sábado, 20 de febrero de 2010

JAZZ EN EL BAISER SALÉ


Por Eduardo García Aguilar
En pleno centro de París, junto a la plaza de Châtelet y la milenaria Torre Saint Jacques, hay una calle dedicada al jazz llamada la rue de Lombards, donde se concentran varios de los mejores sitios jazzísticos de la ciudad. Uno de ellos es El Beso Salado (Baiser Salé), pequeño rincón donde cada lunes François Constantin anima una Jam Session que siempre tiene sorpresas y da espacio a todos los intérpretes de paso por la urbe luminosa.
Constantin, fornido, enérgico y con la cabeza rapada como un Taras Bulba o un Yul Bryner, lo anima desde hace unos 20 años con la misma alegría e intensidad de siempre, heredada de la actividad musical y artística de sus padres. Percusionista infatigable, se coloca en el centro del pequeño escenario y desde ahí dirige una primera sesion central, a la que son convocados músicos profesionales, bateristas, bajos, pianistas, saxofonistas, trompetistas, clarinetistas y cantantes.
Luego vienen dos sesiones donde participan al azar los músicos provenientes desde todos los rincones del mundo y se dan cita en espera de participar y expresarse lúdicamente en honor del jazz. A veces es un saxofonista o un trompetista japonés, otras un guitarrista sueco o noruego, de repente bateristas o percusionistas sorpresivos que improvisan mientras el ambiente se calienta y llega a extremos de éxtasis. Y en medio de la fiesta aparecen a veces jóvenes y bellas cantantes que saltan al escenario y sorprenden con su talento, en una especie de semillero de nuevas estrellas musicales inundadas por la auténtica vocación musical y la generosidad del gran jefe Constantin. Son nombres anónimos que se suceden allí a lo largo de las horas, casi hasta las tres de la mañana, cuando todos bajan a tomar la ultima copa y a dispersarse en la noche siempre viva de París. Abajo, en la pantalla de video del bar, estará pasando Prince o Eric Clapton y por la calle se ve el ir y venir de turistas y estudiantes noctámbulos en busca del último Pub, como uno cercano que abre hasta la madrugada, donde se alternan grupos aficionados de rock.
La Jam Session de François Contantin nos reconcilia con la música y con la energía de hacer arte por el arte, tomándolo como juego, pasión que se satisface en el delirio de gozar y ser en la música. Siempre hay varias sorpresas propiciadas por esos anónimos que llegan con sus instrumentos a la sala y esperan juiciosamente entre el público a que Constantin, con su autoridad inobjetable, los llame a conformar el caleidoscopio de los grupos formados al azar.
De pronto una bella chica rubia de 20 años toma las congas y se luce y con timidez pide al jefe que haga subir a un muchacho que debe ser su novio, un altísimo nórdico post- adolescente que se revela un gran guitarrista y arranca los aplausos de la concurrencia y las miradas lánguidas de las bellas. Más tarde será un conguero demoniaco, que entra en trance y expresa con sus gestos el viaje inagotable que ha emprendido con sus manos fuertes sobre el cuero tenso de los tambores, en la ordalía africana y ultramarina que convoca con sus ojos cerrados.
Con mucha frencuencia llegan allí musicos norteamericanos, japoneses, de Shangai, Hong Kong, Alemania o Corea del Sur, que maravillan por el talento al interpretar los instrumentos de viento. Y así van pasando las horas, casi en familia, con el salón lleno y las copas y las veladoras sobre la mesa, hasta que Constantin levanta la sesión y se seca el sudor de su cabeza rapada, como ocurre siempre, pues cada sesión es un éxito.
En estos primeros meses del ano 2010 ha cantando la brasileña Catia Werneck, que reside desde hace tiempo en París y es gran vocalista. Antes de partir de gira por Francia y Europa ha venido a animar casi en familia los lunes de El beso salado, con el acompañamiento de un gran pianista joven, Vincent Vidal y el bajo el alegre y festivo sonido del bajo Munir Hosn. Ha sido el mes del jazz brasileño y ella nos ha maravillado con su voz y la simpatía cálida venida de Brasil, donde inició su carrera musical tras obtener un diploma universitario prometido a su padre, preocupado por la incierta vocación musical de su hija.
Y en efecto cuando uno ve saltar a todas esas jóvenes que suben al escenario, o a los músicos noveles con la mirada poseída de ilusión artística, se comprede que la vocación musical es tan incierta como la poética. Los músicos están poseídos por la poesía y la poesía por la música interna de las palabras. Estar poseído por la música, traer ya casi innato el talento, la voz brillante, el ritmo inagotable y contra viento y marea optar por una vía muy peligrosa, es el secreto de los músicos que proliferan en el mundo y para quienes el estrellato sólo llega a unos cuantos, a veces no los mejores, porque la fama es asunto de azar.
Por eso alegra ver a todos esos músicos que llegan hacia las diez de la noche al Beso Salado, se instalan en las mesas y esperan el momento de irrumpir. Entre los que han pasado por ahí están
Dave Weckl, Marcus Miller, Danilo Perez, Keziah Jones, Roy Hargrove, Richard Bona, Samuel Torres, Ernesto Simpson, Paco Sery, Linley Marthe, Etienne Mbappé, Arturo Velasco, Pierrick Pedron, Stéphane Belmondo, Eric Legnini y muchos etcéteras más bajo el liderazgo de François Constantin.
Constantin, hijo de la cantante y actriz Lucie Dolene y de Jean Constantin, compositor y músico francés de la farándula de los años 50 y 60, autor de la música para el film Los 400 golpes de Truffaut, creció en medio de la música y los escenarios. Empezó a tocar piano a los cinco años, a los 12 la batería, a los 14 la percusión clásica en la Escuela Normal de Música de París, y a los 16 las percussions cubanas, brasileñas y africanas, a las que se dedicaría después tras cumplir su servicio militar. Y ahora, después de tantos años, sigue con la pasión y la generosidad intactas, ofreciéndonos los lunes más felices y calientes de París, como homenaje al Jazz que inmortalizó Julio Cortázar en su inolvidable novela Rayuela o a las presencias fantasmales de Miles Davis y Chet Baker, que nos vigilan escondidos entre la penumbra del público, en una ciudad que vive para el jazz.