domingo, 17 de agosto de 2008

SEIS DECADAS DE JAZZ EN LA HUCHETTE

Por Eduardo Garcia Aguilar
El viejo jazzista holandés Bert de Kort tiene casi 80 años y aunque sus movimientos corporales se hacen rígidos al alzar las manos y menear el cuerpo de añejo gañán, guarda el entusiamo de jefe de banda que lo hizo famoso en los años 60 en el mundo del jazz, cuando recorría como hoy lo hace de ciudad en ciudad haciendo feliz al público con su Jazz Band.
En pleno agosto, cuando se llenan de turistas norteamericanos las calles de la ciudad y el bajo barrio latino, situado a orillas del Sena, al lado de la iglesia Saint Severin, Notre Dame y la librería Shakespeare and Company, este sábado el histórico Caveau de la Huchette está repleto de gente como desde hace 60 años ininterrumpidos.
De Kort es una reliquia del desaparecido existencialismo y ahí está en el podio con su grupo, entusiasta, alegre, cínico y sabio, como quien cumple su concierto número 20.000. Con él, un baterista hierático que no sonríe y cumple su tarea burocráticamente, pero muy bien y con talento, enmarcado en sus largas patillas de capitán de barco, cejas de neurasténico y ojos grises, cansado de fatigar cueros y platinos, pero vigilado desde lejos por la mirada fiel de la amada rubia que le espera sentada con un coctel en la mano.
Al fondo, un pianista fumador, enclenque y pálido, excelente eso sí, se aferra al piano viejo con cabellera larga relamida y desleída camisa floreada de absurdo color verde. A su lado un joven bajista regordete, tal vez de Madagascar, risueño y elevado en su traba de hachís, arranca a las cuerdas notas que mantienen el ritmo desde la modestia secreta y parece feliz con su cola anudada y las gafas camajanescas de grueso aro negro. Y junto al viejo maestro, su preferido, el joven saxofonista y clarinetista en quien deposita la herencia como padre que se apresta a bajar tranquilo al sepulcro. « No está casado todavía », grita el jazzmen a las deseables muchachas que bailan con viejos verdes, sudorosos gigolós de camisas floreadas y jeans ceñidos, o ventripotentes alumnos sesentones de be bop vestidos de lino negro.
El caveau es un verdaero templo de jazz. Arriba en la barra se sirven cocteles, cervezas y alcoholes duros. Y bajando las escalinatas, se llega al amplio espacio construido en plena Edad Media. Todavía hay vestigios góticos, piedras labradas con escritos en latín, escalinatas de roca fijas ahí desde hace más de un milenio. Y desde 1946, cuando fue fundado el sitio, ha recibido sin descanso a jazzmen y crooners como Bill Coleman, Claude Bolling, Lionel Hampton, Milt Buckner y entre los franceses, a Sacha Distel, entre otros mil. Ahora en esta temporada de verano han estado Richard Raux Jazz Group, Philippe Lucas, Drew Davis Swing Band, Scott Hamilton Orchestra y Thomas Savy Jazz Group, entre otros.
No lejos de aquí, por la misma calle, está el teatro donde desde hace también seis décadas se presentan sin interrupción las obras del ya fallecido dramaturgo del Absurdo Eugenio Ionesco (1912-1994). Y en las callejuelas, entre avisos luminosos y ruido, la romería de visitantes es permanente y obligatoria para quien visite la ciudad. No hay turista que no se detenga a comer crepas, kebab turco o se introduzca a un restaurate griego, cuyo patrón quiebra en la puerta platos blancos para llamar la atención.
Las del barrio son todas casas antiquísimas, pues este rincón fue siempre centro portuario desde los tiempos romanos hasta los años medievales del barrio latino, los lustros románticos y malditos de Nerval, Baudelaire y Verlaine y la década humeante de los existencialistas de Jean Paul Sartre, Julio Cortázar y Boris Vian. Gabriel García Márquez, en 1957, cuando vivía no lejos de aquí, bajaba a estos rincones en busca de una sopa o unas papas fritas, mientras pensaba en El coronel no tiene quien le escriba.
Los betaniks norteamericanos liderados por Ferlinghetti se hospedaban en la librería Shakespeare and Company y el más importante poeta francés vivo, Yves Bonnefoy, vivió aquí cerca en su juventud en los oscuros años de la posguerra. Al Hotel Esmeralda, una de las joyas sobrevivientes aún sin cambios desde esas épocas, y cuya dueña casi centenaria espera en el lobby con un cigarrillo y un pastís, llegan todavía escritores deseosos de tomar notas junto a la Catedral de Quasimodo, antes de bajar a beber en LesTrois Mallets, a la vuelta de la esquina.
En las cavas medievales restauradas se fueron instalando desde entonces, en esa década que emergía de la guerra, los antros de jazz que figuran en novelas y memorias de los anos 50, escritas entre la precariedad y el tizne de las paredes, el olor a repollo y colifror y el tufo del vino barato, al mismo tiempo que las chimeneas crepitaban y humeaban en noches de invierno sin nombre que el calentamiento global transmutó y convirtió aho ra en benévolas.
Ahora el viejo nos anima a todos al anunciar melodías de Cole Porter, John Coltrane, Miles Davis, Dizzie Gilespie, Lester Young, Count Basie y tocar con su trompeta los clásicos del jazz. Una hermosísima turista niña rica gringa bosteza a mi lado sin entender este mundo sucio y subterráneo y obliga a su novio a sacarla de ahí. El viejo ventripontente que masca chicle se luce porque es un bailarin consumado ; el gigoló mediterráneo está bañado en sudor. Un diminuto hombrecito gay desacomplejado de cejas negras baila con una soberbia hembra nórdica y dos nenas parecidas a Scarlett Johanson, que vienen de Boston, se dejan zarandear felices por desconocidos canosos con experiencias y arrugas, que husmean sus ombligos con piercing.
Pero los maestros de hoy son los bailarines negros que sin fatiga han hecho vibrar las piedras milenarias con su parejas exhaustas. Ya termina el tercer set de la noche y Bert de Kort se despide. « Me pagan por hacer esto », nos dice feliz y octogenario. Son las tres de la mañana. Han sido cinco horas de jazz que resuenan todavía en el vientre de la ciudad. Afuera la fiesta de la calle continúa hasta el amanecer. Las bellas más sexys han caído en los brazos de sus osados y canosos seductores. Es el jazz. All that jazz.

lunes, 11 de agosto de 2008

LA TORRE LATINOAMERICANA

Por Eduardo Garcia Aguilar
Uno de los monumentos más extraordinarios de la Ciudad de México y de América Latina es la Torre Latinoamericana, erigida en 1954 y desde entonces presente y a la vista de todos los habitantes de la metrópoli, semejante a un cohete de ciencia ficción salido de las utilerías de los estudios Churubusco y listo a lanzarse a la conquista del espacio de los sentidos y los símbolos.
Con el viso azulado de sus vidrieras y mosaicos y sus antenas y pararrayos la torre ha resistido todos los temblores, en especial los de 1957 y 1985, meciéndose en el aire gracias a los originales pilones antisísmicos sobre los que está construida. Desde sus alturas ha visto las ruinas y las iluminaciones bíblicas cernirse sobre la metrópoli, como las llamaradas asesinas de las refinerías de petróleo, las tolvaneras gigantescas provenientes de Texcoco, que antes enceguecían y asfixiaban la ciudad, o los paisajes transparentes de enero, cuando la nieve de los volcanes se vuelve nítida y los contornos prehispánicos del valle renacen desde la oscuridad del progreso.
Tuve la fortuna de subir el día de mi llegada a México al restaurante Muralto a cenar en companía de una linda guía prehispánica que el azar me presentó en las viejas calles coloniales, idéntica a una ofrenda afortunada de Coatlicue. Desde entonces tejí con la mole una relación de amistad y complicidad secreta que se solidificaría años después, cuando sin siquiera sospecharlo ese día iniciático, terminé trabajando durante más de una década en una agencia de noticias en el piso 28 de esa torre, convirtiéndose en mi segunda casa.
Durante años, arrullado por el sonido de los incesantes teletipos que traían las buenas y las malas noticias del mundo, vi los más bellos amaneceres en el valle y a veces alcancé a divisar las pirámides de Teotihuacán, cuando de repente el valle se volvía de verdad la región más transparente del aire, como lo escribió alguna vez Alfonso Reyes en Palinodia del polvo. Durante el día se veía crecer el agite monstruoso de cuatro millones de vehículos y se oía el murmullo arterial del Eje Lázaro Cárdenas con su sinfonía de bocinas y la humareda que brotaba de camiones y autos viejos.
Y poco a poco, hacia el atardecer, todo se transformaba y lo que era realidad diurna total y concreta se volvía titilante universo lumínico de la ciudad más grande mundo, un mar cósmico, planetario, un océano de luciérnagas donde se distinguían las largas avenidas como nervaduras de hojas enormes de Victoria Regia o líneas y huellas de una mano inconmensurable. El silencio lo dominaba todo, salvo cuando sonaban las sirenas apresuradas de los carros de policía o de bomberos o estallaba de súbito el ruido de los disparos nocturnos o el grito desolado e inerme de los atracados.
Trabajar de noche en la Torre, cuando ya la calma de la ciudad volvía, era una experiencia muy especial que daba al observador desde las alturas la sensación de dominarlo todo y otorgaba poderes casi chamánicos al espectador de aquella inmensidad, donde medio milenio antes reinó la ciudad de Techochitlán con sus lagos, danzas y sacrificios. Uno trataba de levantar con la imaginación las humaredas de copal que serpenteaban alrededor de las pirámides o convocaba los cánticos de los conventos coloniales con sus monjas y abates tapiados. O reclamaba la presencia de Zapata y Pancho Villa en El Sanborns o el sonido de sus cabalgatas por la calle Madero. O la música de Guty Cárdenas en La Cucharacha antes de que sonaran los disparos.
Muchos años antes de llegar a México, la Torre Latinoamericana se nos apareció en las diversas y sucesivas portadas de La región más transparente de Carlos Fuentes, novela que circulaba por todo el continente latinoamericano desde que fue publicada por el Fondo de Cultura Económica en 1958 y es hoy un clásico de la narrativa hispanoamericana de todos los tiempos.
En la prosa innovadora y rabiosa de este gran escritor, entonces un joven de 30 años, aprendimos a conocer la ciudad y a su gente a través de la voz delirante de Ixca Cinefuegos y de los personajes que él registró con la esperanza de marcar para siempre en palabras la huella de la urbe contemporánea mexicana. Tenía que ser la Torre Latinoamericana la que ilustrara las portadas más conocidas de esa novela, pues Carlos Fuentes tuvo que estar ahí presente, rodeándola, mientras la escribía electrizado por la energía que emanaba del sorpresivo monolito que conectó al Distrito Federal, « tuna incandescente » y « serpiente de estrellas », con los rascacielos neoyorkinos y el futuro impredecible en el que vivimos.
La ciudad palpitaba ahí a nuestro alcance : la mole del palacio de Bellas Artes asediada por colas de miles de defeños listos a rendir homenaje al féretro de Cantinflas en su último día en la tierra. Las ruinas permanentes de cientos de edificios que como el Hotel Regis y otros inolvidables que fueron tumbados en el centro por el terremoto de 1985. Las fiestas de Garibaldi y el salon Colonial con sus mariachis, su burlesque increíble y el vaho de pulque y tequila en las calles. El caminar de los borrachines de la Avenida Hidalgo o la calle Bucareli. Las conversaciones de periodistas en El Negresco o La Habana.
Otras imágenes acuden en tropel. Los enormes helicópteros estadounideses que traían desde el aeropuerto a Los Pinos al presidente estadounidense Bill Clinton, las manifestaciones de los zapatistas, los campamentos de maestros, los multitudianarios gritos festivos del 15 de septiembre o los ya pasados de moda desfiles del Día del Infome del Señor Presidente.
Todo eso se veía desde las alturas de la Torre Latinoamericana, hermana mayor de la urbe que todo lo ve y todo lo vive, Cuatlicue de acero, cemento y vidrio con ojos de robot, que ahora sigue su rumbo en el siglo XXI convirtiéndose en monumento del pasado, obelisco del presente, pirámide que desafia el tiempo e identifica a cada uno de los habitantes con su ciudad, pues es un símbolo desafiante y sereno.