sábado, 29 de marzo de 2008

VISITA A LA CIUDAD DE RIMBAUD


Por Eduardo García Aguilar


El sábado 15 de marzo llegamos por la mañana a la tumba de Rimbaud en el cementerio de Charleville, después de un viaje desde París hacia las regiones de Champangne y Ardennes, cerca de la frontera, en el noreste de Francia. La ciudad del genial poeta adolescente sorprende pues sus casas y edificios antiguos están construidos con una piedra de color amarillo óxido, lo que le da un aire peculiar de crepúsculo y su calle central tiene una perspectiva espléndida que, pasando por la Plaza Ducal, lleva hasta el Museo Rimbaud, construido en un antiguo y bello molino.


Y aunque Rimbaud renegó de la ciudad natal, él está siempre presente en todas partes. Su figura despeinada e insumisa domina en paredes, tiendas, cafés, bares y restaurantes. El poeta reina como una deidad familiar desde esta localidad al borde del rio Meuse, en cuyo camposanto reposa su martirizado cuerpo, iluminando a todos los muchachos del mundo que se inspiran en él para huir del tedio de un día convertirse en adultos domados. Rimbaud representa al adolescente permanente que pervive en los viejos poetas muertos de pobreza y tuberculosis o ante el pelotón de fusilamiento. Porque escribir poemas es prolongar la infancia y viajar con ella adentro hasta el final. Walt Whitman, el viejo barbudo de overol, fue un niño hasta el final y Baudelaire un mozo alocado y eterno en las noches de absenta y poesía.


Así como Niza, en el Mediterráneo, posee de la piedra rosada de sus canteras alpinas, aquí ese extraño color amarillento de los edificios del siglo XVII y XVIII le dan a Charleville una iluminación peculiar y al verlos, comprendo de repente que los ojos del poeta los vieron tal y como están hoy y que miro lo que él vio cuando escribía sus primeros versos. He venido invitado por la ciudad en el marco de la Primavera de los Poetas, que se celebra en todo el país, acompañado por la poeta colombiana Myriam Montoya, una de las voces más importantes de mi país y del poeta francés Stéphane Chaumet, viajero abierto al mundo con su poesia de encuentros y fugas, para dar lecturas en la tumba y el museo y participar en una fiesta en una guinguette, típica fonda donde celebramos al autor de Las Iluminaciones hasta bien entrada la noche junto a los jóvenes cultores de la poesia y el slam como Gonzague, Oriana y una joven poeta que usa el misterioso seudónimo de Marcel Proust.


Hijos de Charleville, François Massut y el prolífico poeta Richard dalla Rosa nos han guiado y acompañado por esta ciudad soñada desde la adolescencia con el entusiasmo de la fuerza joven que guarda la llama del más celebre hijo de su tierra, quien vio su luz aquí el 20 de octubre de 1854 y murio en Marsella el 10 de noviembre de 1891, tras años de aventura en AbisiniaEsta mañana, luego de llegar, caminamos por las hermosas calles de esta ciudad y por la Plaza Ducal, que es una imitación pequeña de la muy conocida Place des Vosgues en París, donde reinaban hace tiempo los Tres Mosqueteros. Calle tras calle está presente esta arquitectura profunda que sobrevivió a tantas guerras, siempre dominada por ese color amarillento que parece al de ciertas caídas de sol o al ámbito de ciertos poemas eternos.


No lejos de aquí, entraron siempre por Sedan las tropas invasoras alemanas en las guerras de 1870, 1914-1918 y 1939-1944. Y en los campos húmedos de estas fronteras reposan los cuerpos y la sangre de cientos de miles de hombres asesinados en sangrientas conflagraciones sin fin. Esta es una tierra de viejas guerras que por ahora está en paz, pero que probablemente por su situación fronteriza algún día vuelva a sentir la fuerza ominosa de los bombardeos y el paso de los tanques.


Más tarde, en una ceremonia más íntima, llegamos al cementerio viejo donde reposa el poeta. Los miembros de la Sociedad de Amigos de Rimbaud, en su mayoría hombres de edad, llegaron a la tumba para escuchar la poesía de dos colombianos del exilio que partimos hace mucho tiempo de nuestro país, pero lo llevamos en el corazón. Algunos camarógrafos y fotógrafos tomaban imágenes del grupo reunido en torno al sepulcro del emblema de la rebelión y de la adolescencia poéticas, ese hombre que dejó todo antes de llegar a los 20 años y después se fue de aventurero a las lejanas tierras de África, donde vivió dedicado a turbios negocios y tráficos y enfermó antes de morir a los 37 años después un agitado retorno a su tierra en cañilla, amputado y agonizante.


Myriam, Stéphane y yo leímos primero poemas de Rimbaud y luego versos nuestros con la emoción de visitar por primera vez este lugar simbólico. Rodeados de poetas, los tres sentimos la emoción de leer allí en su honor, en su tumba, en un sitio a donde siempre quisimos venir algún día. En mi caso, le dije a los asistentes que venía de un lejano país llamado Colombia y que cuando adolescente, en mi ciudad Manizales, soñaba algún día con hacer la peregrinación a la tumba del poeta maldito.


En aquel entonces, con Rodrigo Acevedo González o Enrique Cardona Hernández, entre otros poetas adolescentes, queríamos imitar a Rimbaud. En el Instituto Universitario o en el Instituto Manizales escribíamos poemas sin límite inspirados por la imagen de ese muchacho genial que nos maravillaba con El Barco Ebrio y Las Iluminaciones. Lo hacíamos entonces para acercarnos a él, palparlo, viajar en su barco por ríos impasibles, y desafiar las tradiciones con la pureza de quien sólo busca expresarse y ser a través de las palabras. Era nuestro modelo como lo ha sido en todas las ciudades y pueblos del mundo donde florecen los poetas.


A esta tumba llegan en peregrinación día a día personas de todas las partes del mundo. Vienen japoneses, chinos, africanos, rusos, latinoamericanos, europeos, norteamericanos. Y llegar por fin a la tumba es un instante clave en la vida de los poetas. El primer amigo que me contó el detalle de su visita a Charleville hace muchos años fue el poeta mexicano Vicente Quirarte, en quien pensé en ese instante inolvidable de estar ahí, de ser ahí, de llegar ahí donde reposa Rimbaud al lado de su hermana y su madre, que lo sobrevivió hasta 1907.


Poco a poco Charleville se vuelve una ciudad poética a donde son invitados en residencia autores de todas las partes del mundo para visitar dos de las casas donde vivió de niño antes de irse y que están intactas y tienen también el extraño desleído color de los atardeceres. En la casa donde más tiempo vivió, frente al río Meuse, sorprende que cada una de su habitaciones guarde sorpresas en su honor, a través del arte contemporáneo y el multimedia. En una habitación se escucha el sonido del viento tradicional de la región de Ardennes, el sonido del mar y el chillido de los barcos cuando llegan y se van de puerto. En otra se esucha a través de orificios y bocinas instalados en las paredes su poesía en una voz nítida como si viniera del mas allá. En las paredes de su dormitorio se reflejan palabras que circulan. Y desde otras habitaciones se ve el río y la calle que sin duda hacieron soñar al impúber poeta bajo la mirada escrutadora de su hermana y su madre. Ahora hace una tarde de sol y la ciudad está cubierta por Las Iluminaciones.


A Myrian Montoya, la poeta proveniente de la antioqua colombiana donde se inició en los talleres del novelista Manuel Mejía Vallejo, se le han humedecido los ojos junto a la tumba de su amado Rimbaud, el del espíritu lúcido e insaciable, antes de leer sus poemas. Ha estado ahí largos minutos en silencio, con la mirada perdida, emocionada, y he comprendido sus palpitaciones mientras el aire fresco inundaba el camposanto. Stéphane Chaumet, hijo de la ciudad de Dunkerke, viajero en Siria, China, México y Colombia, ha expresado su rabia interior con su voz agitada y su corazón en la mano y yo he quedado volando en un tapiz persa por los aires de la poesía al cumplir un sueño de la vida. François Massut, el generoso joven poeta residente en París que propició con amor esta visita y la de otros poetas, ha llegado con sus familiares y paso a paso nos ha mostrado el secreto tesoro y los haces de luz prismática que surgen de sus honduras.


Todos los poetas del mundo deberían visitar algún día esta tumba y recorrer Charleville. De regreso a París en el Tren de Alta Velocidad nos ha despedido desde la campiña un intenso arcoiris, como si a través de ese milagro se expresara Rimbaud desde sus ríos impasibles y su mares agitados donde la nave cautiva del relámpago viaja sin detenerse nunca.


Charleville-París, 17 de marzo de 2008

martes, 18 de marzo de 2008

ROBBE GRILLET: DESLIZAMIENTOS PROGRESIVOS DEL DESEO


Por Eduardo García Aguilar
Alain Robbe-Grillet, quien murió el lunes 18 de febrero por un mal cardiaco en el Centro Hospitalario de Caen a los 85 años de edad, era tal vez el más divertido y uno de los más lúcidos escritores de la segunda mitad del siglo xx en Francia. Con melena encrespada y tupida barba negra, este alto y elegante individuo nacido en Bretaña fue gracias a su elocuencia y malicia el líder incontestable del Nouveau Roman y director editorial de Minuit, una de las pocas casas editoras que se mantuvieron en la clandestinidad durante la ocupación nazi y a la que fue fiel toda su vida.
Desde 1953, con la aparición de su novela Las gomas, fundó el movimiento al lado del editor rebelde Jerôme Lindon y de otros narradores no menos subversivos como Robert Pinget, Claude Simon, Nathalie Sarraute, Marguerite Duras y Samuel Beckett, que tuvieron relaciones estrechas con el cine y el teatro y criticaron el tradicional ejercicio de la narrativa en Francia y en el mundo al combatir la vacuidad de contar solo historias amenas para un amplio público convencional anclado en la novelística decimonónica.
Robbe-Grillet estaba del lado de “quienes buscan nuevas formas novelísticas que puedan expresar (o crear) nuevas relaciones entre el hombre y el mundo y que están decididos a inventar la novela, o sea, a inventar al hombre”. En su narrativa cuestionaba la existencia del personaje por banal, daba más importancia al estilo que al contenido, reivindicaba la autonomía de la obra frente a la utilidad de la historia y sus cargas nacionales y políticas. Pensamiento que sigue siendo pertinente en el siglo xxi ante la viscosa ofensiva anestesiadora de la narrativa actual, agenciada por las multinacionales para lectores bobos, pasivos, consumidores de los best sellers y las obras de éxito reinantes hoy en América Latina y casi todo el mundo. Dentro de esa profesión de fe literaria salieron obras como Molloy, de Beckett; Moderato Cantabile, de Marguerite Duras; El camino de Flandes, de Claude Simon; Tropismes, de Nathalie Sarraute; La mise en scène, de Claude Ollier, y El empleo del tiempo, de Michel Buttor, el único sobreviviente del movimiento.
Herederos directos del excéntrico Raymond Roussel, autor de Locus Solus, de James Joyce y de su discípulo Italo Svevo, escritor de la inolvidable y necesaria Conciencia de Zeno, entre otros, el grupo logró estar en la vanguardia de la literatura francesa y mundial de la posguerra y pese a la oposición y animadversión que provocó y provoca entre muchos escritores convencionales de obras vendibles, los del Nouveau Roman obtuvieron dos premios Nobel, el de Beckett y el de Simon. Y si Robbe-Grillet no accedió al máximo galardón sueco se debió probablemente a que su vida fue también subversiva y que en algunas de sus obras literarias o cinematográficas abordó asuntos de “lolitofilia” y sadomasoquismo hasta extremos inaceptables para su tiempo. De hecho, su última obra, Una novela sentimental, provocó escándalo en 2007 y se vendió cerrada en celofán, las hojas sin cortar y con un aviso explícito advirtiendo los peligros de su lectura, dos siglos después de El Marqués de Sade, uno después de las Once mil vergas de Apollinaire y cincuenta años después de George Bataille y su Madame Edwarda, entre otras.
Robbe-Grillet nació el 18 de agosto de 1922 en Brest, Bretaña. Tenía como profesión ingeniero agrónomo y en su casa de Normandía cultivaba cactus y árboles que fueron arrasados por los huracanes de 1999. Pero además de ese profundo amor por la naturaleza y los cactus espinosos, en su casa se celebraban ceremonias colectivas eróticas y sadomasoquistas a las que invitaba amigos y adictos. En esas tareas del deseo y el placer tuvo la fortuna de vivir toda la vida con Catherine Robbe-Grillet, escritora prohibidísima con la que organizó a lo largo de su vida esas grandes escenografías sexuales y que pasó con el tiempo de ser la lolita inicial de trenzas a la dominadora experta en el látigo. Todavía hasta hace poco se le veía en la televisión debatir ante aterrorizados varones domados o en fotos junto a su terrible tocaya Catherine Millet, autora de Vida sexual de Catherine M.
Todas esas actitudes subversivas lo convirtieron en un personaje peligroso para el establecimiento literario convencional de Francia. Pese a ello, tres años antes de su muerte fue nombrado en 2004, casi contra su voluntad, miembro de la venerable Académie Française, pero se dio el lujo de nunca entronizarse, ante su rechazo a llevar el traje oficial y darle vueltas a la posibilidad del discurso. Hasta el final fue coherente con su rebelión literaria.
De prodigiosa memoria, cocinero de talento, agrónomo, realizador de cine y excelente profesor de literatura, como lo demostró durante 25 años en la Universidad de Nueva York, Robbe-Grillet está ahora más vivo que nunca. Solo bastará volver a hojear algunas de sus obras como El Mirón (1955), La Celosía (1957), En el laberinto (1959), Romanesques (1985-1994) y La reprise (2001), que fueron traducidas a muchas lenguas y tuvieron seguidores en América Latina, Estados Unidos y Japón.
A todo eso se agregaría la visión de sus filmes La inmortal (1963), Trans-Europ-Express (1963), Deslizamientos progresivos de placer (1974) y La bella cautiva (1983), entre otros, aunque sean fallidos.Con su entusiasmo de dandy literario, Robbe-Grillet adquirirá poco a poco los perfiles de un clásico francés y pronto llegará a la consagratoria colección Pleiade. Y aunque por sus peculiares preferencias sexuales es poco probable que lo entierren en el Panteón de los Hombres Ilustres al lado de los venerables padres de la patria, desde el limbo de la Nueva-Nueva Novela que presagiaba se dedicará con más libertad a los interminables deslizamientos progresivos del deseo y la letra.

domingo, 2 de marzo de 2008

LA TERRORÍFICA MANO DEL GENERAL OBREGÓN


El dulce color del mamey casi sexual vagaba sobre los puestos de frutas multicolores en la mañana sabatina del mercado de San Ángel, adonde había ido a recuperarme de la visión terrorífica de la mano del general Álvaro Obregón (1880-1928) en medio de las músicas de organilleros y el chillido de los pericos desde sus jaulas, mientras todo tipo de juguetes robóticos de pilas se movían en la delirante ceremonia de los autómatas incesantes.
La gente iba de un lado para otro apresurada a la hora de comprar o se apeñuscaba junto al puesto del paletero o el vendedor de algodones rosados de azúcar. El humo salía de los tubos de los camiones, que en fila india esperaban la salida para Contreras o Tlalpan o acababan de llegar entre chillidos de llantas y frenos. Un paseante compraba la papeleta que el perico sacaba con datos de buena o mala suerte. Una cohorte de payasos adolescentes cruzaba la esquina. Un tipo miraba películas donde aparecían Cantinflas, Tin Tán, Viruta y Capulina y Clavillazo. Un niño gozaba con su autómata barato.
Sentado en la mesa de un bar donde servían caldo tlalpeño a los afectados por la resaca del viernes, alcé la espumosa cerveza Bohemia y la tomé con igual alegría que los trasnochados vecinos de mesa. En los puestos había ropa de todos los colores, jeans de marcas desconocidas, aparatos eléctricos de contrabando, blusas, ropa interior, telas. De cada grabadora salía la música de un cantante diferente, pero siempre sobresalían las voces de Juan Gabriel o de Rocío Durcal. Tal vez se colaba de repente alguna canción de Rigo Tovar o Chico Che. La humareda de los tacos salía de las planchas metálicas entre aromas de cebollas y salsas.
En un puesto de libros y revistas viejos vi El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata, a un lado de La tumba, de José Agustín, Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco y, Amor perdido, de Carlos Monsiváis, junto a varios volúmenes hojeados y maltratados de Julio Cortázar y Mario Benedetti, editados por el viejo sello Nueva Imagen. La gente iba y venía, pero sólo compraba cómics de La Familia Burrón o revistas viejas con imágenes de mujeres semidesnudas o deportistas, mientras al lado las muchachas miraban anillos, esclavas y otros adornos de pacotilla expuestos junto a perfumes baratos con nombres egipcios. El aire fresco sabatino de las montañas campeaba por San Ángel y más abajo se sentía el ruido intermitente de la avenida Insurgentes frente al monumento de Álvaro Obregón y el Sanborns repleto de desayunadores.
Antes de subir hasta este rincón del mercado, me había despedido de Gerardo Ochoa Sandy, frente al Sanborns de San Ángel después de tomar una Negra Modelo y ver la mano de Obregón, cuando todavía estaba allí en ese monumento, en el interior de un frasco, flotando atroz entre el líquido transparente de formol. Eso ocurrió tiempo antes de que los descendientes del general y el gobierno de Salinas decidieran darle final sepultura al glorioso apéndice del héroe. La mano de Obregón es buen título para una novela o una película que parafrasee Las manos de Orlac, filme que aparece en la espléndida novela Bajo el Volcán, de Malcolm Lowry, probablemente una de las más grandes de todos los tiempos, pensada y fraguada cuando probablemente el manco estaba vivo todavía.
Después de tomar dos cervezas frescas Negra Modelo, sorbidas lentamente con los labios sedientos de gruesos vasos helados de vidrio húmedo y, luego de chupar la sal y los limones amargos, había yo visitado, como tantas veces, ese santuario heroico de México que tanto me impresionaba y me detuve a mirar las escalinatas, las figuras humanas de hierático rictus y posición muy a tono con el arte de la época y, adentro, en el nicho, la mano pálida arrancada que perdió el prócer en Santa Ana del Conde, después de la Convención de Aguascalientes y las batallas de Trinidad, León y Celaya.
Obregón, personaje fornido, de bigote, vestido a veces con su uniforme militar y otras con frac presidencial, había muerto no lejos de allí en el restaurante La Bombilla, en este mismo San Ángel, el 7 de julio de 1928, en un banquete que se celebraba en su honor tras su reelección, abatido por el legendario José León Toral, como tantos miles y miles de héroes de las revoluciones mexicanas. En el mármol, las palabras lo calificaban de “paladín de las instituciones” y lo ponían al lado de Morelos y Bolívar. Y, para confirmar su realidad, su carnalidad, ahí se veía ese muñón flotante que parecía aún más atroz a causa de la resaca de la fiesta.
Sobre él había hablado con mi amigo Luis Gastélum, periodista de Huatabampo, la tierra donde el viejo fue alcalde e hizo sus primeros estudios. Y cada vez que pasaba por allí me imaginaba ese 1928, las idas y venidas de los transeúntes con sus sombreros elegantes y de cinta, los campesinos y pueblerinos con sus sayas de algodón rústico, los puestos de mercado, gallinas, guajolotes, canastas, tejidos y las músicas de la lejana década interpretadas con maestría en tiempos de las revoluciones, mientras las meseras hacían tintinear las copas de los mejores tequilas y pulques. Y tal vez imaginaba a José Vasconcelos, en pleno apogeo, con su zapatos de charol y sus novias merodeando junto a La Bombilla, sitio lleno de políticos, escritores oficiales, petimetres, arribistas, oportunistas, pintores y poetas.
Ese día me quedé mirando fijamente aquel pedazo de carne que era a su vez un pedazo de historia, esa piel que era de nación y de patria, carne de mitos y leyendas, sin saber que sería la última ocasión que vería la terrorífica mano de Obregón y que, ahora, muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento del tiempo, podía contarle a quienes nunca la vieron que sí estuvo ahí en pleno San Ángel, mientras afuera cantaban los pájaros y que todavía irrumpe de súbito en la noche para asustarme en otras tierras llenas de guerras milenarias, muertes y héroes que perdieron, como él, manos, cabezas, ojos y miembros como horas y vilanos al aire en nombre de revoluciones, guerras y sueños imposibles.