sábado, 19 de noviembre de 2011

DANIEL SADA: LA VIDA PARA PULIR UN VERSO


Por Eduardo García Aguilar

El mexicano Daniel Sada (1953-2011) vivió por y para literatura contra la corriente, haciendo un esfuerzo descomunal para que la historia contada y la forma llegaran a plasmarse en un todo ambicioso. Lo conocí cuando teníamos 27 años y publicábamos los primeros libros en la Ciudad de México, en ese tiempo feliz para la literatura, cuando no había sido devorada por el comercio y estaban aún vivos Octavio Paz, Juan Rulfo, Salvador Elizondo, Augusto Monterroso, Francisco Cervantes y toda una pléyade de autores mexicanos inmersos en el crepúsculo de un humanismo preciosita donde se « sacrificaba un mundo para pulir un verso », como dijo el poeta colombiano Guillermo Valencia.

Nuestra primera charla sobre el decadentista Joris Karl Huysmans, que él adoraba, fue en el Palacio de Bellas Artes, presentados por Guillermo Samperio. Lo veo recostado en una de las columnas de mármol, a la entrada del inmenso templo laico construido por los padres fundadores de la patria revolucionaria y humanista mexicana, encabezada por el gran José Vasconcelos, autor del imprescindible Ulises criollo. Es la primera imagen que tengo de él.

O sea que fue allí, entre mármoles untados de modernismo, entre los fantasmas de Amado Nervo y José Juan Tablada, donde se inició ese diálogo de jóvenes devorados por la literatura, que poca atención hacían a la realidad. México se hundía, lastrado por la corrupción del régimen y pronto se quebraría del todo en el crepúsculo de un Quetzalcóatl megalómano, pero nosotros sólo sabíamos de los incunables hallados en las librerías de viejo de la calle Donceles o de Las Diabólicas del dandy Jules Barbey d’Aurevilly.

Sada venía del norte y solía escribir sobre los ámbitos vividos en la infancia y la adolescencia, llenos de artistas de circo y gitanos de paso en pueblos y ciudades polvorientas esparcidas en territorios unidos por largas vías férreas o carreteras sin fin entre cactus. Usaba el lenguaje coloquial de la gente del norte, con sus modismos y acentos peculiares y osaba escribir novelas en octosílabos, endecasílabos y alejandrinos perfectos que revisaba uno a uno a lo largo de páginas y volúmenes sin fin.

Vestía sencillo, con ropas amplias de colores no muy vistosos y una cachucha de béisbol. Tenía la amenidad y la generosidad que fluía por las redondeces de una corporalidad similar a la de su admirado maestro Alfonso Reyes, que como él vivió rodeado de libros y buscó en ellos la frase sorpresiva, la idea escondida entre el polvo y los siglos. Barroco hasta el extremo, Sada llevaba dentro de sí un Góngora personal que garantizaba el funcionamiento de su relojería, aunado a un Gracián de cabecera, que daba consistencia ontológica al transcurso de sus personajes.

Hablaba rápido y reía con frecuencia. Su rostro, en la alegría, adquiría el tono de los budas risueños provenientes del Oriente que adornan como amuletos los restaurantes chinos y traen suerte y abundancia. Amaba el vino, la comida, el béisbol, los amigos, y se le veía feliz poseído siempre por las historias y proyectos que fraguaba. Le gustaba en la tierra caliente usar gafas oscuras y en los encuentros de escritores en los que coincidimos, desde el homenaje a José Agustín por sus cuarenta años en Cuautla, hasta los de Puebla y Huatulco, solíamos hablar también del inescrutable tema del amor, que por fortuna lo rodeó hasta al final, al lado de su esposa y sus dos hijas.

Cuando lo conocí, vivía por las torres de Satélite con sus padres y había leído todos los libros. Se había iniciado con Lampa Vida (Premiá. 1980) y soñaba con escribir, como lo hizo, enormes obras narrativas de orfebrería única donde vivieran a sus anchas sus personajes cómicos y picarescos de provincia. Albedrío (1989), Una de dos (1994), Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999), Juguete de nadie y otras historias (1985), entre otras obras, representan un vasto y sólido balance.

Cargaba siempre sus manuscritos y leía por teléfono a sus amigos las historias que acababan de surgir de su pluma. Vivía por y para la literatura. Todo en él se reducía a buscar historias y encontrar el tono y las palabras para contarlas. Su obra estaba al servicio de sus ambiciones, por lo que nunca cedió a la narrativa fácil y exigió que el lector lo siguiera por sus difíciles laberintos.

Hacía parte de ese amplio espectro de provincianos que desde todos los puntos cardinales llegaban a la capital, como Juan Rulfo o Carlos Montemayor, a nutrir de palabras el árbol fértil de la literatura mexicana. Pero en su caso, venía del norte, que siempre dio a la literatura mexicana voces y ámbitos peculiares para alimentar el crisol multifacético que hierve en el Distrito Federal.

Daniel Dada fue un Quijote de la novela. Dio su vida al acto de escribir movido por una pulsión incontenible. Y en sus archivos reposará sin duda una obra secreta de poesía, que fue el jardín secreto, básico, que cimentaba sus proezas narrativas.

Acaba de morir este viernes 18 de noviembre y, al recordarlo, sabemos que es un ejemplo heroico para todos los que escogimos el camino de la literatura en un mundo cada vez más hostil para los creadores, porque nunca se apartó del camino contra viento y marea, siempre estuvo ahí al frente en el a veces árido campo de las letras, en la soledad del oficio y de la vida, entre sus diccionarios y su biblioteca nutrida de clásicos de todos los tiempos.

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