martes, 28 de mayo de 2013

CAVILACIONES EXISTENCIALES EN EL SAINT MORITZ

Por Eduardo García Aguilar
Siempre que regreso a Bogotá celebro el ritual de visitar el Café Saint Moritz, situado en la callejuela entre las carreras séptima y octava que separa dos de las más viejas y bellas iglesias coloniales bogotanas, frente al parque Santander. Se entra allí por el zaguán de una casa antigua sobreviviente frente al viejo Gun Club, pintada de naranja con techos de teja y aleros añejos, hacia un interior que es una cápsula del tiempo de los años 30 y 40 bajo la mirada de Jorge Eliécer Gaitán, cuya foto amarillenta está pegada en la pared.
El sitio tiene mosaicos desleídos, una claraboya abierta a la lluvia y amplios espacios donde antes había billares y que ahora ocupan los clientes, gente modesta de la ciudad, cundinamarqueses, provincianos, loteros, comerciantes, estudiantes y personas que están de paso por ese centro donde aun se hacen trámites y se respira el aire de otros tiempos, los de una Colombia que poco a poco desaparece entre los ajetreos del siglo XXI.
Mi amigo Jaime Eduardo Jaramillo, con quien he ido esta vez al sitio, me confiesa que va allí desde los 18 años, cuando llegó a Bogotá a estudiar en la Universidad Nacional de Colombia y que desde entonces poco ha cambiado el sitio, donde suena todo el día la música popular latinoamericana de la primera mitad del siglo XX. A veces hay lapsos largos de tiempo en los que se escucha la vieja música ranchera mexicana de los clásicos Javier Solís y Miguel Aceves Mejía, otras las horas se detienen en los tangos de la era gardeliana o magaldiana o en las melodías para ebrios andinos y tristes de Olimpo Cárdenas y Oscar Agudelo. De repente suena la música cubana de antes de la Revolución, aquella de la que hablaba Guillermo Cabrera Infante en Tres tristes tigres.
Los clientes no se quitan los sombreros, lucen a veces bigotes negros teñidos a la mexicana, otros son viejos jubilados con la mirada perdida que reposan ahí en la tarde para luego dirigirse a buscar el transporte colectivo hacia los lejanos barrios de la enorme urbe donde los esperan largas noches lluviosas, a veces son parejas de amantes de mediana edad detenidas entre los ajetreos de la dura vida para tomarse la mano y reir con desenfado junto a mesas metálicas que permanecen ahí desde hace medio siglo.
No hay allí glamour alguno ni "doctores" perfumados y arribistas, o "gomelos" de mocasín y camisa Lacoste o Polo, ni mujeres elegantes de tacón y trajes ceñidos, o de look estilo Gina Parody, sino gente auténtica del pueblo, encargados de modestos negocios, desempleados, trabajadores precarios, vendedores callejeros, sindicalistas, dependientes de las librerías de viejo que proliferan en la octava y con frecuencia hombres golpeados con su largas cabelleras canas descuidadas o rostros de fatiga existencial en los que se lee la historia contemporánea de la patria.
En las paredes hay fotos grandes y pequeñas en blanco y negro de la vieja Bogotá de antes del 9 de abril, cuando aun por esos pagos, junto al Gun Club, entre las grandes iglesias y hoteles, vivía en casas y apartamentos art deco la gente acomodada de Bogotá, como la familia de Nicolás Gómez Dávila, cuya mansión alberga hoy la Librería Torre de Babel o el edificio de fachada arruinada donde perviven los soberbios espacios que utiliza la librería Merlín.
Hace ya más de 60 o 70 años la gente bien de Bogotá abandonó esa zona por sus residencias del norte, dejando que el tiempo se ensañara sobre todas las edificaciones de un centro marcado por la Avenida Jiménez, el Hotel Continental, las sedes de El Tiempo y El Espectador y el edificio donde estaba la vieja Librería Buchholz. Tiempos lejanos de modernidad de entreguerras que uno imagina bajo la impronta de Enrique Olaya Herrera, Eduardo Santos, Alfonso López Pumarejo y Alberto Lleras Camargo, antes del desastre del 9 de abril y el inicio de la Violencia que hoy todavía nos signa.
El visitante del Saint Moritz se asombra de que aun sobreviva el lugar para proceder a una inmersión en aquellos años y evocar las figuras que recorrían el centro de café en café para hablar de política y literatura como Jorge Zalamea, Luis Vidales, Alfonso Romero Aguirre, Ignacio Torres Giraldo, Gerardo Molina, entre los liberales de izquierda, o entre los conservadores o moderados los piedracelistas de Eduardo Carranza y Jorge Rojas, sin olvidar los renovadores de la generación de la revista Mito de Jorge Gaitán Durán.
Uno se imagina por ahí a Alvaro Mutis de veinte años agotando el tiempo entre los billares o la poesía o a un crepuscular Jose Antonio Osorio Lizarazo, autor de la magnífica trilogía bogotana donde están descritos esos tiempos burocráticos y tristes o a Eduardo Zalamea Borda y a los jóvenes Gabriel García Márquez y Manuel Zapata Olivella cargados de nostalgia costeña.
En el Saint Moritz uno puede palpar aun la primera mitad del siglo XX y sentir la respiración de una generación que por estas fechas estaría cumpliendo cien años y que como habitantes de una era humanista y polígrafa amaban los libros, la poesía, los diccionarios, el buen decir y la discusión sin insultos e imprecaciones. Ellos vivieron el auge del nazismo y el fascismo, siguieron la Segunda Guerra Mundial a través de diarios y emisoras radiales antes de la televisión y reflexionaron sobre el destino de un país joven equidistante entre la Patria Boba y la sorpresas que depara el siglo XXI.
Aquí al Saint Moritz vuelvo cada año hasta que algún día ya no lo encuentre más. Sus clientela pasará entonces a los terrenos de la ficción como ocurrió con aquellos cafés que se esfumaron para siempre con el fin del Imperio Austro Húngaro o los similares de la Belle Epoque antes de la devastadora Primer Guerra Mundial y de Los años locos de entreguerras.
Colombia a principios del siglo XXI, en este 2013, es otra, emergente, veloz, caldera ardiente de dinero, llena de turbinas en acción, adaptándose a otro contexto continental y mundial inédito, es una Colombia que parece dejar por fin el caótico siglo XX marcado por las distintas violencias y el lenguaje de la guerra fría y que mira tal vez por fin hacia el futuro como nunca, dispuesta a curar sus taras decimonónicas y a dejar atrás los fantasmas infernales que perviven en esta cápsula del tiempo del saint Moritz, lugar apto para todo tipo de cavilaciones de novela, porque a veces la novela es más real que la propia realidad.
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Publicado en La Patria. Colombia, 26 de mayo de 2013.

A PROPÓSITO DEL CAUCA

Por Eduardo García Aguilar

El río Cauca baña el Occidente de Colombia y está en todas partes a ese lado cordial del país, serpenteando entre las montañas por cañones bañados de sol y de niebla. Alguna vez lo descubrí en palabras en el poema de León de Greiff que dice " En el alto de Otramina, pasando ya para el Cauca, me encontré con Toño Vélez en qué semejante rasca". Es un río de poesía y prosa porque es además protagonista de varios grandes libros como la novelas La María de Jorge Isaacs y Risaralda, de Bernardo Arias Tujillo, entre otros.
Pero además, mucho antes, lo descubrí de niño en viajes con mis padres por las tierras del Occidente de Caldas o el valle del Cauca. Es un río muy generoso, porque a pesar de que se le atribuye un papel secundario de afluente frente la gran río Magdalena, no se inmuta y sigue siendo feliz, como si no le importara competir o entrar en pugilatos típicamente colombianos.
Cada país, cada mundo tiene sus ríos. El Ganges en la India, el Indus milenario donde las primeras civilizaciones amanecieron en lo que hoy es Pakistán, el Nilo egipcio, el Rhin alemán, el Sena, el Tajo, el Mississipí, el río de la Plata, el Danubio y muchísimos otros.
El Cauca ha existido siempre, rico y verdadero, manso e impetuoso, potente, lleno de troncos y de animales muertos, de pedazos de tierra y hojas inmensas, y en las montañas aledañas los indígenas quimbayas y otras muchos hijos de tribus o de etnias diferentes lo observaban desde lejos como una deidad y a veces desde la lejanía solían vestirse de oro para que el sol irradiara de sus torsos y se reflejara sobre la cinta plateada de ese río metálico y vegetal.
En Arauca, joven aún, cruza los espacios contados por Bernardo Arias Trujillo en Risaralda, su novela de tierra caliente, cinematográfica según su joven fuerza de escritor malogrado, muerto en los fríos de Manizales. En el mundo de Sopinga, el Cauca es fundamental y múltiples remansos pueden llamarse paraísos de un mundo prediluviano, lleno de aves y bestias maravillosas y músicas de indios.
Allí por Arauca se siente el Cauca cerca, hermano, familiar, incluso desde los viejos tiempos de la infancia y hoy, entre la algarabía del semipuerto fluvial pleno de todos los peligros y todas las emociones, canta desde lejos aunque lleve la memoria de los muertos de las violencias sucesivas. Porque el Cauca ha llevado muchos muertos de la Violencia, muertos contados por muchos autores desde todos los tiempos, como en La María, Viento Seco o Cóndores no entierran todos los días.
El río Cauca tiene historia pues está presente en La María de Jorge Isaacs, canto a los valles que irrigaba e irriga con su primer ímpetu. En aquellos y estos tiempos el río ha dado vida y riqueza a los vallunos y la serpiente plateada de su viaje tiene allí los ímpetus de la adolescencia.
Los viajeros extranjeros, como el francés Saffray, escribían sobre esas tierras vallunas donde se mezclaban las razas y la vida era más libre para todos, en las orillas de ese generoso afluente del Magdalena que no tiene complejos y desemboca arriba con el orgullo de haber soñado en su viaje las cordilleras y los valles lejanos del extremo occidente.
En Arauca ya comienza a tomar otra fuerza aún mayor y en ese cañón el sol canicular lo deja percibir como un decidido poema de agua, que desde otras alturas neblinosas se ve desde la extraña Belalcázar. Allí lo vi desde lejos por primera vez en la primera infancia, tal vez a los tres años, cuando mi madre viajó allí a visitar a una amiga y desde un balcón vi el Cristo enorme de cemento erigido en tiempos de la Violencia.
Mucho tiempo después, una querida amiga me llevó allí para que resolviera el recuerdo vago que me hacía imaginar un Corcovado imaginario en pleno Caldas, cosa que me parecía imposible. Y era cierto, ese cristo de brazos abiertos estaba allí desde 1946 mirando pasar los muertros que dejaban los armados de todos los bandos.
He viajado hacia el alto de de Greiff luego de volverlo a ver en Irra, en la noche cálida colombiana, llena de camiones ruidoso e iluminados como altares intermitentes y llenos de músicas, y mujeres flotantes salidas de la savia del país, espigadas, espectrales, ancestrales, campesinas cocinando allí el bagre para los viajeros que toman cerveza y aguardiente y no saben que ocurrirá mañana con ellos al otro lado del país.
Y lo he vuelto a ver cerca de la bella Santa Fé de Antioquia, la Mompox antioqueña, cruzando un viejo puente amarillo, ya listo para su largo camino hacia la desembocadura lejana con el Magdalena, donde chocará y creará una fuerza nutritiva que terminará en las Bocas de Ceniza, unida, consustancial, feliz.
El Cauca nutre otra vez con sus aromas esta tierra hacia el atardecer y se llena de sus humedades esenciales. Aquí estoy. Hay algo más que vida en su cauce. Es prehispánico, verdadero, actual, y las tierras que visita son las más bellas y generosas para muchos. Los de antes de la Conquista y los colonizadores después, han dejado sus rastros en su espejo. Los violentos lo han hecho Ganges de difuntos. Pero el Cauca es un ofidio de espejos y a veces un tigre sereno que mira y rasca con sus felinas garras el humus de la tierra nativa.
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Publicado en La Patria, Colombia, el 19 de mayo de 2013.