domingo, 25 de mayo de 2008

TENERIFE: PRESAGIO DE AMÉRICA

Por Eduardo García Aguilar


La isla de Tenerife es un verdadero presagio de América Latina y en su interior se vive una atmósfera natural antediluviana. Desde todos los puntos cardinales emergen los aromas de una vegetación casi fósil que se nutre de brisas frescas y de suelos volcánicos dispersados en sucesivas erupciones por el volcán Teide, que reina sobre la pequeña isla de 2.034 kilómetros cuadrados, frente a las costas africanas por un lado y con mirada hacia América, por el otro.




En un pequeño parque frente al Hotel Taburiente, en Santa Cruz de Tenerife, crece un bosque de plantas exóticas que nos recibe con una miríada de puros olores de otros tiempos, lejos de la contaminación que reina en el resto del mundo. Con minucia de amantes desbordados de la naturaleza, las autoridades de la isla ponen junto a cada árbol o planta el nombre científico y su proveniencia. Tabaibas, cardones, cardoncillos, sabinas, dragos, palmeras, laureles, magnolios, jazmines, pinos, eucaliptos, araucarias y centenares de otras muestras se exponen allí en plena fertilidad entre canto de pájaros y movimiento de nubes y brumas.




A lo lejos reina el volcán Teide que a 3.718 metros de altura señorea sobre la isla, rodeado por un Parque Nacional donde la naturaleza es aún más feroz y fósil, lo que hace opinar a muchos de sus visitantes que puede aparecer de súbito un dinosaurio o un pterodáctilo. La isla está bañada por una brisa marina que mantiene la temperatura lejos de los atroces sofocos del trópico y la neblina va y viene rozando las montañas y los pueblos antiguos de esta tierra conquistada por los españoles a unas tribus nativas provenientes del norte de África.




Estamos pues en la zona centro-oriental del Atlántico Norte, en el sistema de archipiélagos de las Azores, Madeira, Salvajes, Canarias y Cabo Verde, visitados antaño por viajeros que iban rumbo al Nuevo Mundo o regresaban de él convertidos ya en indianos millonarios. De esos lejanos tiempos queda el testimonio de las viejas ciudades y pueblos que como La Laguna -considerada por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad-, conservan templos, conventos, palacios y casonas sobre cuyos techos crecen plantas y fantasmas del tiempo.




Hacia el norte de la isla se encuentran lugares paradisiacos sobre los acantilados que dan al mar y que están llenos de chalets y casas en declive ocupadas por gente adinerada del lugar o por los jubilados ricos que llegan desde Europa a gozar del microclima especial de Tenerife. En el Sauzal se observa la caída del sol entre rocas y riachuelos que compiten con insectos y pájaros, en el concierto perpetuo de la naturaleza. Una cafetería de sueño entre las rocas es un mirador hacia el soberbio crepúsculo de poesía. Suena la música de Janis Joplin y Pink Floyd y el espíritu vuela sobre las olas.




En La Orotava, una ciudad señorial con casino donde la tradicional burguesía canaria jugaba, bailaba y celebraba fiestas y bodas, las calles empinadas albergan casas antiguas de balcones restauradas con minucia y edificios republicanos decimonónicos que enseñan la riqueza y el esplendor de otros tiempos que renacen como homenaje a los emprendedores de esta isla visitada y catalogada por el barón de Humboldt.




En todas partes se canta el himno a la madera: en las ruinas de alguna iglesia carbonizada se ven todavía los restos de esas tablas centenarias y por todas partes la madera reina en techos, pisos, balcones, portalones, tejados, ventanas y ominosos lugares desde donde las enclaustradas monjas salían a veces a recibir un poco de sol y ver desde lejos el ajetreo de los vendedores y de los viajeros. Al interior de esas iglesias y conventos estrictos que perviven con la fuerza de una religión que en otras partes declina, se ve como en pocos lugares de Occidente un barroco vivo e intenso cuya imaginería dolorosa y llagada del dolor crístico, nos muestra casi en carne viva a los conquistadores y al mismísimo Colón arrodillados antes de partir hacia el otro mundo en busca de El Dorado.




En La Laguna y en La Orotava, surgidas en el siglo XV, se sienten los pasos de abates, monjas, obispos y letrados, la lenta procesión de los creyentes iluminados que perviven con minucia en quienes hoy trabajan con arena de distintos colores del volcán Teide para elaborar en las plazas catedralicias los gigantescos mosaicos de las próximas fiestas del Corpus Christi. Todo mana religión católica en estas calles antiguas de Tenerife: ni una mezquita, ni una sinagoga, ningún budista u ortodoxo se ve en el claustro isleño. Sólo el nazareno sangrante, el tradicional Sagrado Corazón, la Virgen, los santos y la monja santa que reivindican los de El Sauzal como nativa y que, según la leyenda, está impútrida dentro de su ataúd como signo del milagro.




Uno se pregunta: ¿si eso es así en la actualidad, como habría sido en los tiempos de la conquista y los años de la colonia de estas islas que buscan cada día más y más autonomía? El volcán y las nieves eternas vigilan a los súbditos de Tenerife y a su vez el dios de los humanos, con su implacabe dolor, los llena de culpa. Y la naturaleza reina libre en la exuberancia de lianas y árboles milenarios y el canto insurrecto de aves e insectos.




Uno puede estallar de belleza en Tenerife, estar asfixiado por la eternidad en mitad del Atlántico, puede sentir escalofrío viendo los claustros y las monjas como en el siglo XV, pero para decantar todas estas reflexiones metafísicas y ontológicas existe por fortuna la Casa del Vino donde se degusta el fruto de la original vid tinerfeña y se escancia hasta más allá de la medianoche el vino rojo de la felicidad y el asombro.




Y en mi caso recordar la infancia y la adolescencia transcurridas en mi ciudad natal Manizales, junto a un volcán como El Teide, en medio de una naturaleza similar que aquí en la isla sigue viva y fósil mientras en mi ciudad es día a día destrozada por el odioso progreso del óxido y el cemento desaforados.

domingo, 18 de mayo de 2008

ACTUALIDAD DE GOYA EN TIEMPOS DE GUERRA


Por Eduardo García Aguilar


El cuadro de los fusilados de Goya, titulado El tres de mayo de 1808, sigue siendo actual, exactamente dos siglos después de ocurrida la escena, sólo que ahora es con tecnología, aviones y bombardeos como los regímenes tiránicos tratan de aplastar a quienes se les oponen y cuestionan su ilegitimidad.


Matar, fusilar, acribillar, cortar manos, pagar recompensas que equivalen al presupuesto anual de cultura de un país a quien mate y corte la mano de su jefe para llevarla como prueba al Palacio del tirano y sus sanguinarios santificados: esa es y ha sido la política de las tiranías. Cuerpos destrozados por las bombas, entre la sangre, mostrados a la juventud como ejemplos de tolerancia, fosas comunes a lo largo y ancho del país, cuyos autores quedan impunes para siempre por decisión del tiranuelo, arrodillarse con vileza ante las potencias pero aplastar al pueblo: todo eso lo vio Goya, el ilustrado dieciochesco, en su España eterna, y lo dijo con el lenguaje rebelde del arte.


Al principio Goya pintaba las imágenes de los poderosos y eran tan buenas que se volvió asiduo de la corte y pintor oficial de los potentados, pero en su interior era un artista insurrecto que ya veía la injusticia de su país, el clasismo, la aristocracia decadente, la miseria en los suburbios y en las calles, la propaganda del régimen, la enfermedad, la locura, el desamparo, el olvido, la prostitución, el odio sanguinolento de los santos vestidos de ministros o los ministros vestidos de santos.


En ese cuadro de los fusilamientos del 3 de mayo en Moncloa el pelotón de fusilamiento está frente a las víctimas subversivas casi tan frágil como ellos pues está compuesto de soldados del pueblo que matan a sus hermanos y al lado hay hasta sacerdotes que acompañan a los ajusticiados en el último momento del martirio. Goya lo supo ver en ese cuadro genial de la pintura hispánica, que es en cierta forma y será la de nuestro ámbito latinoamericano, pues desde ahí venimos, de esa intolerancia fanática a ultranza que castiga con la muerte y la hoguera al opositor y crea diariamente la calumnia y la mentira para perpetuarse en el poder engañando a los inocentes de la calle que aullan de hambre, ceguera y peste.


La muerte tiene permiso allí en esos cuadros de Goya, está presente, circula en el aire de Madrid, cuyo pueblo se ha rebelado contra el nuevo tirano. En ese otro cuadro genial El dos de mayo de 1808, Goya pinta la rebelión de la plebe en las calles de Madrid y en medio de la sangrienta escena los caballos miran como seres racionales aterrorizados, mientras los humanos se desencadenan en el odio cual lobos sedientos. Porque la plebe, la infame turba, la muchedumbre hambrienta y humillada es cruel también en la rebelión, cuando estalla en el caos tras siglos de infortunio e injusticia. Goya no es inocente: el pueblo cuando decide rebelarse también se desliza en la sangre como los poderosos. Puesto que el lenguaje de los poderosos es el bombardeo y el pelotón de fusilamiento, el descuartizamiento con motosierra y la recompensa por denunciar al padre o al hermano, no se puede esperar de la plebe otro lenguaje distinto. Y Goya lo vio en estos dos cuadros soberbios que están expuestos por primera vez juntos en una gran sala de El Prado, mientras afuera reina el sol madrileño sobre la vegetación y las nubes que tan bien supieron pintar todos ellos: Goya, Velásquez, Ribera y tantos otros.


Esto tan actual se puede ver en Museo del Prado en la magna exposición Goya en tiempos de guerra dedicada al bicentenario de estas jornadas antifrancesas como día nacional de España, aunque otros consideran que hay fechas anteriores tal vez mucho más significativas. En Madrid hace un sol resplandeciente, toda la gente se ha ido de puente y El Prado esta ahí abierto y libre para los turistas perdidos y algunos admiradores de la obra de este cascarrabias gigante y genial que llegó a viejo y sordo desencadenándose en Los caprichos, Las tauromaquias, Los desastres de la guerra y Los disparates, usando con maestría las técnicas del grabado y la litografía.


Es el Madrid de la corte, el centro del poder y ahora aunque todo parece en cierta calma, mientras uno camina por las salas dedicadas al gran Goya se piensa en el garrote vil usado por el dictador Francisco Franco y en el golpe de estado de Tejero, quien esgrimió la pistola ante los diputados. Con Goya uno piensa en los tiranuelos latinoamericanos, en esos señores presidentes que tan bien han descrito sus novelistas desde Miguel Ángel Asturias y Augusto Roa Bastos hasta Gabriel García Márquez y pintores como Fernando Botero.


Semanas antes había visto otra exposición completa de Goya, pero esta vez de sus grabados y litografías en las salas del Petit Palais de París, que también se unió al homenaje a este hombre, pero desde el otro lado, o sea desde la tierra de José I, Pepe Botella, el enviado por Napoleón que reinó durante seis arduos años sobre los españoles rodeado de “afrancesados”. A diferencia de la majestuosidad de los cuadros al óleo, de la perfección realista de su óleos sobre celestinas y majas, en los grabados y litografías asistimos al genio desatado de Goya, capaz de mostrarnos en pequeñas imágenes de unos cuantos centímetros el horror de su tiempo, que es el nuestro: muertos, enfermos, asesinados, aplastados, bombardeados, ebrios, fanáticos, putas, iluminados, o sea el cuadro de una humanidad atroz que nunca deja de sorprendernos.


En su vejez este hombre, este genio hispano, supo llevar al máximo de lucidez la expresión de su escepticismo frente a las posibilidades de su especie. Goya es tan actual que uno cree ver la historia presente reflejada con extremo realismo, como si el tiempo sólo fuera una sombra, una ficción, que el mayor bien es pequeño, que toda la vida es sueño y los sueños sueños son, como diría el gran Calderón de la Barca.

viernes, 16 de mayo de 2008

EL BAR PASTÍS DE BARCELONA



Por Eduardo García Aguilar


Por esas cosas de la vida, pese a las muchas visitas que realicé a Barcelona nunca había ido al bar Pastís, una de esas reliquias del pasado que aún sobreviven a la modernidad desaforada de la ciudad condal. Había visitado y recorrido con amigos el bar Tales, el Marsella, el Opera, las tabernas del Borne y el bar gótico sin nunca cruzarme con este peculiar y diminuto antro de la calle Santa Mónica, fundado en 1947, y que durante décadas fue centro de cierta nostalgia francesa encabezada por las voces decadentes de Frehel, Damia y Edith Piaf, patrocinadas por una propietaria que los sobrevivientes recuerdan con cariño.
El pastís es una bebida fresca de anís para los días soleados de verano y libarla con su color amarillento desleído es una delicia. Es el suave y traicionero elíxir que poco a poco se adueña del bebedor, quien sin darse cuenta, fresco e hidratado, se ve sobrecogido por una ebriedad que desciende de las peligrosas sendas de la ya prohibida absenta. Trago de obreros y proletarios de overol, el pastís anima todo tipo de maldiciones y conversaciones triviales sobre fútbol, mujeres, el costo de la vida, política y esperanzas y temores de los de abajo, cuyas vidas pasan al margen en las periferas y los suburbios del desencanto.
Servido en su tradicional vaso cónico, se nutre con agua y hielo, por lo que es posible dosificarlo y alargarlo mientras afuera de la taberna cruzan los travestis y las prostitutas ávidas o los maleantes que medran detrás de los turistas y sus carteras llenas de joyas y euros. Y es bebida de barra y bullicio, acompañada de las exhalaciones sudorales de camioneros, carniceros y alabañiles, junto al mercado donde cuelgan perdices, conejos y jabalís. Es la fresca gota alegre que adormece las penas de la mujer enamorada, la viuda, la esposa abandonada, la cantante fracasada o la hetaira crepuscular. Por eso el pastís es un nombre perfecto para un bar y mucho más si desde su fundación sus paredes nunca fueron pintadas y guardan el viejo salitre que corroe la pintura ocre y las telarañas tejidas desde el más profundo franquismo parroquial, pasando por las vicisitudes de la democracia y la monarquía constitucional hasta los inquietantes albores del siglo XXI, lleno de riqueza y virtualidad posmoderna.
Llegue ahí de sorpresa una noche sabatina de abril tras cruzar la esquina más agitada de la prostitución reinante en Las Ramblas, con todo tipo de mujeres africanas jovencísimas atadas a las leyes de la padrotería criminal y entre el florilegio añejo del travestismo multicolor que tanto detestaba en sus tiempos mi amigo Miguel de Francisco. Los hombres escogen, arreglan el precio y suben de inmediato con su travesti o su mujer de ébano a alguno de esos hoteles donde mana el sudor de la incesante gimnasia prostitucional. Bajo los andamiajes que cubren viejísimos edificios en restauración que anuncian el fin de una época y tal vez la del propio Bar Pastís, amenazado por los pubs y los bares musicales para turistas ingleses y nórdicos que desembarcan en manada, se encuentra la puerta secreta y batiente, al interior de la cual el vaho del tiempo recibe con todos sus olores al nostálgico explorador del pasado de Darío y Verlaine.
Las paredes del antro están cubiertas por horrendos cuadros que el humo del cigarrillo, el polvo y la grasa han opacado durante 60 años hasta convertirlos en rectángulos de mugre indefinible. Y entre esos cuadros, pequeñas fotos de Piaf, figurillas de mal gusto, recuerdos del tiempo, recortes de periódico enmarcados y, colgando del techo, pequeñas palomas de papel que vibran con la música incesante de la bohemia parisina pasada de moda : Serge Gainsbourg y Jane Birkin con su Je t’aime moi non plus , Boris Vian, Yves Montand, Claude François, Charles Aznavour, Jacques Brel y toda la imaginería musical de la Francia pobre de posguerra, que parece representar hoy este bar insólito que ni en Paris ya se puede hallar.
El patrón tiene la voz gruesa del fumador, es gordo, ha tomado las formas de la barra y el bar y con rapidez trabaja como rara deidad india de seis manos para servir vino, pastís, cerveza, ron, whizky, champán que saca de estanterías cubiertas de polvo y cortinajes colgantes que esconden el brillo sabio de las botellas. El hombre lleva ahí detrás de la barra décadas y parece detestar profundamente ese trabajo que finalmente le hace vivir o hasta lo debe hacer rico. Pero su escenografía de cascarrabias intolerante e impredecible le sirve para no ser olvidado y cambiar de repente de la diatriba batracia a la generosidad de una o varias copas gratis.
Es el patrón del Bar Pastís, última reliquia de la noche francesa en Europa, templo de 61 años exactos, sobreviviente de guerras y modernidades, modas y fracasos, en medio del más ferviente mundo barcelonés. Ahí, por unas horas, uno parece al fin a salvo del bullicio asfixiande del rugby y de las estrellas producidas desde Miami, libre al fin del fútbol y de la Formula 1 que llenan ahora todas las pantallas de los bares del mundo, uniformándolo todo con sus abalorios de inocuidad.

martes, 6 de mayo de 2008

EN LAS PALMAS DE GRAN CANARIA


Por Eduardo García Aguilar
Entre las callejuelas nocturnas de Las Palmas de Gran Canaria aparece de repente la iglesia donde oraba Cristóbal Colón antes de partir tras la escala técnica hacia tierras de América, en una aventura que para entonces era casi intergaláctica. El templo, construido en 1477, está ahí en una plazoleta medieval arropada por el céfiro de los alisios que recorre por los islotes de las Canarias, una de las tierras más cercanas a América, y roza aquí los empedrados laberínticos y las paredes viejas de las casonas de antes del Descubrimiento.

No queda otro remedio que recogerse entonces emocionado e invocar las almas de los viajeros, convocar los espíritus de los aventureros que en aquellas épocas abrían el mundo por los mares como si fueran trochas por montañas de agua, arriesgándose a la muerte y al olvido. Y uno dice: Colón estuvo aquí y durmió en la casona de enfrente que es ahora el museo que lleva su nombre. Uno lo ve hablando con sus marineros, ajustando los últimos detalles, arreglando los problemas de las naves o aceptando los últimos viajeros, muchos de ellos canarios, que son nuestros antepasados. Y en la gente que pasa con su habladito inconfundible de musicales ondas uno cree distinguir a un tío o a una tía, de lo parecidos que son los canarios a los habitantes de las tierras cafeteras de los Andes colombianos.

Uno se imagina entonces ahí al genovés arrodillado ante las imágenes de las vírgenes o los nazarenos, orando y pidiendo buena suerte para cada una de las etapas decisivas de tres de los cuatro viajes que emprendió hacia las Indias, que entonces no eran todavía las Américas maravillosas que alegraron el mundo con su tabaco y lo salvaron de la hambruna con la papa y el chocolate, entre tantos otros productos novedosos y nutritivos que salieron del cuerno de oro de su abundancia y se regaron como milagro por la antigua empobrecida Europa.

El griterío de jóvenes muchachos y chicas hermosas empieza a sonar cuando bajo hacia las calles cercanas al puerto y al mercado de la Mojana, entre olores de pescado frito. En la taberna de los Sobrinos, que huele a siglos y a intimidad de poetas y de artistas, me paro a tomar un vino blanco y a degustar un delicioso jamón serrano con mis amigos Dasso Saldívar y Luis Armando Soto, después de gozar uno de los días más calurosos del año en la isla, con casi 40 grados centígrados.

En la tarde habíamos hablado en el Gabinete Literario, un edificio modernista donde pasaba horas Benito Pérez Galdós, de literatura colombiana y de las aventuras de ese canario ideal y absoluto que es el Nóbel Gabriel García Márquez, nuestro maestro y nuestro tormento, que al parecer nunca ha venido por aquí. En uno de los salones de este espléndido palacio art-nouveau tropical se realiza una exposición de fotografías de la vida del Premio Nóbel, curada por Santiago Mutis Durán, y que Colombia ha traído a estas islas para que los amantes de la literatura y los estudiantes vean al prodigio desde los años infantiles de Aracataca hasta sus años de gloria y fama mundial.

Nos acompaña pues el espíritu de Gabriel García Márquez en estas calles que podrían ser las de cualquier puerto colonial del Caribe, idénticas a La Habana Vieja o Veracruz, con sus muros de piedra, sus ventanales de madera y sus techos de teja española por donde fluye el agua de la lluvia. Porque en las islas Canarias uno se siente en los pueblos imaginarios del realismo mágico y entre el sopor del Macondo inmortal. Los promotores y conservadores del Gabinete Literario que nos ha acogido hablan con este acento suave y musical que hace amar por sobre todas a la lengua castellana y nos llevan a mirar el Salón Dorado donde cantaban los cantantes de Ópera de los tiempos de Rubén Darío y las salas en donde desde hace más de un siglo juegan a las cartas las señoras elegantes de abanico o departen políticos y comerciantes sobre las estrategias a seguir, hundidos en mullidos muebles de otra época.

Las Palmas de Gran Canaria es una ciudad próspera y fuerte donde se siente el esplendor comercial de más de medio milenio y en las aguas del puerto reinan los mástiles y las gavias como en 1492 reinaron La Niña, La Pinta y La Santamaría de Cristóbal Colón antes de que partieran a descubrir al otro lado del Atlántico el Nuevo Mundo que cambiaría la faz de la tierra. En los parques de palmeras los niños juegan en bellas réplicas de madera de aquellas naos descubridoras, mientras en la playa los habitantes locales gozan hacia la tarde del sol de las playas en un griterío que trae la música de una lengua viva donde sin duda podrían pronunciarse las mejores palabras de amor.

Más tarde en la XX Feria del Libro en el Parque de San Telmo, dedicada a Benito Pérez Galdós, me he encontrado con el poeta Leopoldo María Panero y me ha recitado de memoria poemas de Porfirio Barba Jacob para mostrarme que sabe de Colombia, pues uno de sus hermanos fue novio de la ya fallecida poeta colombiana María Mercedes Carranza. Me ha dedicado su bello primer libro "Así se fundó Carnaby Street" donde dice cosas tan maravillosas como "todos temen que el gigante vuelva a entrar en acción". Hablar con Panero, uno de los grandes autores españoles vivos, un hombre que ha asumido la sabia locura como la única solución al desastre, entre tantos libros de poesía, y después leerlo saboreando una cerveza Dorada es una forma milagrosa y mágica de terminar el día.

Con el poeta Panero, que como todo poeta loco nos salva en este mundo de marcas, cifras, dinero y burócratas fríos, terminamos un día más en Canarias, un archipiélago de sueños literarios y de viajes colocada en el centro de un Océano Atlántico que nos baña y nos nombra. Y comprobamos que no hay nada más nutritivo que el viaje y la errancia, los exilios de los mares y los continentes.