sábado, 28 de febrero de 2009

RESCATEMOS A ZALAMEA EN ESTOS TIEMPOS SOMBRIOS


Por Eduardo García Aguilar

El maestro Jorge Zalamea (1905-1969) es uno de los faros más importantes en la literatura colombiana. Además de sus dos obras más conocidas, El gran burundún burundá ha muerto y El sueño de las escalinatas debemos a él la traducción de la poesía de Saint John Perse y una antología secreta para iniciados, publicada bajo el título Poesía ignorada y olvidada.

Sin su vibrante presencia en el continente muchas obras que hoy nos deleitan no hubieran existido o fueran diferentes. Su recia personalidad pública, aunada a su inteligencia, cambió el estilo dominante en esa república almidonada y abrió el paso a una nueva pasión literaria. A caballo entre una cierta “retórica” política y una exquisitez de lenguaje, Zalamea escribió en El gran burundú burundá, una de las sátiras más deliciosas a la tradición política continental, acendrada en el caciquismo y el gorilato castrense. Con una diferencia respecto a otras obras que le sucedieron: más que una obra útil políticamente, es sobre todo una obra comprometida con la palabra y su poder ilimitado.

Barroca, churrigueresca o como quiera llamársele, El gran burundú burundá fue una biblia de palabras y de efectos para los jóvenes estudiantes colombianos, a quienes los maestros obligaban a leerla para extraer de ella las palabras más exóticas y áureas. Obra escrita desde una tarima de mármol, tiene el tono de los textos que no quieren quedarse aferrados al piso, sino que desean volar por los aires del mundo y de las horas.

Otra de sus obras, el poema en prosa que lleva por título El sueño de las escalinatas, desarrolla hasta el delirio el gusto por la convocación planetaria. Un profeta llama a los desposeídos del mundo desde unas escalinatas vacías y ve llegar poco a poco a la masa de leprosos y parias, el mundo cojo de los ilotas, el treno vacío de los hambrientos, hasta producir un murmullo de fronda comparable a las exhortaciones nietzscheanas.

Publicada en disco, la recia voz de Zalamea era escuchada por los borrachos al final de sus fiestas, cuando no quedaba otra esperanza que burlarse de un país cuya esencia es la desesperanza y la falta de fe. Zalamea, esperanzado en un mundo mejor, partícipe de las mejores causas, fue uno de los últimos exponentes, con Neruda, de esa estirpe de burgueses que luchaban por un mundo en donde no les hubiese gustado vivir.

En muchos de los textos contemporáneos la voz de Zalamea, como la de León de Greiff -con todas sus cornetas y chirimías- , está muy presente. Cada región, cada país, parece adoptar un tono que subyace tras la mayoría de los textos en él producidos. Hijos de José Asunción Silva y los tules perversos de su modernista novela De sobremesa, hermanos del delirio selvático de José Eustacio Rivera, el de La vorágine, y sus fieras, sobrinos del tono ancestral de Aurelio Arturo y su Morada al sur, así como del descarnado Osorio Lizarazo con sus sórdidas pensiones bogotanas, los escritores colombianos son fieles a esa “retórica” churrigueresca cuya mayor jungla se dio en el mundo macondiano.

Caníbales de sus rictos, de sus tramoyas y bambalinas perfumadas, Zalamea y los suyos, si bien usaron la literatura para comunicar algo útil, no pudieron evitar los florilegios y las guirnaldas esparcidas por el Amazonas. Asesino de los viejos gramáticos-presidentes, Zalamea, en El sueño de las escalinatas no olvida que todo allí funciona entre podios, tarimas, púlpitos y curules de cedro.

Ni las más sangrientas revoluciones ni los discursos más escépticos o glorificadores podrán ahorrarse la dosis senatorial y doctoral que desde siempre disfrazó la pobreza, el atraso y la falta de tradición con un tinglado de falsos colores. El sueño de las escalintas y El gran burundún-Burundá ha muerto, al lado de El señor presidente de Asturias, Canto general de Neruda y los universos de Carpentier y Lezama Lima, hacen parte de una época clausurada, pero no por ello menos maravillosa y nutricia.

Los más grades sabios han vivido en las escalinatas de los templos o de los capitolios. Es allí -como en la película de Einseinstein- donde se fraguan las asonadas y se sofocan las revoluciones. Caen los dignatarios, suben los nuevos caudillos sobre su frío mármol y, en la soledad, ciertos soñadores escriben con la mente a la espera del alba. Nunca es más brillante el sol rojo que sobre las escalinatas de las plazas públicas.

De ese ámbito Zalamea extrajo sus serpientes encantadas y sus artificios verbales para engatusar a un pueblo imaginario, a una turba soñada. Desde el ágora añorada por los políticos, que en ese entonces se confundían con gramáticos y polígrafos, Zalamea saca esta biblia pequeña y mundial para uso de los que tienen esperanza.

Creadores de masas y revoluciones imaginarias, los escritores latinoamericanos, por tradición, se ven comprometidos tarde o temprano con causas que pronto se difuminan. Las ideas pasan y los hombres quedan. Las ilusiones cambian de tono, pero las obras que incitan se quedan para siempre entre nosotros. He ahí la maravillael poder de la palabra, capaz de crear y destruir mundos, de producir zonas cóncavas, selvas tras espejos, bosques artificiales, tapices voladores y cielos e infiernos novedosos.

Jorge Zalamea, que vivió en contacto con la obra de Perse y de tantos otros sabios, no es la excepción y su sueño y su Gran Burundún son voces que flotan y nos nutren para siempre. Rescatemos a Zalamea en estos tiempos sombríos.

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Jorge Zalamea. El sueño de las escalintas. Editorial Fontamara. Barcelona. 1974. 58 pp. La poesía ignorada y olvidada, Premio Casa de las Américas 1965, Ediciones La Nueva Prensa. Bogotá. Colombia. Octubre de 1965. 318 páginas.


miércoles, 25 de febrero de 2009

VARGAS LLOSA SE EQUIVOCA SOBRE RIMBAUD Y VERLAINE


En su último artículo sobre Borges en El País, Mario Vargas Llosa se equivoca al decir que Verlaine era un cincuentón que "fornicaba" en Londres con el adolescente poeta Rimbaud. Para información del erudito maestro peruano, Paul Verlaine nació en 1844 y Rimbaud en 1854, o sea que la diferencia entre ambos era sólo de unos 10 años. Cuando Verlaine tenia 27 años, Rimbaud celebraba 17.

sábado, 21 de febrero de 2009

LA VIDA DE TULIO BAYER

Por Eduardo García Aguilar
Era tan alto que casi rozaba su cabeza con el umbral de las puertas y a veces debía agacharse para cruzarlas con su mirada alerta de águila andina y el don de gentes y la generosidad a flor de piel. Tulio Bayer (1924-1982), siempre lúcido, con el pensamiento desbocado, se mantenía al tanto de los acontecimientos mundiales del momento como el ayatola Jomeini y la revolución iraní, el Gulag soviético, los horrores en Camboya o la guerra de Vietnam, la expansión del universo, las ideas ecológicas de René Dumont, la libertad y la necesidad, el objeto y el sujeto, los universales, Pitágoras, Euclides, Newton, Einstein y otros más.
Al mismo tiempo Tulio traducía textos farmacéuticos y militares para ganarse muy bien la vida frente a dos máquinas eléctricas IBM último modelo, en una de las cuales yo también traducía textos sobre cohetes, satélites y tanques, por lo que me pagaba en efectivo las mismas buenas sumas que recibia él, cada tarde, después de haber pasado horas arreglando y deshaciendo el mundo. Así aprendí a concer a este gran humanista utópico colombiano, cuya primera biografía acaba de salir bajo el título « Tulio Bayer, solo contra todos », de Carlos Bueno Osorio, publicada por el Instituto Tecnológico Metropolitano de Medellín (ITM).
En estos tiempos colombianos de anatemas y amenazas al más alto nivel contra quienes se oponen a una nueva tiranía en ciernes, valdría la pena revisar sin temores la vida de esos hombres idealistas que lucharon por sacar a Colombia de la injusticia, el atraso y el apartheid social y fracasaron en el intento, enfrentados a una oligarquía endogámica, injusta y egoísta, que quiere todo para sí y nada para las amplias mayorías del país y obliga a los colombianos a la odiosa alternativa de ser siervos o forajidos. Colombia ha sido tierra de alzados en armas, desde los comuneros de José Antonio Galán y Simón Bolívar hasta Jorge Isaacs y Camilo Torres, para mencionar sólo algunos de ellos. ¿Por qué no estudiarlos con serenidad y preguntarnos las razones de sus luchas ? Este libro sobre un idealista olvidado, puede ser un inicio para reflexionar sobre las consecuencias de la injusticia ancestral colombiana.
Tulio Bayer era un rebelde permanente y su espíritu crítico lo llevó desde sus luchas juveniles contra la corrupción en Caldas y Urabá, la utópica guerrilla del Vichada y sus combates con el militar Alvaro Valencia Tovar, a chocarse luego con el régimen cubano y los países del este dominados por la Unión Soviética, para desembocar hacia una visión mucho más amplia del cambio, que incluía ideas ecológicas y humanistas muy novedosas. Lector permanente, Bayer admiraba libros como el « Desierto de los Tártaros » de Dino Buzzati, que regalaba en ejemplares de bolsillo a sus amigos, y leía sin cesar obras clásicas y contemporáneas y libros de ensayos sociopolíticos o científicos mientras escribía grandes sátiras contra la oligarquía de su país y la iglesia católica retardataria en el seno de la cual nació, fue bautizado dos veces en Riosucio (Caldas) y sufrió como interno del Colegio Nuestra Senora de Manizales en tiempos del futuro obispo Baltazar Alvarez Restrepo, al que llamaba San Bar.
Había llegado antes de mayo del 68 a París luego de salir de Colombia tras pasar meses en la cárcel Modelo acusado de rebelión, y ser expulsado de México, invitado a salir de Cuba y aburrirse como una ostra en los países comunistas del Este europeo, dominados por los jerarcas del Kremlim. Lo conocí en 1978 cuando yo estudiaba en la Universidad de Vincennes y un amigo me dijo que en París vivía el mítico gurrillero y paisano Tulio Bayer, médico de Harvard, funcionario promisorio en el campo de la salud, autor de la novela « Carrretera al mar », fustigador de las corruptelas farmacéuticas y lácteas locales y creador de una guerrilla humanista en el Vichada, empresa en la que por supuesto fracasó.
Hacía una década Tulio no veía colombianos y vivía exiliado en la Torre Atlas de un elegante conjunto residencial, dedicado a sus cosas lejos del país ingrato y perdido que abandonó para siempre. Le envié unos cuentos eróticos que acaba de escribir sobre una nínfula nabokoviana y recibí instantáneamente una invitación a su casa a almorzar un mediodía de invierno. Así, gigante y enorme, lo vi por primera vez al abrir la puerta de su apartamento y desde ese instante, aunque nos separaban 30 años de edad, tuvimos un diálogo incesante y permanente en el que revisamos todos lo temas habidos y por haber. Los filósofos presocráticos, Socrates mismo, Platón, Epicuro y Lucrecio, el Renacimiento italiano, la Inquisición, la conquista de América, Bolívar, Napoleón y las guerras mundiales, el budismo zen, las cultura medioriental, el judaísmo, la novela Lolita de Vladimir Nabokov y los libros de Karel Kapek.
Tulio me pedía que le trajera jóvenes colombianos de diversas regiones de Colombia para saber cómo era el espíritu de las nuevas generaciones de su país, que deseaba redescubrir despues del largo exilio solitario. Y cada vez que íbamos a su casa nos ofrecía unas cenas espectacularres con ostras de entrada y exquisitos platos preparados por la maravillosa Amira, su esposa venezolana, que apurábamos con botellas de buen vino Saint Emilion, cognac Napoleon y champana Moët Chandon.
De aquellas francachelas, que confluían al final hacia largas horas de juego con cartas de mesa y carcajadas y evocaciones de fonda antioqueña, salieron las mejores amistades, como si estuviéramos en la finca de los abuelos al calor de las velas y el titilar de las luciérnagas, viviendo al interior de « Asistencia y Camas » de Rafael Arango Villegas y en el ambiente de « A la diestra de Dios padre » de Tomás Carrasquilla.
Todo eso lo rememoro ahora que tengo en mis manos el primer libro serio que intenta dar vida a este humanista generoso, lejos de los anatemas y las amenazas que salen desde las altas esferas contra los que buscan una Colombia mejor y más justa sin apartheid social. Tulio Bayer y Camilo Torres merecen ser revisados con serenidad pues son figuras humanistas que pertenecen a la historia de Colombia como Jose Antonio Galán, Policarpa Salavarrieta, Simón Bolívar, Jorge Isaacs, María Cano y Jorge Eliécer Gaitán.
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Tulio Bayer. Solo contra todos. Carlos Bueno Osorio. Instituto Tecnológico Metropolitano. Medellín. 2008. 470 páginas.

viernes, 13 de febrero de 2009

LA PRIMAVERA PERMANENTE DE JULIO CORTAZÁR: A 25 AÑOS DE SU PARTIDA


Por Eduardo García Aguilar

En la casa de América Latina de París se presenta una exposición de fotografías, documentos y videos de Julio Cortázar, muchos de los cuales desconocidos, que se muestran auspiciados por su primera esposa Aurora Bernárdez, albacea suya al lado del recién fallecido crítico Saúl Yurkievich. Fotos de infancia, documentos de viajero, objetos personales como una clepsidra o la pipa, fotografías de la vida íntima en todas las etapas de su vida adulta comparten el escenario con videos tomados por él, cuadros, música, cartas y libros protagonizados por París, ciudad que lo albergó gran parte de su vida.

Nació en Bruselas (Bélgica) en 1914, creció desde 1918 en Argentina donde fue maestro en Chivilcoy, Cuyo y Buenos Aires y floreció en la capital francesa, a donde llegó en 1951 y falleció el 12 de febrero 1984. La primera vez que vi a Julio Cortázar fue en la primavera de 1978, cuando asistimos un grupo de jóvenes estudiantes a un congreso sobre narrativa latinoamericana en Toulouse, en el que participaban Augusto Roa Bastos, Jorge Enrique Adoum, Jacques Gilard y Juan José Saer, entre otros.

Lo que más me impresionó cuando lo vi de cerca y hablé un momento con él, era que su rostro estaba marcado por profundísimas arrugas. Desde lejos el monstruo de la literatura latinoamericana e ídolo nuestro por su maravillosa novela Rayuela y el misterio de sus cuentos, se veía mucho más joven, como un gran adolescente envejecido, alto y enjuto de cabellera y barba oscuras. Pero al estar junto a él saltaban de inmediato las huellas implacables del tiempo sobre el rostro inconfundible de quien en ese entonces debía estar un sus 63 años. Usaba pantalones informales, zapatos de gamuza, suéteres de cuello tortuga y amplias chaquetas impermeables de paleontólogo en invierno. Lo veíamos después de lejos caminar por el campus de Toulouse le Mirail, al lado de la novelista colombiana Alba Lucía Angel, que en el Congreso cantaba música rebelde para el público y además parecía tener las preferencias del maestro.

Y en París uno podía jugar a encontrarlo en alguna librería, en un mitin de izquierda o caminando por las calles elevado y desprevenido como uno de su personajes. París había quedado para siempre en Rayuela como la glauca ciudad fría y precaria de los años 50 que vio reinar a jazzistas y existencialistas en las cavas de Saint Germain dés Pres y a los artistas latinoamericanos pobres que vivían a salto de mata en hoteles miserables o edificios semiderruidos que no habían sido renovados desde el siglo XIX, como fue el caso de Gabriel García Márquez, Nicolás Guillén o el venzolano Soto y otros miles que desaparecieron para siempre.

Habría que haber vivido en ese tiempo para entender lo que significaba para la juventud urbana de América Latina la figura de Julio Cortázar. Con él quedaba atrás la entrañable narrativa telúrica de dictadores, señores presidentes y campesinos mitológicos y se abrían las calles y avenidas de las ciudades, con sus enamorados literarios que disertaban de filosofía, oían jazz y vivían pobres entre la humareda de los bares y la calurosa precariedad de las buhardillas del exilio. La famosa Maga, que fue su novia fugaz y hoy cuenta ya anciana desde Inglaterra su aventura con ese hombre raro y torpe, se convirtió en una especie de modelo de muchacha moderna, un poco loca, impredecible, tal vez mucho más sexy en la ficción cortazariana que en la realidad.

En las buhardillas de los años 70 se daban cita los estudiantes o los vagos para leer párrafos o capítulos enteros de Rayuela con una devoción sólo comparable a la que debieron practicar los seguidores del surrealismo medio siglo antes, como si el arte y la ficción fueran la salvación. ¿Quien no se sintió Cronopio o Fama o soñó con los personajes ultramodernos que surgían en sus cuentos o en obras tan extrañas como los Autonautas de la Cosmopista, escrita con una de sus últimas amadas, Carole Dunlop? Además, el viejo Cortázar se había transmutado súbitamente al calor de las revoluciones en boga de un intelectual argentino tímido, erudito, exquisito y muy acicalado, en un verdadero hippie polígamo izquierdista que creía en la Revolución cubana y participaba en las fiestas militantes de protesta contra Estados Unidos, la guerra de Vietnam y las genocidas dictaduras militares latinoamericanas.

Según Vargas Llosa, la transmutación espectacular del exquisito se dio a fines de los años 60, cuando empezó a vivir con la editora nórdica Ugné Karvelis, en cuyos brazos la crisálida se habría metamorfoseado. Era un nuevo modelo: no correspondía ya para nada al viejo arquetipo de escritor latinoamericano encorbatado, manso y lento que lagarteaba embajadas y puestos diplomáticos en las antesalas del poder. Y sin ser maldito, permanecía al margen fustigando las injusticias y defendiendo a capa y espada la poesía, los libros y la creación lejos del mercantilismo. Era a los ojos de toda una generación un artista auténtico y fue tal su cristalinidad que lo admiraron por igual sus copartidarios y adversarios políticos como Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, situados al otro extremo ideológico.

Hasta ese entonces había vivido con su primera esposa Aurora Bernárdez, con quien se casó en 1953 y compartió esos primeros años de París y viajes tan importantes como el que realizó a la India. El Cortázar de primavera permanente con el que nos quedamos fue ese hermano mayor que abría y abre todavía las puertas a la verdadera literatura que no es copia chata de la realidad, como ocurre hoy, sino que la transforma e ilumina. Ver sus cosas y su álbumes en la Casa de América Latina un febrero taciturno como el que lo vio morir hace 13 años, es un verdadero regalo para quienes lo vimos alguna vez en la vida y para los múltiples cómplices e íntimos suyos que sobreviven en este siglo XXI de aburridos best-sellers, nuevas guerras horribles y escritores mercantiles que no tienen nada de Cronopios ni de Magas.

( Tomado de Textos nómadas)

jueves, 5 de febrero de 2009

UN LATINOAMERICANO EN VINCENNES


Por Eduardo García Aguilar

En enero de 2009 se cumplieron 40 años de la fundación en París de la Universidad de Vincennes, experimento cultural surgido del movimiento de mayo de 1968, hito para la cultura francesa de la segunda mitad del siglo XX que reunió en su seno, bajo la orientación de Michel Foucault, Gilles Deleuze y François Châtelet, entre otros, a la pléyade de la contracultura francesa de su tiempo.
Fue tal el éxito autogestionario y popular que se dio en sus aulas situadas en medio del bosque de Vincennes, junto a un zoológico, que las autoridades, presas de pánico, la mandaron demoler tres lustros después para que no quedara piedra sobre piedra y las futuras generaciones no supieran nunca que había existido una Sodoma y Gomorra del pensamiento y el saber alternativos, pese a que las ideas y las actitudes generadas allí se volvieron moneda corriente en las grandes y pequeñas universidades del mundo, desde Berkeley a Sydney y desde la Patagonia al estrecho de Behring.
Todas las calumnias abundaban en la prensa retardataria del momento, a la cabeza de la cual figuraba el ultraderechista libelo pro fascista Minute, que acusaba al lugar de ser antro sexual donde los profesores daban clase a estudiantes desnudos que hacían el amor en las aulas, de ser un centro de tráfico de drogas y paraíso del hachís magrebí, protector de adolescentes fugados, además de cueva de Alí Babá receptora de negros, asiáticos, “terroristas” italianos y alemanes, sudamericanos, rusos y árabes depravados, melenudos y sucios.
Como yo venía desde Bogotá en 1974 tocado por las enseñanzas de los profesores de la Universidad Nacional, pude calibrar con sus méritos y defectos el experimento de Vincennes (París 8) sin estar obnubilado. Escuchar durante horas a Châtelet, Deleuze y Guattari, ver a Jacques Lacan de negro con su maletín, participar en las más descabelladas discusiones, después del cuscus, para salvar a los países de la periferia, observar el agite de los estudiantes de cine cuando anunciaban la llegada de Pier Paolo Pasolini, discutir sin trabas sobre los horrores de los totalitarismos soviético, camboyano, cubano y chino, y tener ecos de todas las ideas posibles, me fortaleció en la convicción de que se debe defender a toda costa la laicidad, la libertad y la tolerancia. En ese ambiente obtuve el diploma, por medio de un sistema transversal que facilitaba al estudiante avanzar consiguiendo “unidades de valor” en distintos departamentos dedicados a disciplinas de su interés.
Todo eso ocurría ahí entre el mercado persa que los estudiantes franceses, europeos y tercermundistas instalaron en los corredores y patios de la universidad. Entre el olor de chorizos magrebíes y el tamborileo de las músicas africanas, unos 30 mil estudiantes acudíamos entusiastas a pasar el día en ese universo donde se discutía sin cesar hasta altas horas de la noche sobre la guerra de Vietnam, el surrealismo, el feminismo, el hombre unidimensional, el antiedipo, el judaísmo y el islamismo, el sicoanálisis, la belleza del mestizaje y el desarrollo desigual.
En el Centro de Información para América Latina (CIAL), donde yo trabajaba a cambio de una pequeña beca que me consiguió el uruguayo Sergio Cajarville, vi llegar a exiliados brasileños y del Cono Sur, que hallaron refugio en Vincennes sin imaginar que un día habría un presidente negro en Estados Unidos y que Evo Morales, Lula da Silva, Hugo Chávez y Rafael Correa, personajes muy distintos de los líderes de las oligarquías tradicionales latinoamericanas, gobernarían en Bolivia, Brasil, Venezuela y Ecuador, respectivamente. Ahí en el CIAL publicábamos libros y revistas y dábamos ánimo al espíritu latinoamericano al lado de nuestros amigos árabes, asiáticos, franceses y africanos.
Fueron años extraordinarios de mi vida y fundamentales para mi formación humana, intelectual y literaria y por eso celebro que el diario Liberation haya dedicado un suplemento especial en su honor y creara un espacio para que los entonces alumnos de ese corto experimento expresáramos nuestras sensaciones cargadas de un especial erotismo intelectual.
Muchos franceses de provincia u originarios de las clases desfavorecidas o proletarias subrayan la facilidad que les dio Vincennes para abrirse al pensamiento y a los estudios universitarios, desmitificando en las aulas y en el llamado zouk árabe el muro jerárquico del saber. Para muchos de ellos su vida cambió gracias a esa libertad delirante en tiempos de exclusión. Otros, provenientes de Estados Unidos, América Latina, Europa, Africa o Asia, celebran con afecto esos instantes inolvidables en que se concentró el deseo de saber, en un bosque real y encantado, sucio y prístino a la vez. Y de los archivos de la memoria van saliendo las imágenes de quienes filmaron en Super 8 u otros formatos la vida cotidiana de este permanente Woodstock universitario, como el filme Los muros y la palabra.
El experimento contó con el apoyo, entre otros muchos, de Noam Chomsky, Mario Soares, Jean François Lyotard, Herbert Marcuse, Roland Barthes, Michel Butor, Maria Antonieta Macciocchi, Hélène Cixous. Entre los profesores figuraban Henri Meschonnic, Georges Lapassade, Samir Amin, Nicos Poulantzas, René Scherer, Guy Hocqhenghem, Michel Beaud, Pierre Vidal-Naquet, Jean Pierre Balp, Madeleine Rébérioux, Nikos Dimadis, Zouzi Chebbi. Y entre los latinoamericanos estaban Rubén Barreiro Saguier, Alfredo Bryce, Saúl Yurkievitch, Sergio Cajarville y Miguel Rojas Mix.
Todos estos nombres de profesores generosos deben ser mencionados al lado de miles de alumnos que no olvidan esos años locos que los marcaron para siempre y generaron una actitud libertaria ante la vida que sobrevivió a los funestos y tenebrosos tiempos de Reagan, Thatcher y Bush. Luchaban todos ellos contra el racismo, la intolerancia y la exclusión, por el pensar libre y contra las jerarquías absurdas y excluyentes, contra el capitalismo desigual y salvaje; y su lucha por la libertad no fue en vano. Esos nombres están vivos. Vincennes, la del bosque, sigue viva.
* La imagen arriba es del Castillo de Vincennes, donde estuvo preso el marqués de Sade.