis, plenos de erotismo homosexual, o en las Memorias de Adriano de Margerite Yourcenar, donde la gran autora belga cuenta el amor de Adriano por un efebo al que quiso convertir en Dios.
Y esa, para mencionar solo a algunos franceses, es la energía que lleva a la perdición de Madame Bovary, enloquecida por los cuerpos de los amantes que la llevan al suicidio o la locura pasional de los  personajes de Stendhal, cuando no en las peripecias finiseculares de Barbey D'Aurevilly en Las Diabólicas o en la incesante copulación contemporánea de Pierre Guyotat, Catherine Millet, Christine Angot o Virginie Despentes.
Pero esas literaturas y artes libertinas o pornográficas han perdido  terreno en una sociedad puritana que cierra cada vez más las puertas a esas expresiones y controla con la autocensura toda posibilidad de ir al extremo, convirtiendo el erotismo en la caricatura soft porn de Los cincuenta matices de Gray de E. L. James o en una literatura de escándalo neurasténica, que  más pareciera asustar improbables monjas del siglo XIX, que abrir la fuente de la pasión.
Las literaturas y las artes libertinas asustan en el siglo XXI, por lo que la novela en boga parece ceñirse casi toda a unas reglas donde el cuerpo está contenido, encadenado a las leyes del desenlace y la trama asexuados para el consumo y las artes contenidas ante la posibilidad de  que los nuevos fanatismos, cristianos o islámicos, las impugnen por medio de  agresiones o manifestaciones, como ocurrió con las fotografías sacrílegas del estadouninense Serrano o la crítica y censura generalizadas ante las  Memorias de mis putas tristes, última obra del senecto Gabriel García Márquez. Por lo que la Biblia sería hoy más erótica que la trilogía de E. L. James, que se vende como best seller en todas las librerías de los aeropuertos y los supermercados del mundo.
* Publicado el domingo 4 de mayo de 2014 en Expresiones de Excélsior. México D. F.