miércoles, 26 de mayo de 2010

HERTA MÜLLER Y LOS ESCRITORES DESCONOCIDOS

Por Eduardo García Aguilar
Es muy saludable para el arte cuando el premio Nobel de literatura es otorgado de manera acertada a escritores desconocidos como Herta Müller, Gao Xingjian, Wyzlaba Symborszka, Wole Soyinka o Imre Kertesz, Elfriede Jelinek, surgidos del margen, lejos de las esferas del poder, el marketing, el arribismo y la representación.
La literatura por estos tiempos se ha vuelto un desfile de marketing y los escritores en general son hoy sólo productos de algún monopolio editorial mundial capaz de convertir a un asno o a un jabalí en genio de la literatura, a punta de publicidad e intoxicación de periodistas en las secciones culturales y críticos acríticos en las universidades.
En este caso, el premio Nobel de Literatura 2009 fue dado una autora de mi generación, que nació en la misma estación del año de 1953 cuando murio Stalin y cuyos primeros libros fueron publicados a comienzos de los años 80 en Rumania, país de la esfera soviética dominado por la dictadura comunista y bajo la imagen patriarcal del tirano Nicolau Ceaucescu y su esposa, la bienamada Helena.
En la foto que aparece en el primer libro que publicó en francés en 1988, en una editorial marginal, Herta Müller aparece con la pinta algo punk, un corte rebelde de pelo y una vestimenta tîpica de los jôvenes que detrás de la Cortina de hierro trataban ya de liberarse de décadas de propaganda oficial y pobreza : chaqueta y camisa de jean desleído, largos aretes de pacotilla, un suéter de poliestireno y la mirada de la muchacha pobre recién emigrada de 34 años que no se imagina que dos décadas después ganaría el premio Nobel.
«El hombre es un gran faisán en la tierra» pasó totalmente inadvertido en Francia y es un milagro si en alguna librería de viejo de París, entre volúmenes empolvados, se encuentra un ejemplar. Es una novela corta divida en pequeños segmentos titulados y por medio de una prosa de frases cortas hace el fresco de un infeliz pueblo rumano donde muchos quieren huir hacia el oeste y escapar de la pobreza y el totalitarismo. Los personajes son arquetipos del margen : el ebanista, el molinero, el tendero, el cartero, el policía, el cura, el lechero, el cantinero y en medio de todos mujeres derruídas y muchachas jóvenes que tienen que dejarse manosear por hombres lascivos, entre ellos el cura o el funcionario, que a cambio de un acostón les entregan la partida de bautismo o un documento necesario para iniciar los trámites para el exilio. Nadie tiene un peso o un lei en este caso, todo es precario, la pobreza ronda en todas partes, el silencio es de rigor, la muerte y la enfermedad están presentes y los velorios ocurren bajo lluvias antediluvianas mientras el ebanista cuadra el ataúd y clava la tapa con puntillas oxidadas.
En los años 70 muchos de los estudiantes europeos del este y el oeste de Europa íbamos en primavera y verano a trabajar a Suecia, que era un próspero emporio nórdico de modernidad, para ganar mucho dinero y sobrevivir después en los fríos meses siguientes, después del tradicional regreso a clases en el otoño. En los restaurantes, oficinas, fábricas, cafés, residencias universitarias y discotecas suecas uno se cruzaba entonces con chicas venidas de los países del este dominados por la Union Soviética, muy parecidas a la de la foto de Herta Müller, en esta típoca edición modesta apta para animar a un nuevo autor promisorio. Rumanas, polacas, alemanas del este y yugoeslavas compartían con los latinoamericanos en el delirio del verano sueco. Me impresionaba esa avidez de las chicas del este, algunas cultas y muy interesantes, por perfumarse e ir de compras para gozar por fin de todos esos abalorios a los que se tenia acceso con abundancia en los países del oeste capitalista, después de tres décadas de progreso ininterrumpido tras el fin de la guerra y el New Deal.
En los restaurantes u oficinas donde trabajábamos o en las fiestas desbordadas de alcohol y sexo de los fines de semana, cuando el día duraba casi 24 horas, aprendimos a conocer a estas chicas de otro mundo desconocido para nosotros, Europa del Este, mucho antes de que cayera el muro de Berlin y con esa caída el Imperio Soviético y sus verdades admitidas, himnos y patriarcas.
Ahora la academia sueca para celebrar los 20 años de la caída del Muro de Berlín ha rescatado a esta autora de 56 años, perteneciente a la minoría alemana marginada de Rumania, que en 20 años se ha convertido en Berlín en una notable autora de la misma lengua de Mann, Böll y Grass y de tantos otros autores extraordinarios como Joseph Roth, Elias Canetti y Hermann Broch, todos ellos verdaderos ejemplos de lo que debe ser la literatura: algo que surge desde el fondo del corazón y no del marketing y la ambición competitiva de un Occidente neoliberal, arribista, codicioso y podrido.
Fue enternecedor ver a esta mujer decir que nunca creyó en la posibilidad de obtener el premio y que aunque sabía que era cierto, todavia la noticia no subía a su cabeza. Müller no tiene nada que ver con estos autores latinoamericanos que pasan sus vidas medrando en las esferas del poder y que parecen estrellas maquilladas de cine como Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, y sus jóvenes discípulos, encorvados por tantos doctorados honoris causa y por premios y honores venales conseguidos por las multinacionales de turno y que son un pretexto para vender un nuevo best seller.
Hasta hace poco nadie la conocía en el mundo, pero su obra existía y era el grito de dolor de una infancia, una adolescencia y una juventud vividas bajo la dictadura totalitaria de Ceaucescu, el tirano que cayó y fue ejecutado en medio de una asonada que todo el mundo siguió por televisión. Al mirar su foto en esta edición confidencial que tengo en mis manos, celebro el Nobel para un escritor auténtico, pues la verdadera literatura del mundo está en la voz de los autores desconocidos de las provincias o los barrios marginados de las capitales, aquellos que viven sus vidas lejos de las esferas de poder y las zalamerías de la corrupción y el arribismo mafioso y para quienes vivir y escribir es ya un gran premio, tan extarordinario como el Nobel.

domingo, 23 de mayo de 2010

UN PREMIO NOBEL FRANCÉS FRENTE AL PARICUTÍN

Por Eduardo García Aguilar
El Premio Nóbel J.M G. Le Clezio es un reconocimiento de la Academia sueca a los escritores que experimentan contra la corriente, se hacen preguntas, dudan en vez de vivir entre certezas y permanecen alejados de los circuitos habituales del poder, donde pululan autores oficiales inflados por intereses nacionales o corrientes ideológicas. Este se agrega a otros premios a escritores situados en la vena literaria experimental como Elfriede Jelinek, J. M. Coetze, o en el campo marginal de la poesía como Wislawa Szymborska, entre otros. Le Clezio es un nómada que escribe en francés, por lo que el galardón es también para los autores trasterrados y cosmopolitas, en cierta forma apátridas, que prefieren estar lejos y desconfían mucho de las mieles y el calor de los seguros hogares nacionales llenos de himnos y banderas y discriminación hacia del otro, el extranjero.
Algunos críticos del mundo anglosajón le reprochan cierta ingenuidad al idealizar las esferas "indígenas" frente al progreso descabellado de Occidente y dicen que él representa al típico europeo alto, blanco, rubio que huye de la "cerebralidad" escolar y se instalan en los mundos exóticos, a lo que él responde que "si hablo de los indios no me refiero nunca a una edad dorada. Entre los indios hay violaciones y crímenes". Otros consideran que Le Clezio es una versión menor del gran maestro y prosista de genio Claude Levi Strauss, autor de Tristes trópicos, una de las más grandes obras del siglo XX, quien sin duda merecía también el Nóbel de LIteratura y está vivo entre nosotros, casi centenario. Levi Strauss también dejó París y las grandes escuelas para irse a vivir entre los indios brasileños en la cuenca amazónica y como él tres décadas antes decidió vivir fuera y ser un extranjero profesional cuya obra en su totalidad está marcada por esos mundos exóticos y disimétricos.
Tengo desde hace muchos años una especial debilidad por este excéntrico y nómada autor francés, nacido en 1940 de padre británico y madre francesa, oriundos de la Isla Mauricio, junto a Madgascar, que llevaron al niño de un lado para otro en medio de los avatares de la guerra y la posguerra. Ya adulto, el autor de "El buscador de Oro" y "Viaje a Rodrígues" se instaló en lo más profundo de México, en Michoacán, y no por casualidad en Nuevo México (Estados Unidos), en tierras que fueron cercenadas en el siglo XIX por el imperio americano a su vecino del sur.
Puesto que Le Clezio vivió en la Ciudad de México y luego más de una década junto al volcán Paricutín, su presencia fantasmal en ese país la sentíamos quienes éramos habituales del Instituto Francés de América Latina (IFAL), cuya biblioteca, ya desaparecida por desgracia, era uno de los rincones más deliciosos de la metrópoli para los infectados por la literatura que pasábamos todo el día allí.Después de ser expulsado de Tailandia cuando cumplía una misión equivalente al servicio militar, por denunciar la prostitución infantil que se iniciaba en aquel paraíso turistico, Le Clezio fue mutado a México, país que se convirtió en punto central de su vida y su obra. Allí trabajó en el IFAL muy joven haciendo las fichas de la biblioteca y leyendo todos los libros en vez de cumplir con sus tareas burocráticas y en múltiples paseos en torno a la capital y las provincias mexicanas ingresó poco a poco en el mundo prehispánico con sus colores, leyendas y mitos milenarios, siguiendo la tradición de otros franceses como el padre Charles Brasseur, viajero en el mundo maya, Antonin Artaud, amante de los Tarahumaras y Jacques Soustelle, Louis Panabière y Jean Meyer, entre otros muchos.
Según el historiador franco-mexicano Jean Meyer, lejos de ser uno de esos intelectuales vanidosos que caminan pavoneándose por Saint Germain de Prés en París, Le Clezio andaba siempre de sandalias, camiseta y jeans entre los medios expatriados de México, cuando a fines de los 60 eso era todavía inadmisible para quien cumpliera alguna función profesoral por muy modesta que fuera. Precisamente, cuenta Meyer, Le Clezio fue enviado a hacer las fichas de la bibliotea del IFAL porque en clase cometió el crimen de hacer escuchar a Los Beatles a los estudiantes de francés de esa institución.
Además Le Clezio, que tiene pinta de galán nórdico de cine bergmaniano, siempre andaba elevado, cuentan quienes lo frecuentaban, embebido como estaba en las historias que escribe desde niño y lo hicieron ganar a los 23 años de edad, en 1963, el premio Renaudot. Escritor nato, su vida es como la de un arácnido que teje y desteje sus telarañas minuciosamente día a día y sin cesar, dando vía libre a la palabra tal y como ella sale del flujo de la memoria. O sea dar rienda suelta a la palabra como algo casi natural, como una emanación líquida desde el fondo de la imaginación. Tal vez por eso su obra es tan vasta e irregular y alguna vez, cuando vivía en su Niza, coincidió al hablar en una estación de autobuses con ese otro gran escritor frances llamado Michel Butor, que ambos "escribían demasiado".
México es pues punto central de su obra. En El Sueño mexicano, La fiesta cantada, Relación de Michoacán, en su libro sobre Frida y Rivera, y sus versiones de las profecías del Chilam Balam y otros textos sagrados, Le Clezio rinde homenaje a ese país adoptivo y en especial al misterioso estado de Michoacán, donde los pueblos tienen nombres como Uruapan, Tacámbaro, Puruándiro, Purépero y Pátzcuaro. También es clave su estadía con los emberas del Darién, entre Colombia y Panamá, donde, según cuenta el filósofo colombiano Edgar Bastidas Urresty, Le Clezio probó extracto de hojas de datura, guiado por un chamán en su viaje por un mundo lleno de árboles con ojos y donde su voz se transmutó en la del brujo. Debido a que la universidad francesa no quiso aceptarlo como investigador, acusándolo de ser poco científico, demasiado literario y escribir novelas, Le Clezio no tuvo más remedio que adoptar a América, desempeñándose allí como profesor en Nuevo México y en el Colegio de Michoacán, al lado del maestro Luis Gonzáles.
Su obra es inmersión y defensa en los mundos de la periferia que dieron la espalda al progreso y a la v ez es el relato de sus lejanos orígenes, las aventuras del abuelo buscador de oro, el viaje infantil en barco hacia Nigeria a conocer a su padre como Pedro Páramo, y la vida de los hombres del desierto africano, de donde proviene su esposa Jamia. Es también un homenaje a la infancia y a la adolescencia que parecen ser esferas a las que sigue fiel este Nóbel de la francofonía que en apariencia guarda todavía ese aire de inmadurez y liviandad de antes de la vida adulta, a la que siempre temió.
Desde El proceso verbal, la Fiebre y el Diluvio, pasando por La guerra, Los gigantes, Desierto, El buscador de Oro, Onitsha y Pawana, entre otros muchos de sus libros, Le Clezio ha ejercido la novela como una forma de revelación, pues afirma que el ejercicio de la literatura es "una religión en el sentido pascaliano del término", una forma de "afirmar la existencia" a través de las palabras. "Escribimos por una razón que desconocemos. Si comprendiéramos dejaríamos de escribir. Escribir es una necesidad. Está dentro de uno. Tiene necesidad de salir y sale de esa forma", dice en una vasta entrevista con Gerard de Cortanze.
Por eso este premio es un galardón a la literatura, a los escritores adolescentes, a los que viven elevados, a los escritores que no usan corbata ni traje ni andan haciendo antesala ante los poderosos y los políticos, gustan vivir junto a los volcanes y prefieren las sandalias cuando viajan a los territorios más alejados, o sea que es un Nóbel para los escritores que la academia, el periodismo y la diplomacia rechazan y que al final planean sobre la cultura como Aladino y Lámpara maravillosa.

sábado, 15 de mayo de 2010

LA NOVELA HISTÓRICA EN COLOMBIA

Por Eduardo García Aguilar
La Editorial Universidad de Antioquia acaba de publicar el libro Novela histórica en Colombia (1988-2008). Entre la pompa y el fracaso, de Pablo Montoya, quien además de narrador y musicólogo es un valiente y generoso crítico de la actividad novelística del país.
Montoya, doctorado por la Universidad de París y profesor de literatura en la Universidad de Antioquia, tiene una vasta obra narrativa donde se destaca su novela Lejos de Roma (Alfagura, 2008), pero ahora decidió dar un vistazo a la novela histórica de las últimas dos décadas que se lee como un ameno relato de viaje y aventura por los paisajes literarios colombianos recientes.
Colombia ha tenido excelentes críticos como Baldomero Sanín Cano, Ernesto Volkening, Hernando Valencia Goelkel, Antonio Curcio Altamar, Rafael Gutiérrez Girardot, R. H. Moreno Durán y Alvaro Pineda Botero, para sólo mencionar algunos, pero la frivolidad del medio ambiente cultural reciente ha llevado al olvido sus apoximaciones, dejando el espacio al protagonismo propagandístico de las editoriales multinacionales que inflan a dos o tres nombres y arrasan como un blitzkrieg alemán con toda la otra producción de los escritores colombianos.
Por otro lado, casi solitarios y quijotescos, los críticos jóvenes actuales deben ceñirse a los espacios cada vez más escasos para el análisis y sus trabajos se pierden con rapidez en las hojas amarillentas de los periódicos, los sitios internet o las revistas confidenciales, al carecer Colombia, a diferencia de México, de la tradición de recopilar en volúmenes las notas de esos entusiastas y marginales comentaristas nuestros de las últimas décadas, lo que sería útil para ver claro entre la maraña.
Por esta razón el nuevo libro de Pablo Montoya es saludable porque se trata de un trabajo de largo aliento, serio, mesurado, argumentado, justo, erudito, donde el autor, sin amiguismos y haciendo gala de su amplia formación académica y su larga experiencia intelectual y vital en Europa, dialoga sin contemplaciones ni zalamerías con todas esas obras que muestran la vitalidad creativa colombiana del post-macondismo.
Porque la verdad sea dicha, la proliferación de buenos escritores colombianos después del triunfo del Nobel en los podios de Estocolmo es impresionante y hace casi imposible al lector o al crítico abarcar ese mar de novelas y libros de relatos que salen cada año a borbotones desde hace tres décadas.
El proteico Montoya se ha metido con generosidad en ese océano de novelas y ha escogido el aspecto histórico de la actividad, sin duda el más abundante, pues los colombianos seguimos todavía indagando a ciegas en ese mundo de los fantasmas de la Conquista, la Colonia, la Independencia y la Patria Boba, sin saber muy bien a que atenernos. En cinco capítulos nos lleva de la mano para revisar el caso del personaje Bolívar, las guerras civiles del siglo XIX, los lejanos y brumosos fantasmas de la Conquista y la Colonia y las herencias del modernismo.
No sólo disfrutamos de su prosa de prestigitador, llena de humor, sarcasmo e ironía, que no se inclina ante los consagrados por la oficialidad ni evita a los escritores marginados, sino que podemos ver la película con cierta coherencia, alejados de las pompas y las ceremonias a las que estamos acostumbrados con la solemnidad que todavía nos devora. Visitar ese análisis no sólo nos revela los secretos de la novelística reciente sino que nos es útil para atar cabos y entender un poco más al país en esta fecha histórica de 2010, cuando celebramos el bicentenario de la Independencia.
En el capítulo titulado El Caso Bolívar, además de El general en su laberinto de García Márquez, aborda El insondable de Alvaro Pineda Botero, las novelas de Víctor Paz Otero, Nuestas vidas son los ríos de Jaime Manrique Ardila, Sinfonía del nuevo mundo de Germán Espinosa y Conviene a los felices permanecer en casa de Andrés Hoyos, que merece los elogios del autor, porque introduce la « discontinuidad, la equivocación y el sarcasmo » y por ser el « único novelista colombiano » que muestra « la faceta sombría de una edad plagada de ridículos heroísmos ».
En Otras guerras y otros próceres, tras evocar La otra raya del tigre de Pedro Gómez Valderrama, analiza Los ojos del basilisco de German Espinosa, la novela de Samuel Jaramillo sobre el sabio Caldas, así como Amores sin tregua de Maria Cristina Restrepo, La risa del cuervo de Alvaro Miranda, Tanta sangre vista de Rafael Baena e Historia secreta de Costaguama del talentoso Juan Gabriel Vásquez. En este amplio capítulo merece especial atención el libro 1851. Folletín de cabo roto de Octavio Escobar Giraldo, a su parecer una de las más interesantes y modernas novelas históricas colombianas de los últimos tiempos porque es « extraña, divertida, inteligente y original » y disuelve los mitos de la colonización antioqueña, hasta ahora hundidos en los « rasgos de una grandeza caricatural ».
En Apología y rechazo de la Conquista hace una revisión muy crítica de las obras de William Ospina, Ursúa y El país de la canela, que tienen según él « todos los ingredientes para ser novelas del establecimiento colombiano » y aborda las novelas Balboa, el polizón del Pacífico, de Fabio Martínez y Muy Caribe está, de Mario Escobar Velásquez, quien no usa la selva como utilería y « sabe qué hacer con los caimanes y nos los pone simplemente a abrir la boca para que en torno a sus fauces revoloteen las mariposas del realismo mágico».
En Estremecimientos de la Colonia hace amplias valoraciones de El amor y otros demonios de García Márquez, El nuevo reino de Hernán Estupiñán y La Ceiba de la memoria de Roberto Burgos Cantor, novela « polifónica » de « alta complejidad estructural » sobre el difícil tema de la esclavitud.
Luego el libro concluye, en Herencias del Modernismo, con un amplio análisis de Tamerlán de Enrique Serrano.
El notable libro de Montoya, que construye cada uno de los capítulos sobre cimientos muy sólidos que muestran su amplio bagaje cultural, es una lectura obligada para quienes deseen tener más claridad sobre los rumbos de la otra literatura colombiana, esa que no se basa sólo en temas de escándalo y construye con pasión otras voces, otros ámbitos más profundos y complejos, lejos de « las explosiones nativas de la literatura que tanto definen a nuestro país ».

jueves, 13 de mayo de 2010

LA POBREZA VUELVE A EUROPA

Por Eduardo García Aguilar
Se suele creer que los países del llamado Primer mundo, a donde llegan los desesperados inmigrantes pobres de la periferia en busca de una vida mejor, son paraísos de donde la pobreza está excluida. Pero basta vivir dentro de esos grandes espacios de abundancia y consumo para descubrir la cara oculta de la exclusión, escondida en los instersticios de estas jaulas de oro que relegan a suburbios y sótanos la miseria reinante en amplias capas de la población.
Ahora que Europa se ve sacudida con fuerza devastadora por los efectos de la crisis mundial desencadenada por la avaricia del capitalismo salvaje mundial y su voraz deseo de ganar dinero a toda costa por medio de infames trampas y mentiras, saltan a la vista los problemas contenidos por la demagogia y la soberbia ambiente de los gobiernos. Gran Bretaña, Francia, Italia, España y Portugal están endeudados hasta el cogote y Europa como un todo descubre el derroche fabuloso de subvenciones, primas y exenciones impositivas que premiaban a los más ricos y a las grandes empresas bajo el pretexto de que generaban empleo y riqueza, dejando las arcas vacías de los países.
La Unión Europea, dominada por los partidos de derecha en alianza con la socialdemocracia, construyó antes de las crisis mundial de hace dos años un modelo donde ha reinado la plutocracia, el arribismo y el mercado libre a ultranza. Poco a poco los países privatizaron las empresas estatales de servicios, entregando la población a la voracidad de multinacionales sin escrúpulos que chupan como vampiros el dinero a las clases medias y pobres con facturas cada vez más exageradas de servicios bancarios, telefonía, energía, gas, agua, televisión y servicios de salud. Al mismo tiempo los estados, a través de los impuestos al consumo sustraen más dinero al pobre consumidor, atrapado en el delirio de vivir por encima de sus posibilidades para responder a un imaginario de glamour televisivo que quiere hacer de todos play boys, top models o millonarios de lujo
. La europea es una sociedad arribista de donde se ha ido desterrando poco a poco el humanismo que con tanta dificultad lograron construir generaciones de altruistas sobrevivientes en el siglo XX de las guerras mundiales provocadas por la plutocracia. Hasta hace poco incluso el economista inglés John M. Keynes, cuyas recetas ayudaron a sacar al mundo de la crisis mundial de 1929, era considerado un loco pasado de moda, casi un marxista. En vez de generar empleo y dar un sentido a la vida de millones de personas, la privatización de los servicios y la remodelación industrial ha lanzado a las calles a millones de seres humanos y a otros los mantiene en la semi-esclavitud de los contratos temporales. En Francia la sociedad comienza a alarmarse por los suicidios en serie de los trabajadores en las empresas estatales que fueron privatizadas, llevados a la fatal determinación por las nuevas técnicas de management donde el ser humano es sólo una cifra productora de ganancias. La crisis todavía no es tan grave gracias a las amenazadas conquistas de los sindicatos franceses en un siglo de lucha.
En Grecia, España, Portugal y otros países periféricos de la Unión Europea o de la Zona Euro la población está desesperada. Como ocurrió en muchos países del Tercer Mundo, que como Argentina y México ingresaron de súbito en el sueño del ultracapitalismo neoliberal y luego quebraron de manera estrepitosa, los altos poderes financieros ofrecieron crédito fácil a las clases medias y bajas que cayeron en la trampa de las tarjetas de crédito y los préstamos hipotecarios leoninos. En España le hicieron creer a toda la población que había que tener casa propia sin importar los precios y millones de personas acosadas por la propaganda se endeudaron sin poder responder en momentos de crisis.
Las fieras de la industria de la construcción y los faraones de las empresas inmobiliarias españolas construyeron locamente en todas partes, acabando con playas y zonas idílicas, y luego vendieron y desaparecieron del mapa tras inundar los bancos y las bolsas del mundo de títulos basura. Años después la gente se ve obligada como ha ocurrido en Estados Unidos a devolver sus propiedades avaluadas a un precio menor y en muchos casos incluso quedando endeudados. El sueño de las tarjetas de crédito y el consumo suntuario fácil ha terminado. Se acabó la fantasía infantil de tener casas, autos y productos de lujo en un abrir y cerrar de ojos, con sólo estampar una firma.
Pero lo más grave de todo este delirio que estremeció a Estados Unidos y a Europa y repercute en otras partes de planeta son las consecuencias de esta sociedad de consumo que produce cosas inútiles para inundar los mercados. Sólo algunos sectores de la oposición y mentalidades ecologistas han venido alertando contra los efectos desastrosos para el medio ambiente mundial de este desatado mundo de consumo que en menos de medio siglo está a punto de provocar una catástrofe ecológica. ¿Hacia dónde se llevan los desechos de la sociedad de consumo, hasta cuándo podrán resistir los mares la pesca indiscriminada y los aires la contaminación dejada por aviones, autos e industrias?
En los recodos de urbes y provincias proliferan, escondidas, casi secretas, las colas donde centenares de miles de familias que no tienen nada que comer acuden para recibir una sopa ofrecida por organizaciones caritativas. El fenómeno no sólo afecta a los viejos precarios sino a los adultos desempleados y millones de jóvenes que no acceden al empleo. Algunos países latinos, donde hay un poco de mayor solidaridad familiar, atenúan la miseria de los suyos, pero donde el capitalismo individualista y frío reina el excluido termina en la más absoluta soledad, la marginalizacion, el alcoholismo o la locura.
Y mientras todo esto ocurre sigue la privatización de la empresas estatales, la deslocalización de fábricas hacia países asiáticos emergentes o de otras periferias donde los mismos servicios o productos son hechos en condiciones de semi-esclavitud, con salarios de miseria. El obejtivo es claro : las máquinas reemplazarán a los seres humanos en los países del Primer mundo y la producción se traslada allí donde el trabajador es un zombie, como en China, donde reina ese oprobioso régimen supuestamente comunista que merece los elogios de la plutocracia mundial y nos quieren vender como la potencia del futuro. O sea el mundo contado en 1984 por George Orwell y visto en la película Metrópolis de Fritz Lang. Un mundo capitalista a ultraza donde el ser humano no vale nada y todo es producir, consumir y acumular dinero para unos pocos.

miércoles, 12 de mayo de 2010

HACIA UNA NUEVA LITERATURA COLOMBIANA


Por Eduardo García Aguilar
Uno de los efectos más nefastos que provocó el unanimismo ideológico colombiano de ultraderecha vivido en la primera década del siglo XXI, fue el posicionamiento hegemónico del sermón paisa como centro de la literatura colombiana, retrocediéndonos de súbito a los tiempos de antes de Tomás Carrasquilla y Baldomero Sanín Cano. Así como el realismo mágico cortó de tajo las experiencias modernas de las generaciones de las revistas Mito y Eco y sus discípulos, decapitando dos generaciones de autores modernos, podría decirse que el neo-costumbrismo paisa de carriel y poncho se impuso en esta década a la par que la cantaleta presidencial, junto a otras literaturas soeces de tetas y paraísos, nutridas por el hampa nacional.
El éxito desmesurado de las confesiones autobiográficas o los relatos costumbristas de algunos escritores antioqueños y de otras partes del país, son una muestra de esa extraña seducción ejercida entre los lectores por el discurso arcaico, moralista y autoritario, mezcla de los viejos chistes de Cosiaca y Montecristo, con la energía incendiaria de Monseñor Builes, la charlatanería deschavetada y sin ton ni son del maestro Fernando González y el habla criminal de los malevos y « pirobos » de barriada.
Al público le atrae las lecturas fáciles, o sea obras que se leen de un tirón y seducen porque nos afirman en las taras culturales de las que venimos y que en el caso colombiano son el discurso violento y soez, la injuria gratuita de connotación sexual y cierto aire de moralismo misógino de sacristía. Ese discurso narrativo y oratorio, a veces homicida y fascistoide, se caracteriza asimismo por un autismo ignorantón y autodidacta que niega todo debate y se basa en anatemas y chistes de mal gusto en torno a los cuales no puede haber discusión alguna.
Los libros más vendidos en esta década en Colombia para alegría de las editoriales españolas que se impusieron aquí, fueron en general representantes de ese discurso, obras que rápidamente pasaron al cine o a la telenovela, que a su vez es un género reproductor de las taras culturales, una forma espléndida para mantener el statu quo entre la población alienada por la violencia, como ha ocurrido desde México hasta la Patagonia.
Ese auge de la literatura coloquial autobiográfica basada en la injuria y lo soez, así como sus variantes imaginativas sicarescas o burdelescas, fue un fenómeno que ya comienza a ser analizado por críticos lúcidos como la contraparte de la hegemonía política reinante en esta era atroz de miedo que ha vivido el país en las últimas décadas y que llego a su culmen en la primera década del siglo XXI con el experimento caudillista que estuvo a punto de quedarse.
Esos best-sellers coloquiales o autobiográficos paisas, costeños o bogotanos que tanto se vendieron en los últimos dos lustros en Colombia circularon sin límite a lo largo del país, invadieron las bibliotecas oficiales y se impusieron como lecturas obligadas en las escuelas y universidades, haciendo desaparecer de librerías y bibliotecas a dos generaciones muy importantes de escritores e intelectuales post-macondianos.
Me refiero a las generaciones de autores que se iniciaron bajo la influencia de la gran revista Mito, dirigida por Jorge Gaitán Durán, y publicaron desde los años 60 y 70 del siglo pasado en revistas como Letras Nacionales y Eco y en muchos suplementos literarios de diarios nacionales y de provincia que desaparecieron para siempre en esta última década, dando paso a secciones vacuas de entretenimiento y ocio. En esas generaciones figuran autores tan importantes como Nicolás Suescún, Germán Espinosa, Fernando Cruz Kronfly, Dario Ruiz Gómez, Oscar Collazos, R. H. Moreno-Duran, Ricardo Cano Gaviria y Roberto Burgos Cantor, entre otros muchos, cuya obra debería ser rescatada y estudiada y vuelta revisar como muestra de una era en que la literatura y el pensamiento modernos reinaron en Colombia sin saber que pronto el desierto de la mediocridad terminaría por imponerse en la prosa.
Esas generaciones fracasadas se conectaron con la modernidad, tendieron puentes en Colombia con el pensamiento mundial, y ejercieron la literatura como una actividad polígrafa donde no sólo brillaba la narrativa, sino también el ensayo, la poesía y la reflexión ponderada y profunda sobre los problemas de la época. Ellos dieron su vida por la literaura, pero se equivocaron y fracasaron todos porque el país quedó en manos de las mafias del narcotrfáfico, los paramilitares, el dinero fácil, el arribismo y los políticos corruptos de cuello blanco que manejaban sus intereses y cooptaron el palacio presidencial y el Congreso, dominándolo todo con su ominosa sombra de frívola mediocridad antiintelectual a través de medios de comunicación hechos a su imagen y semejanza.
La confusión, en la que cayeron los departamentos de literatura de las universidades o las oficinas oficiales de cultura, surgió de creer que por el sólo hecho de que un libro es éxito de ventas adquiere ya para siempre el carácter de obra significativa y canónica. Eso está claro en otras regiones del mundo, pero en un país como Colombia, con espacios culturales tan reducidos por el miedo y la mediocridad ambiente y la falta de crítica y de editoriales universitarias o privadas que no tengan como único objetivo el lucro fácil y rápido, los best sellers se volvieron la referencia obligada fuera de lo cual no había nada.
En esta última década esa literatura fácil nos retrocedió a los tiempos de antes de José Asunción Silva, José María Vargas Vila, Tomás Carrasquilla y Baldomero Sanín Cano. La novela De Sobremesa de Silva sería una obra moderna hoy en Colombia en la era de la sicaresca, el genial Tomás Carrasquilla fue un gran autor que estuvo al tanto de las corrientes de la literatura moderna europea y su lenguaje era creativo, contemporáneo de James Joyce, así como lo era el de su coterráneo el ensayista antioqueño y cosmopolita Baldomero Sanín Cano, que debe estar retorciéndose en su tumba al leer a sus descendientes del siglo XXI. Y en lo que respecta al pobre Vargas Vila, sus anatemas para asuntar monjitas fueron atrevidos y peligrosos en su época, pero aplicados hoy por la literatura paisa dominante son realmente patéticos.
La literatura antioqueña que triunfó en la larga era del caudillo como contraparte de su cantaleta diaria, siguió sentada en sus laureles fáciles, repitiendo y rindiendo culto no sólo a la traquetocracia sino al maestro Fernando González, convertido ahora en una especie de deidad, pero cuyo discurso caótico de sabelotodo a veces exasperante ya no resiste lecturas contemporáneas. Pero al menos él fue original. Ahora tenemos sólo Fernanditos González clonados y en serie. Superar por fin ese discurso arcaico y sacristanesco de la conservadora sociedad antioqueña, camandulera, violenta y machista, es una tarea fundamental de la literatura colombiana de hoy en esta nueva era que se inicia en 2010, después de una década de oscurantismos políticos y literarios de todo pelambre.