domingo, 27 de mayo de 2012

ATGET: EL FOTÓGRAFO RESCATADO POR LOS SURREALISTAS

Por Eduardo García Aguilar
En la foto que le tomó la joven Berenice Abbot poco antes de su muerte, el fotógrafo Eugene Atget (1857-1927), que pasó gran parte de su vida en las calles de la ciudad trabajando con una explosiva vieja cámara de trípode, se ve como un desgarbado artesano pobre y viejo de mirada escéptica y leve guiño de cinismo. Atget parece tolerar a esa bella joven admiradora estadounidense, discípula del gran Man Ray y amiga de los surrealistas, que fotografió a los grandes artistas de su época antes de convertirse ella misma en ícono del siglo XX y a quien debe su fama posterior, pues compró a su muerte casi 2000 fotografias del viejo y las llevó a Nueva York para que fueran expuestas y publicadas con rigor académico, admiración y cuidado.
     A lo largo de su vida vendió sus fotos y "documentos" a pintores, museos y oficinas de gobierno, que las utilizaban para sus propios fines, pero nunca se consideró un artista. De joven, Atget, después de pagar su servicio militar y viajar como marinero incluso hasta América del Sur y Oriente, soñó con ser actor y pintor y tras fracasar en ambos objetivos, se dedicó tardíamente, a los 32 años, a practicar la fotografia como una forma simple y algo divertida de ganarse la vida en aquellos años difíciles de precariedad, guerra y desempleo.
     Sencillo, sin elegancia ni altivez, este artista al final de su vida fue objeto de admiración de los surrealistas, fascinados por sus fotografías de vitrinas, fachadas, calles, cabarets, burdeles y prostitutas desnudas y su minuciosa captación de los rincones más antiguos de la ciudad que estaban a punto de desaparecer. En algunas portadas de la revista "La Revolución Surrealista", los seguidores de Breton reprodujeron imágenes suyas y los artistas de Montparnasse comenzaron a comprar y a coleccionar algunas de sus impresiones.
     Como en un juego de sueños y pesadillas, el hombre rechazó fijarse en las grandes avenidas que abría la modernidad o fotografíar paisajes brumosos o castillos de sueño para concentrarse en fijar para siempre los rincones más sucios y perdidos de los barrios, allí donde pululaban miserables, marginales, borrachines, poetas y personajes pintorescos. Para un latinoamericano, estas imágenes impresionan además porque vemos con detalle la ciudad callejera que vivieron personajes nuestros como Rubén Darío o Jose María Vargas Vila o leyendas locales como los poetas Verlaine y Mallarmé.
     Con Atget y su cámara uno pasa por los orinales públicos visibles en cada esquina de las plazas, mira las carretas de tracción animal afectadas por el surgimiento del auto, observa los afiches de licores que fueron prohibidos luego como la absenta o la Kola-Coca y aprecia fachadas de viejas tiendas que incluso sobrevivían desde los tiempos de la Revolución, con sus preciosas vitrinas llenas de muñecas, pefumes, sombreros, ropas de época, jabalíes, conejos, perdices, vinos, quesos y frutas. Se ven entradas de famosos bares y cabarets desaparecidos como el legendario Infierno, escaleras de casas a punto de ser derruidas, así como la miseria de los que recopilaban basura en los extramuros de la ciudad, colocaban el novedoso asfalto sobre las avenidas o vivían en las periferias hacinados en abandonadas caravanas de inmigrantes y gitanos.
     La ciudad en 1898 y 1899 estaba siendo abierta para instalar el metro subterráneo y crear nuevas vías aéreas y avenidas, por lo que Atget pudo captar en directo las ruinas del pasado que se iba, la vida antigua que se diluía. La ciudad se convierte así en un escenario desolado lleno de muros caídos, ropas destrozadas, ollas rotas, juguetes dañados y muebles abandonados. Mientras otros fotógrafos más famosos tomaban fotos de nobles, funcionarios o cortesanas en fiesta palaciega o se dedicaban a medrar en los sitios del poder y el dinero, él estaba del lado de los pobres y de la ciudad normal de la vida cotidiana.
     Atget vendió baratas esas fotografías a la Biblioteca Nacional de Francia, que ahora, con motivo de los 150 años de su nacimiento* las saca al fin de sus archivos y las expone en la primera gran retrospectiva hecha por sus compatriotas y compuesta por unas 350 piezas de un total de casi diez mil imágenes acumuladas a lo largo de su vida.
     Su modernidad radica precisamente en que utilizó la magia de este arte para ver la realidad en vez de esconderla o dulcificarla. La fotografía, inventada ya desde los años 30 del siglo XIX, se había convertido en una práctica de moda entre gentes adineradas que viajaban o captaban sus festines o en empresa aplicada al retrato, por lo que este loco que pasaba horas fotografiando calles y plazas sucias, clochards, vendedores y prostitutas fue un personaje algo risible y olvidado que nunca imaginó su fama futura. Lo que prueba una vez más que no son siempre los más famosos y triunfadores en vida los que pasan a la historia, sino los auténticos creadores que tienen otra mirada sobre las cosas ante la indiferencia de sus contemporáneos y los expertos del momento.

* La exposición en la Biblioteca Nacional fue en 2007.



viernes, 18 de mayo de 2012

IN MEMORIAN CARLOS FUENTES

Por Eduardo García Aguilar
Carlos Fuentes dedicó toda su vida infatigable a abrir caminos y ventanas a traves de su ágil prosa moderna, una de las más innovadoras, curiosas y rebeldes del boom al lado de la de Julio Cortázar, cerca del cual reposará en el cementerio parisino de Montparnasse.
Su obra es vastísima: novela, relato, cuento, ensayo, teatro, panfleto político, aforismos, reflexiones. Vivió intensamente la literatura y fue un humanista de izquierdas, sensible a lo que ocurría en América Latina y siempre alerta ante las derivas de un capitalismo a ultranza egoísta y autoritario.
Merecía de sobra el Nobel de literatura, pero las intrigas políticas de sus adversarios lograron que la Academia Sueca lo ignorara. Apenas ahora empezaremos a enteder su importancia y a experimentar la falta que nos hará por su insaciable modernidad y curiosidad, su cosmopolitismo, generosidad y batallas quijotescas.
Lo leí por primera vez siendo un adolescente, cuando cayó en mis manos una edición de Cambio de piel, publicada por Mortiz, cuyo olor y textura de papel no olvido. Sus reflexiones sobre la literatura latinoamericana en los años 60 y 70 lo mostraron también en ese momento como un excelente crítico y observador de los cambios que se experimentaban en la narrativa continental, cuando conquistaba a Europa y al mundo.
Después me maravillé ya viviendo en México con el ambiente de Aura y sus exploraciones varias sobre la capital mexicana, donde viví tres lustros, y que reconocí y palpé en muchos de sus textos. Luego siguieron tantas obras suyas, unas notables, otras menos, en las que no temía experimentar hasta el delirio y derivar por los laberintos temibles y las olas desbocadas de la prosa. Un narrador también tiene derecho a esquivocarse y él no temía fallar.
Vivía de ciudad en ciudad, fue un diplomático elegante y notable de su generación y además de novelista y cronista, como abogado y estudioso de las ciencias políticas, fue atinado conocedor de los problemas geopolíticos. Con él se dialogaba siempre sobre las peripecias del mundo y por fortuna fue de una sola pieza en sus convicciones sociales, aunque algunos adversarios lo calificaran injustamente de "dandy guerrillero".
Amaba París y sus callejuelas y decidió quedarse para siempre allí en el Cementerio Montparnasse, donde como algunas criaturas del reino animal construyó su propia tumba con anticipación, al lado de Tristan Tzara, Topor, Cortázar, Sartre y Beauvoir.
Nunca olvidaremos su sonrisa, ese aire tan mexicano, tan veracruzano, tan chilango, tan trotamundos, tan judío errante. Es uno de los grandes autores latinoamericanos del siglo XX, en la tradición de la poligrafía y el humanismo y su valor como escritor crecerá poco a poco porque su obra estaba llena de vida, no era una construccion artificial de cartón piedra ni estaba atada por retóricas apolilladas a los cánones usuales.
Es un ejemplo para todos los escritores latinoamericanos: su ambición literaria no tenía límites, cada día acrecentaba su obra, llenaba páginas y en sus archivos siempre había proyectos imaginarios.
Abierto, tolerante, siempre atento a los otros, estuvo del lado de la sociedad y combatió a las derechas abusivas e intolerantes que dividen y discriminan. Y en la prosa vivió en la nave del relámpago eligiendo los caminos más escabrosos e impredecibles.
Nunca tendremos los latinoamericanos palabras para agradecerle su presencia en nuestras vidas y como alguien dijo, lo veíamos tan activo, tan invencible, que pensábamos que era inmortal y siempre estaría allí seduciéndonos con su palabra y su presencia. Hacía poco estuvo en Cartagena de Indias bronceado y activo hablando con el público del Hay Festival y una semana antes de su súbita muerte discutía y reflexionaba en Buenos Aires como sabio que espera el ineluctable fin, pero siendo fiel a ese joven que ya era conocido en el mundo al albor de los años 60 por La region más transparente y La muerte de Artemio Cruz.
Una amiga periodista lo vio hace poco en el restaurante Lipp de París en Saint Germain de Prés y me dijo que bromeó mucho cuando algunas de las jóvenes presentes le decían que seguía siendo muy apuesto y hubieran querido tener un affaire con él. El erotismo fue uno de sus temas y en su obra el sexo, el cuerpo y el amor estuvieron siempre presentes, como en Diana o la cazadora solitaria, donde el Don Juan o el Casanova inveterado que había en él relata su affaire con la bellísima y malograda Jean Seberg, la que vende el Herald Tribune por las calles de París y ama a un inolvidable malevo llamado Belmondo.
Fuentes fue un personaje de nouveau roman y del cine de la nouvelle vague. Un héroe de esa gran
década revolucionaria de los 60, donde todo cambió y que aún dicta paradigmas culturales en pleno siglo XXI. Una estrella de rock. Fue también uno de los mejores amigos y cómplice de Gabriel García Márquez, con quien trabajó en su juventud haciendo guiones de cine. En cierta forma fueron hermanos y vecinos durante 50 años. También estuvo cerca de Milan Kundera, con quien tiene analogías literarias.
Era de la estirpe de los modernos. Supo del dolor más atroz al perder a dos de sus hijos y enfrentó las tragedias como un grande casi bíblico, hasta que la parca se lo llevó en México D.F. La innombrable lo hubiera podido fulminar en cualquier otra ciudad del mundo, pero escogió a la que fue "región más transparente del aire" como lugar para darle la última estocada.
Lo extrañaremos siempre y en el futuro será leído por los modernos de otras épocas por venir. Literatura en carne viva, fuerza proteica de la prosa, espíritu abierto y tolerante como los grandes humanistas desde Erasmo y Voltaire hasta los de hoy y del mañana.

sábado, 5 de mayo de 2012

EL CREPÚSCULO DE UN NOBEL MEXICANO

Por Eduardo García Aguilar
Octavio Paz fue durante mucho tiempo en México una especie de padre escuchado, un maestro del que todos aprendían mucho, aunque también un ogro temible que no perdonaba a sus enemigos ideológicos o literarios. A veces lo mostraban en las caricaturas como un furioso dios griego rodeado de rayos y centellas que regañaba a sus súbditos.
En esos tiempos Paz se había acercado al poder y olvidado sus juveniles ideas progresistas y casi toda la intelectualidad de su país lo criticaba por su cercanía con la gran cadena Televisa y su amistad con los grandes figuras del partido gobernante, mientras era muy severo con los candidatos, intelectuales o personalidades de izquierda, a las que fustigaba día a día en la prensa.
En ese sentido era muy valiente, pues no le importaba luchar solitario contra lo que en ese entonces se consideraba lo "políticamente correcto". Uno podía estar en desacuerdo con él, pero respetaba su espíritu polémico y la buena prosa con la que emprendía sus batallas en las décadas posteriores a mayo de 1968 y el auge de las ideas del Peace and Love y el sueño revolucionario. Al final de su vida luchaba contra los molinos de viento de la izquierda, a la que consideraba ya vencida para siempre.
Cuando se celebraron con pompa sus 70 y 80 años, los suplementos literarios publicaban fotos donde se le veía al lado de su gran amor, la esposa francesa gracias a la cual su vida se equilibró y continuó sin parar rumbo a los éxitos literarios y sociales. En esos últimos treinta años, la vida de Paz hubiera sido otra sin ella: se observaba en las fotografías, en el claro amor que los unía a través de un pacto de vida iniciado cuando se conocieron en la India bajo la canícula, junto a las ruinas milenarias, un amor que muchas veces se reflejó en su obra poética.
Paz era un anciano lúcido, inquieto que nunca se inclinaba o se fatigaba en las batallas intelectuales. Era también un verdadero ejemplo de fuerza literaria, ambición y espíritu polémico, capaz de abordar todos los temas del momento cuando el mundo experimentaba grandes cambios culturales, terminaba la guerra fría, el mundo bipolar, se hundía el bloque soviético y parecía terminar para siempre la historia, como decía Fukuyama. Las comunicaciones se hacían más veloces y la globalización se extendía y dominaba todo y ese nuevo orbe cultural lo fascinaba.
Inspirado en varios pensadores antitotalitarios como Cornelius Castoriadis o Claude Lefort, defendía a la democracia occidental y combatía las ilusiones generadas en América Latina por el régimen cubano, la imagen crística del Che y la lucha armada guerrillera en busca del poder. Saludó las revoluciones en los países del Este, el combate de Lech Walesa en Polonia y celebró la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento de la Unión Soviética. En eso por supuesto tenía razón, aunque el combate por la democracia lo llevó como a muchos a cerrar los ojos a los abusos de las potencias occidentales y a desconocer la legitimidad de las ideas y combates sociales de izquierda que expresaban el profundo dolor infligido a los débiles por las fuerzas triunfantes del capital y de un Occidente militarizado, egoísta, soberbio y acrítico. 
Los acontecimientos del siglo XXI han vuelto a desenmascarar los abusos de ese capital triunfante, impune y arrollador, que llevó a la ruina a muchos países y puso en jaque a la propia Europa y develaron, como lo hizo Wikileaks por ejemplo, las mentiras y atrocidades ocultas cometidas por el poder imperial estadounidense bajo el gobierno de los Bush a nombre de la "libertad".
La nueva ola de manifestaciones de los indignados en Europa, equiparables a las revoluciones románticas de 1848 en ese continente, mostró también en 2011 que la historia no había terminado y era legítimo combatir y rebelarse contra los horrores de las fuerzas arrogantes de occidente supuestamente "libre". Y evidenció además que se puede luchar por la justicia social y la defensa de la naturaleza sin ser calificado de totalitario o ingenuo y que el capitalismo y la sociedad consumista gerenciada por los corredores de bolsa requieren controles, sin que ello signifique regresar al viejo estatismo del comunismo derrotado. Incluso hasta Keynes y Marx renacieron de sus cenizas en la primera década del siglo XXI.    
En los últimos años, después del Nobel, a Paz se le veía más reconciliado, pues había triunfado en todos los frentes: el izquierdismo que criticaba con saña parecía ir entonces hacia la ruina ideológica, el mundo se reconstruía en otras placas tectónicas culturales que parecían dar razón a ciertas derechas y, de hecho, la Academia Sueca le dio en Nobel como una forma de cerrar el capítulo de Neruda y García Márquez, colombiano este último a quien Paz no quería e ignoró en su revista Vuelta cuando obtuvo antes que él ese preciado galardón sueco.
Pero durante todos esos años su poesía y algunos de sus ensayos, como Los hijos del limo, Los signos en rotación, El arco y la lira, Cuadrivio, entre otros muchos, fueron claves para los lectores. Siempre fue una delicia leerlo cuando se refería a otros autores y a la literatura o el arte en general. La parte política de su obra era menos interesante y perecedera, pues transcurría en ese fangoso terreno movedizo de las emociones, por lo que con sus contrincantes no hubo acuerdo ni síntesis posible.
Paz murió convencido del triunfo final del capitalismo y de las ideas neoliberales, sin intuir que unas décadas después, en medio de la crisis, las ideas de izquierda renacerían de sus cenizas a comienzos del siglo XXI y volvería a ponerse de moda la lucha por la justicia social en toda América Latina, gobernada por presidentes de izquierda, algunos hasta ex guerrilleros o sindicalistas, que obtuvieron el poder por vía electoral. Le hubiera sorprendido también a Paz el auge de las ideas religiosas y el surgimiento de nuevos fanatismos teocráticos que reemplazarían en partes del mundo antes dominadas por los soviéticos las ideas de izquierda contra las que combatía.
Pero Paz tuvo suerte de haber nacido en un país milenario y complejo, un faro prehispánico y colonial, lo que le hizo posible escribir una bella y profunda obra poética y ensayística que perdura más que su ideario político. La imagen en el mundo de México ha sido tan fuerte como la de Egipto, Japón o la India y por eso pudo abordar desde ese faro nacional los ejes en rotación de su cultura y escribir obras maestras como Piedra de sol y muchos otros textos poéticos, además de establecer lazos con la India y Oriente en varios de sus libros. La literatura y el arte lo salvaron de los demonios de la política y la ideología. 
Las ideas políticas pasan y por fortuna los hombres, el arte y la poesía quedan, por lo que haber vivido de cerca en la capital mexicana el crepúsculo de ese escritor combativo y a veces injusto fue una fortuna para muchos, que aprendimos con su prosa a polemizar y a equivocarnos.