martes, 29 de octubre de 2013

LITERATURA, GLORIA Y SOCIEDAD

Por Eduardo García Aguilar
De alguna u otra forma toda la literatura de ficción tiene relación con la situación social y política de su época desde los tiempos de la Ilíada, Edipo Rey, la Eneida y La Divina Comedia, que se refieren a guerras, intrigas por el poder y devastadoras pasiones humanas.
Cuando los autores de todos los tiempos ponen a actuar sus personajes y caracteres, no pueden evitar untarlos de su tiempo y su aparición en escena como su muerte o difuminamiento están implicados en esos vendavales de las sociedades y las tribus.
El hombre desde que vive en sociedad tiende a crear jerarquías y siempre habrá unos que están en la cúspide y otros abajo, trabajando para los poderosos y sufriendo sus arbitrariedades. Los autores de esas obras se basan también en las cosas vistas o soportadas a lo largo de sus vidas y casi todas se nutren de los mitos y leyendas familiares y sociales de los antepasados, fantasmas que se asoman siempre tras el autor que cavila y escribe en la soledad.
Cuando abordamos una tragedia contemporánea como la de Siria, que ha provocado ya en solo dos años 115.000 muertos y millones de desplazados que huyen del país, pensamos que precisamente en esas tierras transcurrieron parte de las grandes batallas bíblicas y que en esos desiertos del Medio Oriente sucedieron los éxodos de pueblos enteros y el surgimiento y caída de imperios sucesivos y grandes religiones politeístas o monoteístas.
Desde milenios antes de Cristo los protagonistas iluminados dejaron huella en las obras de arte donde se les ve actuar, como ocurrió con los faraones, Alejandro Magno, Darío, Solimán y otros muchos héroes que conducían sus pueblos al matadero o a la gloria fugaz. A través de ruinas de pirámides, y templos y ciudades, podemos comprobar que no son personajes imaginados sino reales, y que como nosotros los contemporáneos ellos discutían, criticaban, a veces se enfrentaban al poder y otras obedecían en silencio mientras escuchaban a profetas, adivinos, juglares, músicos, danzantes y sacerdotes.
Creemos los de esta época ser mucho más avanzados que aquellos, pero basta hacer un balance de las tragedias del último siglo y las por venir, para darnos cuenta que somos los mismos. Del horror de la guerra siria y de los conflictos que se suceden unos a otros en esas tierras bíblicas, sin duda saldrán a futuro testimonios que asombrarán a los habitantes de otras centurias. De entre todos esos millones de niños y adolescentes que hoy sufren las guerras tendrán que salir los aedas, juglares y cronistas que contarán tanto sufrimiento y tratarán de advertir, sin lograrlo, a sus descendientes, de no repetir la historia y los desastres.
Pero la historia siempre se ha repetido pese al testimonio y ruego de quienes han sido los portavoces de su tiempo y sus sociedades. Ese grito es y será el mismo y solo cambiará la forma en que se exprese y se escuche. Antes a través de la poesía o la tragedia representada en los anfiteatros de piedra, después en la novela y más tarde en el cine, los dibujos animados o las telenovelas.
La ficción evolucionó después y se convirtió de manera más ceñida en estandarte de lenguas, pueblos y naciones. La lenguas inglesa, rusa, francesa, española, alemana, italiana provocaron las obras maestras que requerían las fundaciones de sus imperios económicos y culturales y hoy, al visitar todos esos libros volvemos a vivir su gesta. Con Dickens sabemos de la industrialización del imperio de Inglaterra y de las crueles injusticias sociales que lo caracterizaron; con Víctor Hugo, Balzac y Dumas, entre otros, visitamos la aventura de un gran siglo en Francia; con Tolstoi comprendemos los avatares de la Guerra y la Paz rusas. Y con el gran Goethe y los romámticos Kleist, Novalis y Hölderlin vemos concretarse un país germano a través de una gran lengua.
Lo mismo ha ocurrido en el continente americano, donde la abundante literatura de este Extremo Occidente ha estado firme al lado de las gestas de independencia y la solidificación de sus culturas, desde las patrias bobas al interesante momento actual. La lengua castellana, que ahora celebra en Panamá un nuevo encuentro, se ha convertido en una de las mayores del mundo no solo por los cientos de millones de habitantes que la hablan y escriben en la era Internet, sino por la calidad impresionante de sus obras desde Sarmiento hasta García Márquez, pasando por Rubén Darío, Horacio Quiroga, Rulfo y Alejo Carpentier.
Mexicanos, argentinos, peruanos, colombianos, chilenos, cubanos y venezolanos, entre otros, la han nutrido de su colorida historia desde las alturas andinas y desiertos y selvas sudamericanos hasta las costas del Caribe. Y como toda literatura, en las obras latinoamericanas encontramos esa relación inevitable entre la sociedad, la política, la gloria y las palabras que a veces nacen, crecen y mueren juntas.

lunes, 21 de octubre de 2013

EL LIBRO DE PROUST CUMPLE UN SIGLO

Por Eduardo García Aguilar
Los libros de Marcel Proust han vuelto a reverdecer en las vitrinas de las librerías parisinas con motivo del centenario de la publicación del primer volumen de "En Busca del tiempo perdido", que el autor hizo aparecer a cuenta de autor en 1913, cuando era solo conocido como un mundano columnista de variedades del diario Le Figaro, donde contaba chismes de las fiestas de la alta sociedad, poblada de condesas y baronesas ricas, animadoras de salones literarios.
Para muchos lectores y estudiosos, su gran saga de varios tomos interminables es la mayor novela de los últimos 150 años, como afirmaba por ejemplo el autor colombiano Álvaro Mutis, y para otros un mamotreto infumable de un chico bien y presumido, cuyas frases sin fin eran inconcebibles.
Pero basta abrir su hojas para dejarse envolver por esas historias entremezcladas que se convierten en una extraordinaria aventura de la sensibilidad y un tratado de la infancia, el deseo, el amor y la muerte, en medio de guerras y conflictos, porque la obra aparece toda mientras las bombas y los gases mataban a millones de personas a uno y otro lado de la ominosa Línea Maginot.
El libro cuenta un mundo exquisito donde el arte y el deseo son los protagonistas. Antes del psicoanálisis, la mente enfermiza del narrador ausculta los arcanos de la infancia y las miserias de las familias, así como la lucha de los jóvenes traumatizados, hembras y varones, por descubrir el mundo y aprender a conocer a un género humano hipersexual lleno de maldad y e inconsecuencias, como si fuesen fieras incontrolables e inescrutables cuya finalidad es solo poseer, satisfacer el deseo, sufrir, ansiar, usar y perderse en una búsqueda insaciable.
En medio de esas guerras familiares y sociales, se destaca una reflexión sobre todos los temas posibles, como el amor y el olvido, el dolor de la infancia y la vejez, la soledad, la angustia, la asfixia, sin olvidar todo un preciso estudio de la creación artística, sus laberintos y abismos peligrosos, por lo que esta gran obra es dirigida en especial para quienes alguna vez fueron infectados por el arte en todas sus variantes.
El tejido de las miles de páginas escritas por el neurasténico y noctámbulo Proust, asmático encerrado en una habitación cubierta de corcho para evitar el ruido de la calle, en un apartamento elegante donde era asistido por su ayudante y confidente Celeste, es antes que todo música. Las palabras ya no eran el instrumento de lo concreto y lo real, sino signos eficaces de una larga melopea.
"En busca del tiempo perdido" rompe con el naturalismo y el realismo seco dominante durante un siglo y sigue por otra vertiente con la literatura decadente y finisecular, escrita por autores morbosos como Lautréamont, Barbey d Aurévilly, Joris karl Huysmans, Marcel Schwob, Georges Rodenbach y Villiers de l’Isle Adam, entre otros.
A fines del siglo XIX, cuando el joven Proust rondaba por el París de los aristócratas y los ricos, situado en los barrios que rodeaban la Plaza de la Estrella, los Campos Elíseos, el Bosque de Bologne, Saint Cloud, Passy o el Parc Monceau, la literatura enfermiza y decadente era la dominante entre los artistas del momento, fuesen ellos de letra o de imagen.
Todos se rebelaban contra la tecnología desbordante, el progreso, la urbanización, la industrialización a toda costa y la guerra devastadora entre las potencias y por eso se fugaban a mundos oníricos donde el centro de todo era el cuerpo y el deseo y la neurosis. Gustave Moreau, el pintor simbolista, creaba mundos llenos de cuerpos semidesnudos entre esfinges griegas, como si fuesen efectos del delirio provocado por el opio y la absenta.
Y el deseo de los autores nuevos de entonces era estar en esos fumaderos de opio exquisitos y en las casas de cita de lujo, donde en diversos espacios se reproducían ambientes orientales, como el retorcido burdel japonés poblado de geishas, o el chino o el mediorental marroquí o egipcio, cual si fuesen reproducciones de los harem evocados por Pierre Loti, Jean Lorrain y otros autores de su estirpe.
En ese ambiente reinaba Óscar Wilde en Inglaterra, el exquisito dandy homosexual que una vez defenestrado y desterrado por un asunto de costumbres tuvo que refugiarse pobre y enfermo en París, donde murió y se encuentra enterrado en un horrendo mausoleo del cementerio Père Lachaise. Era el mundo del viejo y beodo Paul Verlaine, quien frecuentaba cafetines ebrio y tuberculoso, antes de morir como el mayor poeta viviente del momento, adorado por el modernista Rubén Darío, quien fue a visitarlo alguna vez. Fue asimismo el París del modernista colombiano José Asunción Silva, quien anduvo entre los simbolistas e hizo una poesía similar y una novela, De Sobremesa, que describe tal ambiente literario y vicioso, exquisito, literario hasta la indecencia y abstruso como los poemas de Stéphane Mallarmé.
El libro mayor de Proust cumple un siglo y con ese motivo fueron publicadas nuevas biografías y reproducidas las ya conocidas, al mismo tiempo que testimonios, correspondencias secretas y estudios para
explorar en los personajes del autor los seres reales, entre ellos Jean Concteau, muerto hace medio siglo y
quien conoció muy joven al maduro Proust sin saber que éste se burlaría de él con un personaje insoportable y pegajoso. Cronista de lo insignificante social, Proust creó una obra eterna donde vibra la humanidad culta e inconstante de las ciudades exquisitas.

domingo, 13 de octubre de 2013

EL RETORNO DE LA REVISTA LUI

Por Eduardo García Aguilar
La revista Lui fue en los años 60 y 70 uno de los magazines eróticos más logrados en los tiempos de la Nueva Ola francesa, y se caracterizaba por coloridas portadas, donde aparecían muchachas futuristas salidas de las películas 2001 Odisea del Espacio, de Stanley Kubrick o Blow Up, de Michelangelo Antonioni, así como de los estudios pictórico y fotográfico de Andy Warhol o Helmuth Newton.
Lui era la versión francesa de Playboy y por ende en sus páginas parisinas había entrevistas con artistas y cineastas de la Nueva Ola, diálogos con escritores, cineastas, políticos o filósofos y el sentido del humor y el aire descomplicado de la época se reflejaba en sus temas y ángulos informativos. Playboy era y es por el contrario más pragmática y escueta y va dirigida al típico orbe masculino protestante estadunidense WASP, público de camioneros y obreros que coleccionan las imágenes de las bellas desnudas en sus vehículos y en las paredes de sus talleres. Lui, por el contrario, se dirigía y ahora se dirige a ese público estético y culto de las élites culturales donde por fortuna aún existen y no han sido devoradas por la vulgaridad generalizada de la globalización uniforme agenciada por la Tv americana. Hay un enorme público lector, cinéfilo, amante del arte en el llamado hexágono francés, que posibilita en este país la vigencia de la industria cultural de calidad, incluso en su vertiente frívola.
La gozosa Lui fue creada por el gran magnate de la prensa, el multimillonario y famoso Daniel Filipachi (1928), dueño de Paris Match, la versión francesa de Playboy y otras publicaciones de éxito de Hacchette Filipachi Médias como Elle, dirigidas a todos los segmentos del público en aquellos tiempos de progreso y dominio absoluto de objetos de papel como diarios, magazines y libros, antes de la era virtual que poco a poco los ha ido venciendo en una sucesión de sonadas quiebras y desapariciones.
Filipachi resumía los sentimientos de invulnerabilidad de la época llamada de los “30 gloriosos años” donde todo era desarrollo económico, derroche, droga, sexo, moda y rock and roll y por eso además de sus actividades en el campo publicitario, fotográfico, discográfico, radial y periodístico, se convirtió en un gran experto de jazz de la época y coleccionista de arte surrealista o de obras de autores contemporáneos como Joseph Cornell, el autor de las bellas cajas llenas de poéticos collages.
Lui era entonces una revista que se dirigía al hombre urbano europeo, abierto, y correspondía a una época que derruía con rapidez la vieja Europa decimonónica, ultracatólica, ultraprotestante o ultragermánica, destruida, despedazada, aplastada, achicharrada bajo las bombas por la Segunda Guerra Mundial. Todas las aventuras y temas eran posibles y el cuerpo se había vuelto el delicioso juguete a descubrir sin tapujos en el desenfreno sexual de las comunas, las playas nudistas, el amor libre y el espíritu peace and love de las costas mediterráneas, lo que hoy con cierto desprecio algunos denominan y engloban dentro de la Ola Vintage.
Filipachi y sus revistas, entre ellas Lui, surfeaban en esa ola iniciada por el cineasta y Don Juan, Roger Vadim y su joven esposa Brigitte Bardot después de la película Y Dios creó a la mujer, donde la irresistible belleza de la diva parisina que enloqueció al mundo en los 60 se veía deambular errática e infiel en las playas de Saint Tropez con su poder devastador.
Por un lado Vadim, recién dejado por la Bardot, coleccionaba esposas como Jane Fonda y Catherine Deneuve, mientras Brigitte Bardot ante el mundo entero devoraba una lista interminable de hombres sin fin, algo que sólo unos años antes hubiera sido considerado un crimen y hubiese provocado todos los anatemas y exorcismos. Ambos en cierta forma abrieron las compuertas de esa nueva vida hedonista y libre que reinaría sin límites hasta la aparición del sida y la nueva moral de los neoconservadores actuales que se manifestaron multitudinariamente en 2013 en París contra el matrimonio gay, el amor libre y los homosexuales.
Décadas después de desaparecida la revista Lui, uno de los jóvenes escritores de moda en Francia, Frederic Beigbeder, inteligente autor de numerosos bestsellers de calidad, ganador de premios literarios, publicista y vedette cultural televisiva que osó presentar totalmente desnudos a sus escritores invitados y al público del estudio de su fugaz programa de libros, ha decidido revivir la revista hace diez días con un éxito arrollador, pues el primer número de la nueva época se agotó en un abrir y cerrar de ojos y superó los 400 mil ejemplares con una portada donde aparece la nueva joven diva francesa Lea Seydoux, lanzada al mundo en la película Midnight Paris, de Woody Allen. Ahora y con igual éxito en el segundo número, ha sacado en portada a la hija de Mick Jagger y Jerry Hall, Georgia May, de 21 años.
El escritor Beigbeder es profundamente odiado por muchos, pero la verdad sea dicha, en este desierto helado actual de la intelectualidad y la literatura francesas, su presencia es una de las pocas saludables, casi como si renancieran con él los tiempos de Picabia, Dalí, Cocteau, Prevert, Oulipo y otros autores antisolemnes que removian los espíritus y abrían ventanas para airear la podedumbre de la cultura momificada.
Beigbeder es un hombre renacentista, inteligente, culto, brillante, joven, que no deja encasillarse, y como él mismo dice, un “bad boy” necesario para la cultura francesa de estas aburridas primeras décadas del siglo XXI. Acompañado por un puñado de neo-húsares impresentables, como Marcela Iacub, la feminista argentina que se hizo amante de Dominique Strauss Kahn para escribir un libro sobre él, el crítico Arnaud Viviant o el escritor Nicolas Rey, sale disfrazado con Luia desempolvar las ruinas culturales de Saint Germain des Prés.
En un país tan centralista como Francia, donde todavía asustan los nobles de cabellera empolvada y los farsantes literarios de mediopelo entronizados en la Academia Francesa y otros salones, el boulevard Saint Germain des Prés de Boris Vian, Prévert, Sartre y Simone de Beauvoir, sigue gobernando el mundo cultural y editorial con figuras que parecen espectros de momias surgidos de las tumbas en un videoclip de Michael Jackson, como Bernard Henri Levy, Luc Ferry y André Glucksmann. Por eso la agitación del líder Frederic Beigbeder y sus húsares a través de la revista Lui y otros medios, ayuda a soportar con frivolidad el desastre de una cultura francesa a la deriva y en pleno naufragio.

.* Publicado en Excélsior, México, el 6 de octubre de 2013.