domingo, 1 de julio de 2007

EL MERCADO DE PULGAS DE CLIGNANCOURT

NOVIEMBRE DE 1999
París
Es todo un bazar o un mercado persa. Desbordado por vendedores de ropa, chucherías, inciensos, pipas, bolsas, máscaras africanas, crepas, prendas de cuero, zapatos, camisas, bufandas, sombreros y todo tipo de adornos de pacotilla, el viejo mercado de pulgas de Clignancourt se ha desvirtuado poco a poco en las últimas décadas. Para llegar a los diversos mercados situados en los pasajes del laberinto, al norte de París, hay que caminar entre cuadras enteras de vendedores ambulantes, muchos de ellos agresivos y malencarados, en medio de miles y miles de clientes en su mayoría jóvenes.
En la estación del metro Porte de Clignancourt el visitante es recibido este domingo invernal por la llamada racaille, compuesta por una juventud agresiva que expresa su odio contra la sociedad donde ha crecido marginada. No hay que mirarlos a los ojos y hay que evitar entrar en conflicto con esas bandas de adolescentes que en grupo pueden rematarte a patadas. Apenas ayer, no lejos de aquí, en el metro Garibaldi, uno de esos individuos degolló con un puñal a un usuario tras una riña por una silla. Y toda la gente comenta el incremento de la violencia, la acción de las bandas, el miedo ambiente que reina cada vez más en los barrios de la periferia norte de París; las agresiones injustificadas al interior de los vagones y autobuses, como si fueran copiadas de la película Naranja mecánica del recién fallecido Stanley Kubrick.
De modo que, después de sufrir los gritos y las agresiones de las bandas apostadas en la estación, se recorre entre el gentío y se cruza hasta el suburbio de Saint Ouen, donde está el conocido e inevitable mercado. Hay dos tipos de pasajes que dan a la rue des Rosiers: los que fueron construidos recientemente para anticuarios más pudientes y organizados y los viejos y tradicionales pasajes, como el Biron, donde están los más añejos vendedores de bibelots. En los primeros, todo está ordenado, limpio y especializado: muebles de todos los siglos, vasijas, vajillas y lámparas art déco, viejas esculturas, cuadros, vestidos de los tiempos del can-can, sombreros, adornos con colmillos de elefante, juguetes antiguos, tiendas de muñecas, relojes, tapices, libros. Los dueños se ven elegantes y prósperos y se infiere que estas tiendas son apenas sucursales de negocios más extensos. Los objetos han perdido la humedad y la mugre del tiempo. Están perfectamente restaurados, tan limpios y pulcros que parecen falsos.
En los viejos pasajes, que se encuentran a lo largo y ancho de varias cuadras, la sorpresas nos esperan en cada esquina. Son centenas de pequeños locales regentados por ancianos y ancianas tristes, fracasados, personajes de novela excéntrica o jóvenes locos y raros inventados por Joris Karl Huysmans. Allí llega el desecho del tiempo, rescatado de la basura nocturna de los jueves o de las ventas rápidas que suceden luego del fallecimiento del abuelo, la tía abuela, el tío perdido y solitario. Recorrer por esos laberintos es una delicia. Paso a paso palpamos los rastros del siglo a través de ropas viejas, vajillas y cubiertos centenarios, vestimentas antiguas para bebés, botones, prendedores, ribetes, condecoraciones, placas de viejas tiendas, espejos, escaparates, butacas, sillas, mesas, burós, pupitres manchados de tinta de la belle-époque o los años de entreguerras, periódicos y revistas viejas, kepis, uniformes, floreros, camas, nocheros, instrumentos, postales, afiches, xilófonos.
En Saint Ouen, antiguo barrio obrero, sobreviven algunas casas de fin de siglo pasado y edificios de apartamentos de techos bajos y modestos para familias obreras. Algunas fábricas quedan ahí como muestras de ese tiempo ido. Y ahora, con la luna llena, enorme a lo lejos, entre la bruma, la gente tirita de frío y se frota las manos o luce guantes de todos los precios y estilos. Parejas de jóvenes cargan bolsas con los bibelots del día. Hermosas chicas van felices con el hallazgo de la tarde. Cincuentonas alegres y flacas ríen y exhiben la compra a sus alborozadas compinches. A pesar del frío han venido al ritual inevitable de rendir visita a una institución con pasado y mucho futuro. Alguien ha encontrado un cenicero con la publicidad de Dubonnet, otro un daguerrotipo, aquél una lámpara fascinante, éste un camafeo, ese un narguile verdadero, ella una retorcida tetera marroquí, el otro un incunable o un grabado de los tiempos napoleónicos.
¿Quién que viva en París no ha ido alguna vez al mercado de pulgas de Clignancourt? ¿Quién no se ha atrevido a entrar a la guinguette de Luisette, cada vez más decadente, con sus cantantes gordas de narices enrojecidas y cantantes de vieja canción francesa destemplados y estrafalarios aupados en el pequeño escenario? Allí se come y se bebe mal, pero entre la decadencia y la mediocridad de los payasos que se suceden y se pelean por pasar al estrado y por las propinas de la clientela, uno cree asistir al último destello de un París que sólo pervive en las películas de Renoir y Carné o en las memorias de Paul Leautaud. Chez Luisette es el centro de este cafranaún del desperdicio y la basura, de la muerte y el tiempo clausurado.
Ha terminado el paseo. La noche llegó demasiado rápido. El termómetro pasa hacia abajo el umbral de los cero grados. Los viejos cierran sus tristes tienduchas. Libreros de otra época siguen entre miles y miles de libros y revistas, ocultos entre la humareda de la pipa. Chez Luisette cierra. Los cantantes borrachos salen tambaleándose por los laberintos. La tienda de objetos para bebé de los años 2veinte0 queda atrás como un escenario para una película de terror de Alfred Hitchcock. Un sicópata ha comprado una muñeca de 1901 o un oso de peluche deshilachado. El que recuerda a sus tías se lleva un sombrero de vampiresa.