miércoles, 27 de febrero de 2008

EL "PARIS" COTIDIANO DEL CINEASTA CEDRIC KLAPISH


Como he vivido gran parte de mi vida en esta ciudad, que es una terrible y deliciosa jaula de oro, siempre acudo a ver las películas que versan sobre la dura vida cotidiana de los parisinos. Esta vez fue “París”, un filme de Cédric Klapish, joven autor del exitoso largometraje “El albergue español” (2002). Cada generación ha tenido aquí sus realizadores: Marcel Carné y Jean Renoir en los años 40 y 50, la “nouvelle vague” de Godard y Truffaut en los años 50 y 60, Philippe Garrel y Agnès Varda a fines del siglo XX.

En total hay unas 7.500 películas sobre la ciudad guardadas en el Foro de las Imágenes y los aficionados tienen en permanencia acceso a ellas. Muchas de esas películas son ahora clásicos como “Hotel del Norte” de Marcel Carné, “Los 400 golpes” de Francois Truffaut, “French Can-Can” de Jean Renoir, “Sin aliento” de Jean Luc Godard, “El último tango en París” de Bernardo Bertolucci, “Un americano en París” de Vicente Minelli. Otras películas han sido un desastre, tal vez la mayoría, pero siempre se rescata de ellas una atmósfera, la luz inmejorable según las estaciones, rincones, pasajes y callejones cargados de vida e historia.

La cotidianidad en esta capital no sólo es la de los franceses ricos “puros” o “de souche”, como les dicen aquí, ni la de los extranjeros millonarios, en especial dictadores y mafiosos que lavan en estos pagos sus fortunas y siempre van cubiertos de abrigos absurdos y prendas de moda. La dura realidad es la vida de una gran mayoría de franceses pobres y extranjeros de todos los orígenes y edades que laboramos en esta ciudad y luchamos día a día con dificultad para ganar el sustento.

Por supuesto que uno puede cruzarse con jeques árabes saliendo del Hotel Ritz, o millonarios orientales, africanos o norteamericanos que brotan de las tiendas de lujo cargados de regalos o escogen, como si fueran dulces, anillos y collares de Van&Cleef en la Place Vendôme, al lado del ese hotel donde hizo por última vez el amor Lady Di con su amante Dodi al Fayed.

Por la mañana, cuando uno va apresurado hacia el trabajo, ve en el metro bellísimas chicas de sueño perfumadas, prospectos de modelos o de actrices que van rumbo a los “castings” de las casas de moda o las agencias de Sentier o Saint Honoré y a muchas celebridades se las ve caminar con la baguette debajo del brazo y la angustia a cuestas, pensando ya en la próxima cita con el sicoanalista. No es raro encontrarse a Catherine Deneuve tomando un café en la barra de un café o ver a los ministros desayunando en el Nemours, en el Palais Royal, al lado del Consejo de Estado. Todos los grandes escritores del mundo caminan por Saint Germain des Pres y se pueden oír las risotadas de Umberto Eco o Álvaro Mutis al encontrarse con algún periodista junto a uno de esos cafés con historia.

Pero para que eso ocurra está toda la vida real del trabajo: africanos, árabes o ex yugoslavos que limpian alcantarillas nauseabundas y lavan platos en restaurantes, meseros, vendedores de mercado, albañiles, artistas, maestros, enfermeros, burócratas y trabajadores sociales que no ganan mucho y siempre están endeudados. El glamour es la excepción, la lucha por la vida la norma. En las buhardillas cunde el hambre y la desesperación entre quienes llegan aquí de provincia y del extranjero a abrirse camino como en las novelas del siglo XIX y pueden morir en el intento. Esa es la vida real que cuentan a veces cada año las películas contemporáneas que hablan de los parisinos de la calle, obras intimistas donde vemos a los actores y actrices del momento.

En “París”, de Cedric Klapish, que acaba de salir en carteleras, la gente se identifica de alguna forma con los personajes: un joven ex bailarín que espera un trasplante de corazón (Romain Duris), su hermana, bella madre soltera en la crisis de sus 40 (Juliette Binoche), un grupo de vendedores de legumbre en el mercado, un profesor de historia neurótico enamorado de una alumna coqueta, un arquitecto exitoso que crea dentro de la ciudad un gélido barrio moderno, una chica árabe tierna que trabaja en una panadería con una típica y cómica patrona francesa (Karin Viard), un africano que emigra desde Camerún.

A diferencia de “El fabuloso destino de Amelie Poulain”, una de las películas más exitosas y a la vez más fallidas, “París” es mucho más real y no se basa en los insoportables y empalagosos clichés de la primera. Para el narrador moribundo es una fortuna poder andar entre sus bellas calles cargadas de historia, a veces demasiado perfectas para ser ciertas, es un privilegio cruzar sus puentes, ver amanecer sobre las azoteas humeantes, palpar el río de los suicidas y ver los monumentos reflejados en ese turbio espejo, observar la belleza humana de todas las razas y orígenes que circula a cántaros por sus intrincadas calles.

Cuando el narrador va hacia la operación final y desde el taxi ve París por última vez, piensa en la fortuna de quienes la habitan y la sufren, pero ignoran sus maravillas. Porque todos se quejan de la ciudad y la maldicen hasta el hastío, cuando al final sólo basta bajar al café de la esquina para vivir y comprender que es el escenario de excepción que responde sin duda al estremecedor guión de nuestras vidas.