martes, 27 de septiembre de 2011

25 RAZONES PARA EL FIN DE LA NARRATIVA HISPANOAMERICANA

Por Eduardo García Aguilar




Este texto leído por el escritor Eduardo García Aguilar en 1992 en la Feria Internacional del libro de Guadalajara (México) en un congreso hispanoamericano de escritores, puede ser de actualidad ahora cuando vuelve a reinar la incertidumbre en la narrativa del continente en la era de la red global, se derrumban las grandes editoriales y se hunden como Titanics de barro mitos, héroes, glorias, estrellas y famas cada vez más fugaces. Texto publicado en el Magazín Dominical No. 510 del periódico El Espectador (Bogotá, Colombia), el 31 de enero de 1993, p. 2.





1. La novela, género muy joven, apenas de unos cuantos siglos, está ahora más muerta que nunca, y su vigencia estética es casi nula aunque por un espejismo comercial parece vivir uno de sus momentos más prósperos.



2. La crisis de la palabra y de la escritura, perecederas también como todo en el mundo, asesta un golpe definitivo a esas monstruosas construcciones basadas en la torpe reiteración de personajes y mundos aptos para aquellos siglos que no tenían aún cine, televisión ni radio.



3. Los novelistas de hoy pueden volverse famosos sin ser leídos: son antes que todo figuras públicas de un odioso show bussines, repugnantes vedettes que —una vez asentadas en su pedestal histriónico— viven de la tontería de la masa manipulada por la publicidad y los comerciantes de la edición.


4. Los novelistas de hoy en casi todo el mundo son cada vez más tontos, no miran más allá de sus narices y a diferencia de sus antecesores buscan sólo la fama y el éxito: para cumplir ese objetivo se han convertido en tristes empleadillos sin sueldo de las editoriales, regentadas a veces por verdaderos analfabetas.


5. A los novelistas, a los narradores en general, les tiene sin cuidado si son o no leídos y son cómplices de esa gran farsa por la cual logra sobrevivir el género: la gente dice que Fulano es un gran novelista o un gran escritor, pero no lee sus inútiles y vacuos mamotretos.


6. Desde hace varios años no he leído ni escuchado una sola frase interesante de un novelista, incluso de algunos de los que más fama tienen en el mundo. Su persistencia en un género literario industrializado y muerto los convierte en mercaderes del templo, loros, onanistas de su propia torpeza.


7. Los últimos grandes narradores del mundo fueron todos unos fracasados: Kafka, Proust, Joyce, Céline, Musil, Broch, Roussel, Barnes, entre otros especímenes humanos de la era anterior al reino de Walt Disney. La novela murió antes que sonara el 31 de diciembre de 1945.


8. El drama de los narradores radica en que al usar cantidades absurdas de palabras mustias, pierden la perspectiva de su labor y cual bestias elefantiásicas patalean en escenarios sin público, incapaces de lucidez frente a su obtusa empresa: indigestados de palabras sólo escuchan el rumor de sus pútridos intestinos literarios.


9. Sólo la codicia del éxito los mantiene montados sobre sus computadores como bobos agricultores que trabajan de sol a sol cultivando maleza, soñando —ilusos— en su fabulosas ganancias.


10. Los narradores latinoamericanos de las últimas décadas fracasaron todos porque estaban convencidos de que algún día se acostarían con Jane Fonda. En cuanto a las narradoras latinoamericanas, su estruendoso fracaso radica en que aman demasiado a los hombres, cuando es bien sabido que —casi sin excepción alguna— las grandes escritoras tuvieron poco apego por ellos.


11. La poesía, practicada ya desde hace milenios, sigue por el contrario viva porque es verdadera y mucho más flexible: es un instrumento elástico y resistente, versión microscópica y maravillosa del big-bang de la creación.

12. La poesía es el único género literario a salvo de la industrialización y sus cultores son sabios porque se saben fracasados de antemano.


13. La crisis de la narrativa latinoamericana se inició con el derrumbe de sus tres pilares básicos: los enormes penes garciamarquianos, los loros de las portadas y los cocodrilos.


14. Abandonada por sus padrinos europeos y estadounidenses, la narrativa del nuevo mundo anda como perro en misa recibiendo patadas de sus abuelas desalmadas.


15. El “boom” fue una terrible equivocación porque instituyó la neurosis verbal y la histeria logorréica en sus cánones absolutos: en vez de rastrear la verdad, los latinoamericanos sólo intentaron lucirse ante los desdenes de su horrible madrastra.


16. La narrativa latinoa-mericana murió con Felisberto Hernández y aún no encuentra a su nuevo pianista.


17.Estamos viviendo ya en otra placa tectónica a la deriva, aferrados a palabras que no suenan y a personajes que nos huyen: los novelistas de hoy son abuelitas locas en mecedoras desvencijadas.


18. Los narradores latinoamericanos deben seguir escribiendo por un acto de caridad: de lo contrario cundiría el desempleo en los hogares de profesores y críticos.


19. La palabra de los escritores latinoamericanos sólo se escucha en los depósitos de cadáveres.


20. Picabia decía que los pintores trabajan para adornar los consultorios de los dentistas. Los narradores latinoamericanos lo hacen para probar que en cada familia siempre hay un hijo calavera.


21. Tristram Shandy, de Lawrence Sterne, inauguró la decadencia de la novela: como el protagonista de ese libro, la narrativa latinoamericana fue engendro de un espermatozoide disminuido.


22. Preguntada una escritora de este continente sobre las temáticas narrativas de sus congéneres, los hombres latinoamericanos de hoy, exclamó: “Mucho pene, mucho pene...”.


23. Muchas personas creyeron en los años 60 y 70 que el réquiem para la novela por parte de los adalides del nouveau roman francés fue sólo una escaramuza en el largo camino triunfal del género. Seis lustros después, su entonces delirante aserto se volvió más que obvio. El auge posterior de la novelística y su absoluta industrialización, son pruebas de su fin: su buena salud es sólo como negocio, pero no desde el lado estético.


24. Los novelistas de hoy deberían reflexionar un poco para darse cuenta que viajan en un barco pronto a naufragar para siempre, aunque queden aún algunos siglos de negocio más o menos próspero y declinante.


25. Las razones para la existencia del género han desaparecido en estos tiempos: cada noche los cientos de millones de espectadores de telenovelas muestran lo inocuo de ese género construido, por demás, con la palabra, ese otro elemento con talón de Aquiles.


© Eduardo García Aguilar

sábado, 24 de septiembre de 2011

CIEN AÑOS DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS

Por Eduardo García Aguilar

Este año se celebraron con muchos actos los cien años del natalicio del escritor suicida indigenista José María Arguedas (1911-1969), peruano que con el tiempo adquiere un carácter mítico comparable al del mexicano Juan Rulfo. Arguedas se suicidó en 1969 tras de dejar una vasta obra novelística con clásicos tan importantes como Los Ríos Profundos (1958), una de las más grandes novelas latinoamericanas del siglo XX, y varios volúmenes de obra antropológica, sociológica y militante a favor las causas populares de su país.

Arguedas, blanco e hijo de un abogado, tuvo una infancia difícil tras la muerte prematura de su madre y los maltratos de la madrasta y el medio hermano, quienes para despreciarlo lo confinaban en la finca, en ausencia de su padre, al cuidado de los indios, con quienes aprendió por fortuna el quechua, la amistad, el amor, la solidaridad y la cultura milenaria prehispánica. Después de bajar de la sierra y realizar estudios de letras en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en Lima, y especializarse luego en antropología, Arguedas inició una larga vida militante y estudiosa de la cultura popular peruana al lado de su primera esposa Celia Bustamante y su hermana Alicia, con las cuales se le abrieron las puertas de la cultura limeña pese a ser un "serrano".

Artífice cuidadoso de su obras, las creó municiosamente por esa necesidad profunda de rendir homenaje a los indios humillados por la racista y jerárquica sociedad peruana inspirada en los largos años de la colonia y a la lengua indígena, que está presente e imbricada de manera original en su excelente prosa.

Arguedas, tras un psicoanálisis, se divorció de Celia en 1965, e inició una nueva relación con la joven militante e intelectual chilena Sybila Arredondo, encargada luego de reunir y editar sus obras completas. El 28 de noviembre de 1969 se disparó en el cráneo y falleció días después, el 2 de diciembre de ese año, dejando una leyenda en torno a las profundas razones psicológicas de su acto, que se remontarían a los traumas profundos de su infancia, al hecho de ser a la vez blanco e indio y bilingüe por educación, y a las culpas e incomprensiones diversas.

Su generación fue inspirada por las obras de José Carlos Mariátegui, cuyo clásico libro Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, publicado por Amauta en 1928, era leído por los militantres latinoamericanistas de todo el continente, desde México hasta la Patagonia, y también por la poesía compleja y la militancia del gran César Vallejo en pleno auge de los conflictos mundiales y la lucha contra dictaduras e injusticias.

El centro de su pensamiento se basa en la lucidez de saberse mestizo y en la realización de una obra que sólo podía ser "indigenista", pues la literatura indígena sólo podría ser escrita según él por los propios indios, cuando "estén en grado de producirla".

En pleno auge del "boom" latinoamericano y de las nuevas corrientes de la literatura continental, deseosa de occidentalizarse, Arguedas estuvo en el centro de la polémica y de las incomprensiones de sus contemporáneos del momento, quienes como Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa le criticaron su falta de "universalismo" y la supuesta creencia en "utopías arcaicas" y lo consideraron un advenedizo a la literatura desde la antropología que no merecía entrar al selecto club del "boom".

Yawar fiesta (1941), Los ríos profundos, El sexto (1961), Todas las sangres (1964) y El Zorro de arriba y el zorro de abajo (póstuma) y siete volúmenes de su obra antropológica y sociológica, han sido analizadas en Perú a lo largo de este año en una especie de necesaria reconciliación con el sensible y flagelado personaje, según me cuenta el escritor peruano Mario Wong, quien estuvo presente en los homenajes.

Cuando se creía que el indigenismo o las devaluadas causas populares serían definitivamente expulsadas y barridas del continente por la ola globalizadora mundial del hoy fracasado neoliberalismo, una nueva ola de reivindicación de esas tendencias ha llevado al poder a casi todos los nuevos mandatarios del continente sudamericano y el acercamiento a las culturas indígena, afroamericana o de las barriadas o favelas donde reina el narco vuelve a ser un tema legítimo en los medios literarios y académicos serios.

José María Arguedas se suicidó fracasado e incomprendido por sus contemporáneos ricos del "boom", pero ahora parece resucitar de entre los muertos como un ejemplo contundente de que en literatura y en temas sociales la última palabra nunca es la definitiva. Arguedas, el blanco que amaba a los indios, es tan moderno porque los indios y sus fantasmas siguen ahí flotando en el continente, pese a medio milenio de colonización y saqueo multinacional.

Los modernos jóvenes de los grupos del "Crack" y "Mc Ondo" querían volver a matar hace poco el indio mexicano o peruano que todos llevamos dentro en América Latina, pero el indio "canijo" o "condenado" se les salió de nuevo de la jaula a donde querían confinarlo.

Deseaban también matar de paso al "realismo mágico" de García Márquez, pero también este movimiento milenario, terco y rebelde como la Biblia o Las mil y una noches, se les volvió a salir de la Lámpara de Aladino con el pobre novelista suicida Arguedas a la cabeza, muy vivo y coleando.

lunes, 19 de septiembre de 2011

EUROPA Y SUS CALÍGULAS TECNOCRÁTICOS

Por Eduardo García Aguilar
Hace apenas una década, con el comienzo del siglo XXI, los europeos celebraban el surgimiento de la moneda única y emprendían lo que para ellos era el camino ineluctable a ser una potencia mundial capaz de enfrentarse a los retos del milenio naciente. En ese entonces China y los países asiáticos apenas se recuperaban de la pobreza y los regímenes fanáticos, América Latina de la miseria ancestral y las dictaduras militares, y África era, como siempre lo ha sido, el vasto territorio del hambre, la violencia y el caos.
Luego del fin de la Segunda guerra mundial, con la derrota del nazismo, el fascismo y el falangismo, y después de medio siglo de complejas tractaciones, recuperación, saneamiento de heridas y odios, limpieza de ruinas dejadas por los bombardeos y reconstrucción con ayuda del pujante imperio norteamericano, el continente europeo se convirtió, al lado de Estados Unidos, en esa tierra prometida de progreso y pleno empleo imparables a donde soñaban con viajar los tercermundistas de todos los colores, culturas y pelambres.
Desde todos los lugares del mundo, desde el caos de las ciudades desbordadas y los tugurios circundantes, se admiraba la arquitectura renovadora, la industria pujante y la cultura luminosa que siempre estuvo a la vanguardia con sus pensadores, artistas, músicos, dramaturgos, filósofos y escritores inagotables y recursivos. La creación de la Unión Europea y su ampliacion a todos los estados del Este liberados después de la caída del muro de Berlín y de la Unión Soviética, era el colorario de ese extraordinario empuje continental liderado por una Alemania unificada y democrática.
Al principio, países que se habían quedado rezagados por la dictadura como España, Portugal y Grecia recibieron inyecciones millonarias y emprendieron un mirífico cambio que sorprendió a quienes conocieron en carne propia lo que eran antes y se volvieron después. La España triste y humillada, vestida de mantos negros y lágrimas, que enviaba exiliados a América y servidumbre a la vecina Europa, de la que era sólo vistosa periferia de toreros y flamencos, entró de repente durante dos décadas al mundo de los nuevos rincos sin pensar que todo eso era artificial y que tarde o temprano terminaría como encanto, tal y como le ocurrió a la pobre Cenicienta.
Millones de latinoamericanos, en su mayoría peruanos, ecuatorianos, bolivianos y colmbianos, emigraron al nuevo El Dorado español del progreso en busca de un trabajo y una educación para sus hijos y las playas y ciudades de la península ibérica se llenaron de urbanizaciones antiecológicas de cemento que alimentaron una burbuja inmobiliaria de mafiosos que estalló con la crisis mundial de 2008. Los despreciados « sudacas » tuvieron que regresar corriendo a sus países de origen y los españoles se quedaron en casa tan pobres como lo fueron antes del sueño europeo, condenados a la única alternativa de « indignarse ». Del otro lado acudieron en busca de sueños el plomero polaco, el albañil yugoeslavo y las « modelos » eslavas.
Ahora España, Portugal y Grecia, en el caso más dramático, e Italia y hasta la propia Francia a otro nivel, están al borde de la quiebra, lastrados por deudas inconmensurables, agobiados por el desempleo, la desasaceleración industrial y la precariedad y los susburbios multirraciales que de bellos barrios inspirados por Le Corbusier en los qmos 60 pasaron a ghettos explosivos que estallan en París y Londres cuando a la policía se le va la mano y mata a algún inocente muchacho indio, árabe o negro.
Los líderes europeos de las últimas décadas pecaron de soberbia e ingenuidad. Crearon una moneda sobrevaluada que arruinó la industria y generó desempleo y malestar en todos los países de la zona. Las industrias europeas no tuvieron más camino que « deslocalizarse » en países asiáticos o latinoamericanos que ahora aparecen como economías emergentes y se dan el lujo, como China, India y Brasil, de ofrecer ayuda a la vieja región de los imperios francés, inglés y germano.
Para sobrevivir y mantener el ritmo y el lujo a que estaban acostumbrados y seguir suministrando subvenciones y ayudas a los países precarios que admitieron en su club, los europeos se endeudaron y ahora cargan el peso de fabulosos déficits incontrolables. Devorada por la especulación de los capitales financieros mundiales, la exoneración de impuestos a los ricos y las múltiples trabas que hacen imposible la agilidad económica y la prosperidad de la pequeña y mediana empresa, Europa toda es ahora un monstruo gordo y enfermo a punto de estallar, gobernada por jóvenes líderes tecnócratas formados en escuelas elitistas que hablan lenguajes incomprensibles, convertidos en Calígulas infatuados del siglo XXI.
Detrás de las bellas ciudades y junto a los remanentes arquitectónicos de milenios de gloria pasada, ronda la miseria y el hambre, la desesperanza de una juventud sin empleo que tiene como única perspectiva sostener y ver envejecer a las viejas generaciones privilegiadas y a las multitudinarias burocracias de los diversos estamentos, ávidas de dinero y poder como centuriones romanos.
El aquelarre lo celebran los líderes de la Unión Europea en Bruselas, congresistas europeos de Estrasburgo, gobiernos nacionales y regionales, parlamentarios, diplomáticos, expertos, politicastros, comunidades autónomas, mientras en la calle sobrevive aplastada por el euro y los impuestos una población cada vez más pobre y separada de sus aristocracias políticas, tal y como alguna vez ocurrió en una Roma aplastada por sus ebrios Calígulas y Nerones. Europa es ahora una Torre de Babel a punto de desplomarse y sobre sus ruinas reinarán como antes de la guerra los filósofos, poetas, putas y cómicos de El Angel azul, el inolvidable cabaret de Marlene Dietrich.

lunes, 12 de septiembre de 2011

EL LIBRO DE LAS 56 CELEBRACIONES

Por Eduardo García Aguilar

* En El Libro de las Celebraciones sólo aparece una foto: el retrato de Fernando González, hecho por Guillermo Angulo.

Jineth Ardila, Santiago Mutis Durán y Juan Manuel Roca, quienes siempre están listos para emprender con generosidad los proyectos más utópicos en favor del arte y la poesía, lograron hacer realidad el libro más bello y necesario. Se trata de El libro de las celebraciones, editado por la Fundación Domingo Atrasado, y en el que los tres curadores del proyecto convocan a más de cincuenta autores colombianos para escribir un homenaje personal a su figura querida del arte, las letras o el pensamiento de Colombia en el siglo XX. En un país tan terrible como el nuestro, donde la ley es el olvido y el ostracismo para la gente que dedica su vida a ejercer el arte, a enseñar, a amar, a cantar, a cuidar la naturaleza, y donde por el contrario se encumbra y se premia a los pillos y asesinos, rescatar a esos hombres y mujeres buenos —en el buen sentido de la palabra «bueno»— era necesario para que, desde el más allá o el más acá, nos den energía renovadora para vivir en estos tiempos difíciles.

Muchos de ellos brillaron al mismo tiempo que llevaban una vida modesta como maestros u oficinistas, sorteando los dramas del exilio, la pobreza, la enfermedad, el olvido o la incomprensión. Algunos publicaron sus obras en ediciones modestas, emprendieron proyectos de revistas efímeras que hacían con las uñas, dieron clase con pasión a alumnos que los recuerdan, o lucharon contra la injusticia del país como se lucha contra un monstruo invencible de mil cabezas. Sus voces se escuchan todavía en cafés como El Pasaje, el Saint Moritz o El Colonial de Bogotá. Esos viejos nuestros caminan aún fantasmales por la Séptima, del brazo de sus amigos o sacudiéndose de la lluvia del siglo XX —todavía por armar— con paraguas y sombrero Stetson.

Cuando por fin me llegó el libro a París, me senté a devorarlo en el café Sarah Bernhardt, en la Plaza de Châtelet, junto al río Sena y con los torreones puntiagudos del Palacio de Justicia al frente, mientras ardía el sol de junio. Desde lejos y en ese lugar privilegiado las palabras de la tierra me llegaban mucho más dulces o más amargas, y brotaban de las páginas con peligrosa efectividad, como puñetazos de boxeador o revelaciones angustiosas de ese inmenso rompecabezas cultural que es el siglo XX en Colombia.

Pasar revista a esas figuras entrañables y verlas salir desde la humareda del desastre renueva hasta al más escéptico. Ahí están los retratos de quienes nos dejaron hace tiempo, como Ciro Mendía, Fernando González, León de Greiff, Luis Vidales, Aurelio Arturo, Jorge Zalamea, Leo Matiz, Alejandro Obregón, Fernando Charry Lara, Manuel Zapata Olivella, Jorge Gaitán Durán, Héctor Rojas Herazo, Pedro Gómez Valderrama, Enrique Buenaventura, Hernando Valencia Goelkel, René Rebetez, Feliza Bursztyn, Estanislao Zuleta, Ignacio Chávez, R. H. Moreno Durán, Miguel de Francisco, Jorge García Usta, César Pérez y Andrés Caicedo, para mencionar sólo a algunos.

Cada retrato es un mundo: ahí está el viejo loco Fernando González fotografiado y contado por Guillermo Angulo, muy real, lejos del mito y la leyenda. Volvemos a ver ese personaje lleno de luz que era Leo Matiz, convertido ahora en celebridad mundial del arte fotográfico, y además el hombre más modesto y sencillo. Jaime Echeverri nos cuenta un instante en la vida de un oficinista discreto que tomaba tinto en El Pasaje y se llamaba Aurelio Arturo. Juan Manuel Roca nos habla de Alejandro Obregón, ese otro generoso a flor de piel y amigo que iluminaba todo a su alrededor con afecto y whisky. Nicolás Suescún nos presenta a Hernando Valencia Goelkel, figura ponderada que dijo lo que tenía que decir y es ejemplo de rigor y ética intelectuales. Lisandro Duque nos cuenta, con la maestría narrativa y la vena humorística que lo caracteriza, la vida de su amigo el cineasta español José María Arzuaga, quien vino a Colombia por loco y se quedó, malogrando tal vez una gran carrera cinematográfica. Y volvemos a ver a Ignacio Chávez, el hombre abierto y tolerante que recibió la estocada del infame régimen actual como pago por una vida de entrega a la palabra y a la amistad.

Entre los vivos Gustavo Álvarez Gardeazábal nos presenta a Otto Morales Benítez, una fuerza proteica que debió ser presidente. Joe Broderick nos trae al sorprendente Fernando Oramas, Ignacio Ramírez a Antonio Samudio, y hay semblanzas de Germán Espinosa y Teresita Gómez, de Andrea Echeverri y Efraim Medina, dos necesarios niños terribles de la cultura colombiana en movimiento. Pero el texto que más me conmovió, por su belleza romántica, gótica y erótica, y sin duda uno de los más logrados del libro, es el de Patricia Restrepo, quien nos entrega en carne viva los últimos días y horas de Andrés Caicedo, ese ídolo de leyenda que conquistó la eternidad por su gesto de rebelión total, al suicidarse el mismo día en que salió su primera novela, Que viva la música, clásico de la literatura colombiana.

Minuto a minuto vemos a esos dos muchachos enamorados, iconos de una generación desbocada cuyo fulgor en los años setenta está por revisar, contar y reactivar. Los tenis rojos de Patricia en el sepelio son el símbolo de la más absoluta soledad de la generación de los nacidos en los años cincuenta, quienes se quedaron para sobrevivir, encanecer, envejecer, engordar, cuando habían soñado con hacer explotar el mundo con arte, cine, poesía, rumba, sexo y ron. Los jeans que Patricia se quita en el estoico nido de amor, sus cuerpos desbocados en un lecho de piedra, la forma peculiar y excéntrica de bailar la salsa, las cartas de amor, las pataletas de los enamorados, salen de esas pocas páginas para quitarnos la respiración y revelarnos el desastre generacional de sobrevivir y envejecer en el caos de la superboba patria.

En fin, en este primer volumen de El libro de las celebraciones aparecen más de cincuenta personajes que debemos abrir y explorar para entender un poco el hecho de ser colombianos y no morir en el intento. Es un libro necesario para tratar de entender la cultura colombiana del siglo XX, con sus aristas, sombras, destellos y desfallecimientos. Ese siglo que en su crepúsculo nos dio la sorpresiva voz mítica de Andrea Echeverri, leyenda viva cuyo retrato, escrito por su homónima Andrea Echeverri Jaramillo, abre puentes entre dos generaciones rebeldes. Este penúltimo texto nos hace visitar la creativa Colombia underground, donde vibra la fuerza artística que pasa de generación en generación y se transmuta en el inmenso dragón sediento de futuro.

En las nuevas entregas aparecerán sin duda muchos más personajes que están por contar, como Danilo Cruz Vélez, Darío Mesa, Maruja Vieira, Meira del Mar, Jaime García Maffla, Harold Alvarado Tenorio, Fernando Denis y Ramón Illán Bacca, entre muchos otros que nos acompañan, y eso sin contar decenas y decenas de los que se fueron y aún no nos han revelado todos sus secretos. Colombia arde en estas primeras 278 páginas de sorpresas inolvidables, mostrándonos que el dragón de la cultura colombiana está vivo: León de Greiff, Fernando Charry Lara, Andrés Caicedo, Alejandro Obregón y Enrique Buenaventura, desde el firmamento, nos incitan a seguir su camino para conjurar la mansedumbre de estos tiempos dominados por los peores asesinos y bandidos disfrazados de padres de la patria.

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EL LIBRO DE LAS CELEBRACIONES. Curadores y editores: Jineth Ardila, Santiago Mutis Durán y Juan Manuel Roca Fundación Domingo Atrasado Bogotá, 2007. 278 páginas.

sábado, 10 de septiembre de 2011

11 DE SEPTIEMBRE: LOS ATENTADOS DEL MAL Y DEL BIEN

Por Eduardo Garcia Aguilar

Una década después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas, la humareda que ondeaba sobre Nueva York parece todavía cercana y la era de George W. Bush y sus graves errores estratégicos son episodios aún no superados de la historia contemporánea de Estados Unidos.

Este domingo, el presidente Barack Obama y su antecesor se presentarán juntos en la herida abierta del Ground Zero, en pleno Manhattan histórico, para conmemorar la fatídica fecha que suscita todo tipo de reflexiones sobre la primera década del siglo XXI, marcada por una absurda guerra religiosa entre el bien y el mal, entre el Islam y el Cristianismo, mientras crecía soterrada la grave crisis financiera mundial.

Nadie podía creer lo que veía y mucho menos la noticia de que el Pentágono había sido atacado y que la Casa Blanca se salvó de milagro luego de que pasajeros desviaron heróicamente el avión antes de estrellarse. Todos sabemos donde estábamos en ese instante, qué nos disponíamos a hacer y qué palabras pronunciamos sumidos en el estupor.

Como en los tiempos de los ataques suicidas japoneses que precedieron el estallido de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki en 1945 para terminar la guerra, los televidentes del mundo temblábamos ese día ante la posibilidad del estallido de una conflagración mundial. El presidente estadounidense fue puesto a salvo en un lugar secreto y el vicepresidente y los más altos dignatarios se refugiaron en búnkeres subterráneos mientras pasaba el peligro.

Golpeada en su centro y en sus símbolos por el grupo fanático privado Al Qaida y no por un Estado enemigo, la potencia norteamericana se tambaleó ese día, y luego se plantearon las nuevas alternativas de retaliación, iniciadas con una guerra de Afganistán que se ha convertido en un Vietnam moderno.

Los estrategas de la guerra y los expertos de la diplomacia saben que vale menos la retaliación ciega y caótica de un poderoso monstruo herido que la secreta planificación de las respuestas con cabeza fría, buscando verdaderos efectos y beneficios a futuro. Y que no tenía sentido lanzar al mundo en una tensa guerra indiscriminada de palabras entre el bien y el mal, tal y como lo plantearon los gobernantes de turno, pues ese tipo de acontecimientos se enracinan en fenómenos más complejos con causas profundas que requieren análisis, cartografías, diplomacia y cirugías rigurosas.

Al lanzar una guerra entre el bien y el mal, en este caso el "terrorismo", que es una palabra ambigua que se refiere a un método y donde cabe todo, la potencia engrandeció y diplomó a los fanáticos y les dio el rango del que carecían. Pero lo peor fue que bajo ese gobierno los más radicales halcones de la derecha estadounidense, los grandes lobbys de la industria armamentista y los herederos del sectarismo ideológico se adueñaron de la Casa Blanca e hicieron marchar al mundo a su ritmo, provocando una inútil guerra en Irak, que no tenía nada que ver con los atentados.

Para muchos expertos, como Joseph S. Nye, ex vice secretario de Defensa de Bill Clinton y el excanciller francés socialista Hubert Vedrine, fue un error declarar una "guerra mundial contra el terrorismo". Nye dice que "el precio real del 11 de septiembre para Estados Unidos es tal vez el de un error estratégico", pues durante la primera década del siglo XXI, cuando "el centro de gravedad económico mundial se inclinaba para Asia , ellos se preocupaban por una guerra inepta en Oriente Medio". La crisis financiera mundial iniciada en 2008 reveló por demás que ahora se están repartiendo las cartas del poder mundial y las viejas potencias tienen ahora que negociar en serio con los países emergentes del antiguo Tercer Mundo, gestándose nuevas alianzas y consensos inéditos.

Francia, que en ese entonces no estaba alineada como ahora, tuvo el honor de rebelarse en las Naciones Unidas en la voz del ministro de Relaciones exteriores Dominique de Villepin, el 14 de febrero de 2003, para advertir el error que significaba esa sangrienta guerra de Irak, que causó un millón de muertos, devastó el país y contribuyó a radicalizar con mayor fuerza a los grupos fanáticos del islamismo radical, que se volvieron franquicias de un Mc Donald's del terror y causaron baños de sangre desde la periferia asiática, medioriental y africana hasta el centro de las capitales occidentales como Madrid, en 2004, y Londres, en 2005.

Ahora la verdad es que hay otras Torres Gemelas económicas que amenzan con caerse y devastar muchos países ricos que ahora giran hacia el estancamiento, víctimas de su soberbia, los derroches en guerras inútiles y la tolerancia con los bandidos de cuello blanco de las finanzas mundiales. Mientras se hablaba del bien y el mal, los terroristas del dinero construían pirámides de especulación abusivas que aunadas al gasto delirante en guerras hacen temblar ahora los cimientos económicos del planeta, dejando una nueva humareda de recesión y pobreza.

lunes, 5 de septiembre de 2011

EL PREMIO FIL A VALLEJO Y LA LITERATURA COLOMBIANA

Por Eduardo García Aguilar
La Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL) otorgó su premio anual de Lenguas Romances 2011 a Fernando Vallejo, el más exitoso representante de una amplia generación de escritores colombianos nacidos en los años 40, en pleno estallido de la Violencia, en una Colombia tanática y ultramontana que describe con lujo de detalles el premiado en su saga novelística.
Que este premio al talentoso autor de El río del tiempo y La Virgen de los sicarios, nuestro Louis Ferdinand Céline, nuestro anarquista de derechas, sirva ahora para que la FIL abra con mesas redondas y debates una ventana a esta excelente generación colombiana posterior al boom, relegada por los éxitos arrasadores de sus mayores, pero que aunque solitaria, derrotada y dispersa, es de una solidez y variedad tales, que entre ellos hay varios autores merecedores del Premio Cervantes.
Con Linda Berg, Hernán Lara Zavala y Fernando Vallejo (1942), que es santo y gran estratega, logramos en 1994 traer a casi todos los miembros de esa generación a México para que leyeran y debatieran durante una semana en la Universidad Nacional Autónoma de México, Tlaxcala y otros sitios sobre los destinos de la literatura colombiana, memoria de lo cual es el libro Veinte ante el Milenio (Difusión cultural UNAM, 1994).
Todos estos autores, que ahora fluctúan entre los 60 y 70 años de edad, como Ramón Illán Bacca (1940), Oscar Collazos (1942), Fernando Cruz Kronfly (1943), Gustavo Alvarez Gardeázabal (1945), Luis Fayad (1945), Fanny Buitrago (1945), el finado R. H. Moreno Durán (1946), Ricardo Cano Gaviria (1946), Roberto Burgos Cantor (1948) y Marco Tulio Aguilera (1949), entre otros*, despuntaron a la vida y a la literatura cuando el país vivía en carne propia los estragos del asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán en 1948.
Colombia era entonces decimonónica y cesáreo-papista, dominada gracias al Concordato con el Vaticano por la jerarquía eclesiástica y las viejas castas conservadoras de orientación franquista, que en pugna violenta con el derrotado liberalismo de corte anglosajón, estaban empeñadas, en el contexto de la guerra fría, en conservar el poder y salvar el país para la Iglesia, Cristo Rey y el Sagrado Corazón de Jesús.
Buscaban además impedir a toda costa el advenimiento de la pecaminosa modernidad anglosajona o, peor aún, de la temible amenaza del comunismo soviético. O sea que por esas fechas, en el pobre país de Vallejo y en especial en la zona de donde es oriundo, Antioquia, se esgrimía como nunca la cruz contra la hoz y el martillo y se azuzaba al ignaro pueblo a matarse en los campos por esa hipotética amenaza.
En ese entonces se vivían las consecuencias del genocido practicado por tres gobiernos sucesivos conservadores, los del « zorro plateado » Mariano Ospina Pérez (1946-1950), el tribuno filo-falangista Laureano Gómez (1950-1953) y el dictador Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957), quienes para eliminar al rival electoral liberal y el crecimiento de la supuesta amenaza bolchevique, practicaron el exterminio en el campo con la policía política « chulavita » y los « pájaros », lo que causó el nacimiento de violentas autodefensas campesinas y guerrillas, que retaliaron con pistola, machete, desolación y muerte, tema este muy bien tratado por el gran narrador Gustavo Alvarez Gardeazábal en su clásico Cóndores no entierran todos los días.
Todos estos autores de sólida fomación intelectual empezaron a publicar y a debatir en los 60, cuando reinaba el Frente Nacional, que repartió el poder entre las dos fuerzas políticas enemigas y surgía un nuevo país urbanizado que disolvía los viejos moldes parroquiales y se abría hacia las corrientes culturales provenientes de Estados Unidos y Europa. Los escritores mayores que empezaron el desorden literario fueron los hasta ahora insuperables Alvaro Mutis (1923) y Gabriel García Márquez (1928), pertenecientes a la generación de la revista Mito, dirigida por Jorge Gaitán Durán.
A Colombia llegaron nuevos vientos estéticos a través de la emblemática librería Buchholz, las galerías de arte y las salas de cine. El existencialismo, la nueva novela, el cine de autor, el pop art, la contracultura de Beatniks y hippies y el movimiento de Peace and Love estadounidense contra la guerra de Vietnam, así como la rebelión de mayo del 68 trajeron al país una ola de liberación sexual y literaria, con el surgimiento del movimiento feminista, la reivindicación homosexual, el fin del traje y la corbata y el surgimiento de nuevas generaciones poéticas irreverentes que dejaron atrás para siempre el arte rimbombante del modernismo rezagado.
La mayoría de esos autores de la generación de Vallejo tenían como destino ser curas, abogados, proxenetas o guerrilleros izquierdistas, pero la explosión cultural y la desagregación social y sexual del país los llevaron por los caminos del arte, mientras por las calles predicaban los poetas nadaístas de Gonzalo Arango, X 504 y Jotamario, también nacidos en los años 40, quienes irrumpieron a partir de 1958 en las iglesias para pisotear hostias y escandalizar monjas, como hace Vallejo, que es sin duda el último nadaísta.
En esta generación, además de los nadaístas --- discípulos como Vallejo del iconoclasta ensayista antioqueño Fernando González---, figuran autores que optaron por asumir los retos de la experimentación y un trabajo profundo del lenguaje, las temáticas y las voces, a los que se agregan historiadores, sociólogos y filósofos que renovaron las ciencias sociales en las universidades y enseñaron a pensar con rigor y sin odios heredados. El premio de la FIL 2011 a Vallejo, puede ser una buena ocasión para que desempolvemos todos los libros de esos autores y tengamos así una visión más amplia y rigurosa de la literatura colombiana, más allá de Macondo y los sicarios.



Publicado en Excélsior. México D.F. Domingo 4 de septiembre 2011.
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* Otros narradores notables de esta generación son Darío Ruiz Gómez (1936), Rodrigo Parra Sandoval (1937), Nicolás Suescún (1937), y el fallecido Germán Espinosa (1939), así como otros nombres nacidos en los 40 como Jaime Echeverry, Francisco Sánchez Jiménez, Alonso Aristizábal, Albalucía Angel, el fallecido Alberto Duque López, Néstor Gustavo Díaz, Gabriel Uribe Carreño, Adalberto Agudelo, Milciades Arévalo, Héctor Sánchez, Carlos Perozzo, Umberto Valverde, Miguel de Francisco, Jaime Manrique Ardila, entre otros.

jueves, 1 de septiembre de 2011

JOSÉ EMILIO PACHECO EN LA CASA SILVA

Por Eduardo García Aguilar

El agosto de 2009, en la penumbrosa Casa de Poesía Silva de Bogotá se presentó el poeta mexicano José Emilio Pacheco (1939), quien acababa de obtener el consagratorio Premio Cervantes, semanas después de recibir el Reina Sofía de poesía. Aquella tarde de viernes en Bogotá caminé por la séptima y luego por las calles de La Candelaria para llegar a tiempo a la casa del suicida autor de Gotas amargas y De sobremesa.
Las calles estaban llenas de gente, en las esquinas viejos cantantes de tango engominados interpretaban la Cumparsita y decenas de saltimbanquis y mimos hacían piruetas para el público vespertino de la multitudinaria Bogotá. Como muy pocas veces regreso a Colombia, me emocionaba caminar entre el gentío por la séptima, comprobando que seguía siendo el dominio de la plebe de barrios bajos y suburbios, de los desempleados y empleados modestos que se apresuran a tomar el transporte colectivo o estudiantes que se despliegan a encontrarse con amigos en alguna taberna improvisada.

Sin duda hervían también por esas calles carteristas, cuchilleros, espías del DAS y vendedores de lotería, mendigos y estudiantes pobres de universidades y colegios públicos. Y en medio de esa barahúnda, el chilango José Emilio Pacheco trataba de llegar a la Casa de Poesía Silva sorteando en el vehículo en que lo llevaban el embotellamiento infernal de las calles bogotanas.

Como yo iba a pie conmovido por el reencuentro con la entrañable Bogotá que sólo veo de cuando en vez, pude llegar a tiempo al santuario de la poesía colombiana como un caminante de los tiempos de la Gruta Simbólica de Julio Flórez, mirando con nostalgia las pequeñas fondas y las colegialas que volantoneaban por las calles de la vieja Bogotá colonial con minifaldas cuadriculadas color verde savia y camisas blancas cubiertas por un modesto suéter café. No podía perderme al poeta Pacheco en La Candelaria.

En la Casa Silva me encontré con Hugo Chaparro Valderrama y Genoveva que ya estaban en segunda fila, con la poeta bogotana Eugenia Sánchez Nieto y con Alberto y Margarita Ruy Sánchez, en primera fila, quienes esperaban al sabio mexicano. Tras una espera entró por fin Pacheco, quien con sentido de humor contó las peripecias de sortear en vehículo las intrincadas calles coloniales bogotanas parecidas a las de una agitada Shanghái de tiempos de entreguerra o una lejana Calcuta bengalí, caótica y alegre, demencial, cómica, grotesca y terrible, pero en el fondo real, surreal y llena de vida.

Pacheco, con el inconfundible rostro pálido enmarcado por gafas cuadradas de carey y el corte de pelo de eterno adolescente aplicado de los años 50, se colocó en la mesa, posó a un lado su novedoso bastón valleinclanesco, y lejos de la solemnidad que suelen agenciar los autores, distendió el ambiente con bromas y chistes para excusarse por el retardo y desde ese instante hasta al final leyó versos y prosas de sus dos últimos libros y creó un especial ambiente de informalidad agradecido por los asistentes que llenábamos la sala central y las adyacentes, en espera del “canelazo” santafereño que nunca llegó.

El autor de Morirás lejos y Batallas en el desierto obtuvo hace años el Premio de la Casa Silva, primer galardón de carácter continental que mereció cuando era sólo considerado un polígrafo, autor raro, extraño erudito rodeado de libros en su casa de la colonia Condesa de la ciudad de México, no lejos de la Capilla Alfonsina de su maestro Alfonso Reyes. Y verlo ahí esa noche de agosto entre los aires santafereños y decimonónicos nos parecía un hecho insólito, salido de la novela De sobremesa de Silva o de las historias excéntricas de Joris-Karl Huysmans, ambos autores simbolistas y decadentes. Era una lectura histórica que no se podía perder un colombiano que ama a México y a toda su profunda tradición poligráfica. Sólo faltaba la gigantesca tortuga recamada de esmeraldas de Des Esseintes.

Durante los tres lustros que viví en México comprobé que José Emilio Pacheco ha sido para los mexicanos una universidad permanente a distancia, ejercida a través de la columna semanal Inventario, publicada inicialmente en Proceso, ventana minuciosa a todas las literaturas del mundo y una revisión crítica de los autores mexicanos y latinoamericanos olvidados o por conocer. Con una prosa transparente, sin escándalos y con profunda generosidad magisterial de erudito, Inventario ha creado vocaciones entre los nuevos e incitado las curiosidades de los infectados literarios. Esperábamos cada semana ansiosos ese texto para partir luego a las librerías de viejo de la calle Donceles a hallar libros de los autores recomendados por él.

Sus novelas cortas también han sido un descubrimiento, como Batallas en el desierto, donde despunta el erotismo desde la perspectiva adolescente en el vientre romano de la ciudad de México, cuando aún era una región transparente del aire, o en Morirás lejos, sobre los avatares de la diáspora judía, ambas publicadas por Era. Su poesía, entregada gota a gota a través de las décadas, es una conversación sobre las cosas esenciales, desprovista de himnos, engolamientos y corbatines tan usuales en la poesía escolar y juiciosa de México y otros países latinoamericanos.

La primera vez que vi a Pacheco fue a principios de los años 80, presentado a él entre la algarabía mexicana una noche tras una presentación de libros, por uno de los más brillantes compañeros de su generación, el gran poeta Francisco Cervantes, el ya fallecido rebelde lisboeta-queretano con quien están en deuda en México en estos momentos de olvidos y consagraciones.

Otra vez lo vi en la Feria del Libro de Guadalajara en 2006 para comprobar en directo la memoria asombrosa que lo puebla, cuando recordó de inmediato con escalofriante precisión un artículo mío de un cuarto de siglo antes sobre la traducción suya de Epístola: In Carcere et Vinculis (De profundis) de Oscar Wilde, publicada por Seix Barral, en 1980, y la última en el hotel Tequendama de Bogotá, al día siguiente del recital en Casa Silva, al lado de los novelistas Elmer Mendoza y Oscar Collazos.

José Emilio Pacheco ha sido para muchos el ejemplo más transparente de lo que es el ejercicio literario. Estar en la literatura y para la literatura sin aspavientos, lejos del mundanal ruido pero entre el ruido mundanal de las calles, habitado por la curiosidad permanente de conectarse con los fantasmas de los escritores que pueblan el reino del olvido.Por eso hay que creerle cuando dijo, al conocer la noticia del Premio Cervantes, que “no soy ni el mejor poeta de mi barrio”, porque sabemos con él que Sócrates sólo era el mejor filósofo de la plaza del pueblo y Miguel de Cervantes Saavedra sólo un pequeño escribano que soñaba con un nombramiento en Cartagena de Indias, en la Nueva Granada, y fracasó en el intento.

LOS POETAS LATINOAMERICANOS

Eduardo García Aguilar
Después de leer « Visiones de lo real en la poesía hispanoamericana » , del ecuatoriano Mario Campaña, editada por DVD ediciones en España, es legítimo pensar que las personas más notables del continente son y han sido los poetas. Porque en un mundo que tiene como prioridad la guerra, la competencia y la codicia insaciables, el bullicio de las telenovelas y el fútbol, aplicarse a un arte tan minoritario e ignorado es una prueba de rebeldía y generosidad.
En el ejercicio solitario de la poesía están implicados todos los sentidos y la aventura por esos caminos es una muestra de que aún hay esperanzas en el hombre. Que en vez de ejercer la vacía y rentable palabrería de los políticos, la intonsa jerga de economistas , juristas y novelistas, un hombre prefiera el lenguaje poético, que sin duda lo llevará más rápido al olvido y a la pobreza que a la gloria, es síntoma de demencia o altruismo y confianza en el hecho de existir.
En este libro figuran poetas del siglo XX como el argentino Enrique Molina, Carlos Martínez Rivas y Pablo Antonio Cuadra, de Nicaragua, los chilenos Gonzalo Rojas y Nicanor Parra, el colombiano Alvaro Mutis, el cubano Eliseo Diego y los peruanos Blanca Varela, Carlos Germán Belli y Jorge Eduardo Eielson, entre otros. Esos nombres desconocidos para muchos ejercieron otros oficios para vivir de manera pacífica y sin hacer mal a nadie y en los tiempos libres, en la soledad de las tardes o las madrugadas, convocaron palabras que deslumbran y nos hacen mejores. Hubo grandes lectores de poesía entre los capitanes de los barcos que a media noche, bajo la tormenta, en el camarote, a la luz de una débil bujía recorrieron las palabras de esos que vivieron a la deriva.
La antología comienza con Enrique Molina, hombre con pinta de capitán, bajo de estaura, pero musculado, a quien vi una vez antes de que muriera, en un recital en México, en uno de sus últimos viajes que realizó a ese país. Su poesía es marina, erótica, y poemas como « Rito acuático » o « No Róbinson » son joyas inolvidables dedicadas a la pasión amorosa, a la usura de los cuerpos. Luego sigue Pablo Antonio Cuadra, mítico, alto, flaco y elegante, director de un gran periódico, con quien crucé unas palabras felices al subir por el ascensor del Hotel de la Ciudad de México, donde se realizaba un encuentro internacional de poetas. Comparte con su compatriota Carlos Martínez Rivas, autor de « La insurrección solitaria », esa capacidad revolucionaria iniciada con Rubén Darío que los hace inesperados, extremos y originales.
Más adelante uno se topa con la poesía de ese renovador increíble que es Nicanor Parra, que nos sorprende a cada renglón y nos hace desternillar de risa, invadidos por la ironía y el sarcasmo y la facilidad con que da otros sentidos a las manidas palabras. Nada que ver con la retórica preciosista latinoamericana y con « escribir bonito »: Parra descarriló a la poesía latinoamericana y la puso a caminar por los barrios y la vida cotidiana, como nos muestra ese duro y cruel poema dedicado a « La víbora ». Su compatriota Gonzalo Rojas es otro de los que usan la palabra como una cauchera, quebrando verso a verso la vidriera de la realidad, jugando con las retóricas para demolerlas con el más cruel sarcasmo. Lo vi una tarde de mayo de 1998 frente al Palacio de Bellas Artes donde había estado el féretro del gran Octavio Paz. Jorge Teiller, del sur chileno, nos comunica, por el contrario, la lluvia y la humedad de los páramos, cerca a rieles abandonados entre la soledad, el desamor y el margen. Es una poesía desolada de ángel caído.
Eliseo Diego, Alvaro Mutis, Carlos Germán Belli, Eielson, Blanca Varela, Rosario Castellanos, Idea Villarino, Jaime Sabines, Enrique Lihn, Juan Gelman, Roque Dalton y Eugenio Montejo son otros de los autores incluidos en esta antología de poesía latinoamericana dedicada a quienes bajaron de los pedestales de mármol y se untaron del barro. Al cubano Diego, lo vi con todos los sobrevivientes del grupo de Orígenes durante el homenaje que se le hizo por recibir el Premio Juan Rulfo en la Feria del Libro de Guadalajara, el mismo año que estuvo dedicada a Colombia. Murió poco después y entonces estaba ahí silencioso, sabio y profundo como si supiera su inminente fin.
Al gran Alvaro Mutis, cuya poesía y la saga novelística de Maqroll el Gaviero son de las obras mayores del siglo XX, lo he visto en México, Bogotá, París y Madrid, con ese entusiasmo permanente y generosidad de quien sabe que la vida es un premio equivocado. Capitanes, contrabandistas solitarios, mujeres perdidas, enfermos, viajeros, pueblan esa obra vasta que nos cambia y de la que salimos distintos.
Belli y Eielson son « raros » como todos los poetas peruanos : siempre encuentran una veta inédita para bucear en un mar de palabras extrañas y encontrar sus propios caminos. El mexicano Jaime Sabines y Juan Gelman escriben una poesía que puede ser bolero o tango : el primero dulzón como los boleristas, lame de adjetivos, lágrimas y gomina el cuerpo femenino y el segundo, como en sus poemas « Ofelia » y « Mujeres », descree de la poesía con mayúscula y la acerca al barrio y al arrabal. De tanto demarcarse, Gelman ha creado un mundo propio en los santuarios de la poesía latinoamericana. Y de las mujeres salvadas, se destaca la Blanca Varela, con esa poesía vasta y estricta, llena de libertad, porque en su generación la rebeldía de la mujer poeta tenía que ser siempre doble.
Mucho se puede decir de todos esos poetas latinoamericanos del siglo XX, pero al escuchar su palabra, comprendemos que son grandes profetas destronados. Porque antes, en el siglo XIX y en el albor del XX, la poesía y el poder cohabitaban en los palacios presidenciales y los poetas como Nervo, Santos Chocano y Neruda discurrían hinchados en carrozas de gloria, ungidos de solemnidades como sapos rodeados de áulicos croantes. Después, los poetas perdieron el poder y fueron lanzados al margen. Por eso todos los incluidos en esta antología de lo « real hispanoamericano » son campeones sin corona. Reyes desnudos y tiernos sin laureles ni cetro.