lunes, 31 de diciembre de 2007

VIDEOJUEGOS DE MUERTE AQUÍ Y EN CAFARNAÚN


Por Eduardo García Aguilar

Se ha buscado siempre la posibilidad de remediar los males del mundo sin que hasta ahora se encuentre la fórmula. Cada año que pasa el balance es el mismo: una mezcla de tragedias naturales, temblores, tsunamis, deslizamientos, inundaciones, a las que se agregan los despropósitos efectuados por la propia humanidad violenta. O sea una sucesión real y terrible de videojuegos de la muerte aquí y en Cafarnaún.

Este diciembre los pistoleros y los suicidas fanáticos islamistas salieron para inmolar a la líder paquistaní Benazir Bhutto, que se une al destino de Mahatma Gandhi y de la política india Indira Gandhi, como si en esa tierra milenaria de donde todos venimos la violencia fuera la única vía para solucionar las contradicciones políticas.

Al concluir el año los cuerpos descuartizados de sus seguidores proyectados por la explosión nos recuerdan que no sólo allí sino en casi todos los países del mundo el asesinato es una de las artes mayores, pues hasta el propio líder sueco social demócrata Olaf Palme cayó bajo las balas asesinas, como en Estados Unidos lo fueron John Fitzgerald Kennedy, su hermano Robert y el líder negro pacifista Martin Luther King.

De los primeros recuerdos de infancia está la imagen en cámara lenta de la limusina descapotable del joven presidente estadounidense que cae abatido bajo las balas de Lee Harvey Oswald, quien a su vez poco después caería acribillado por las de un tipo con pinta y sombrero de mafioso italiano llamado Jack Ruby. Antes de la llegada a la Luna los niños ya sabíamos que el crimen es el arte esencial de los políticos y desde entonces comprendemos que en este mundo de intereses, codicias y grandes negocios el lenguaje de las armas es la regla y la excepción la paz, la tolerancia y el diálogo.

Por esos años los niños colombianos tuvimos otra imagen conmovedora: la del cura guerrillero colombiano Camilo Torres, cuyo rostro apareció en las primeras planas de los periódicos con ese rictus de muerte, la hirsuta barba y el silencio de quien nunca hablaría ya más que en el mito. Y un año después, desde Bolivia, nos llegaba la imagen de otro guerrillero latinoamericano, esta vez el Che Guevara, que en este año que termina cumplió 40 anos de ser ejecutado tras su captura en las montañas de Bolivia y cuya imagen está viva para bien o para mal en el mundo.

Desde entonces en una progresión geométrica, Colombia siguió el camino de la muerte, superando cada década el horror de las anteriores. Los niños de entonces escuchábamos los relatos de La Violencia que dejó cientos de miles de muertos tras el asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán. Y nombres como el de la policía “chulavita”, que eran los paramilitares de la época, quedaron para siempre grabados en nuestra memoria junto a sus métodos de tortura y exterminio, incluso contra cuerpos ya inertes, como el tristemente célebre “corte de franela”.

Medio siglo después los nuevos “chulavitas” son los narcoparamilitares y sus métodos superan en horror los de aquellos, con sus famosas motosierras, sicarios y masacres, que son más genocidios que otra cosa. Un partido político completo con miles de militantes fue exterminado por esas temibles fuerzas paramilitares que ejecutaron a miles y miles de opositores o supuestos opositores, sacerdotes, profesores, sindicalistas, obreros, intelectuales, que apenas comienzan a salir de las fosas comunes parecidas a las de Argentina, Chile, Uruguay, Serbia, Bosnia y Ruanda. Y hasta hoy no se sabe quiénes fueron los autores intelectuales de esa matanza.

Y lo que nunca se vio ocurrió: los líderes de esas fuerzas criminales narcoparamilitares fueron recibidos en el Congreso por los padres de la patria que, al parecer, casi en su mayoría son sólo testaferros de esas temibles fuerzas incrustadas en el Estado con la anuencia de la vieja clase dirigente.

Si los niños de ayer oímos hablar de la muerte de Gaitán y de la terrible policía “chulavita”, los niños de hoy oyen hablar de Pablo Escobar y sus sucesores, de los paramilitares y las motosierras y de la guerrilla y los secuestros, mientras día a día escuchan el balance de subversivos muertos o detenidos. No sé si todavía se ha hecho el balance de los guerrilleros dados de baja en el país desde que existe la guerrilla hace medio siglo. Tal vez sean decenas o cientos de miles y la guerrilla sigue ahí. ¿Cuántos guerrilleros más matará la clase dirigente en las próximas décadas? ¿Cuándo llegaremos al millón, a los dos millones, a los 20 millones de subversivos abatidos? A ese paso unos y otros, ejército, paramilitares, narcos y guerrillas exterminarán a los seres humanos de nuestro país y al final el último colombiano vivo que apague la luz y se vaya.

No es consuelo, pero la violencia de nuestro país es sólo un episodio de la violencia humana en general. Si hoy todo el tercer mundo de Asia, Oriente Medio y África está encendido entre atentados, guerras y genocidios, no hay que olvidar que Europa estuvo igual hace apenas medio siglo y que la guerra de los balcanes tiene apenas una década. Y que la Segunda Guerra Mundial está casi tan cerca como el inicio de la Violencia en Colombia.

Todo indica pues que el nuevo año será otro más de cifras y balances de muertes, atentados, partes de guerras y agresiones, en una apocalíptica lucha sin fin por las riquezas del mundo que viene desde los orígenes de la humanidad y es al parecer algo inherente y esencial a su extraña presencia sobre la tierra.

domingo, 23 de diciembre de 2007

EL NUEVO ZAR RUSO DE LA MODERNIDAD

Por Eduardo Garcia Aguilar

El líder ruso Vladimir Putin ha sido elegido por la revista Time como el hombre del año 2007, e incluso personalidades como el ex disidente y Premio Nóbel Alexander Soljeniztin y el inspirador de la Perestroika y ex mandatario ruso Mijail Gorbachov reconocen y elogian al nuevo autócrata del Kremlim como el hombre que rescató a Rusia del caos y la condujo de nuevo a influir con fuerza en el contexto mundial.




Tuve el escalofrío de ver hace poco llegar rauda la comitiva de Putin al Kremlim. Salía de la bella iglesia de San Basilio llena de iconos bajo el mágico manto de sus cúpulas coloridas, cuando de repente salieron de la nada enormes hombres vestidos de negro que nos miraban directo a los ojos a los turistas que salíamos del recinto sagrado.




Me pregunté el por qué de esas miradas y la respuesta no se dejó esperar: como en una película de Hollywood, una enome limusina negra con bandera rusa ondeante subió rauda la pendiente e ingresó por el enorme portalón, seguida por varios vehículos blindados en donde colgaban hombres armados.




Todo eso duró unos segundos, pero el paso de Valdimir Putin, quien de seguro regresaba de su casa situada en los suburbios o de alguna reunión de alto nivel, quedó fijado para siempre en mis ojos en ese mediodía de octubre, cuando se celebran los aniversarios de la Revolución comunista bolchevique, como muestra de un poder en un país donde es aún más poder que en otras partes, pues ha sido cantado y sufrido por poetas, novelistas, popes, obreros, campesinos, militares, espías y políticos de todas las esferas y tendencias.




Los detractores de Putin dicen que es un temible autócrata que se formó en la tenebrosa KGB y escaló desde el fondo de los servicios secretos con su fría mirada y estabilidad hierática de impertubable militar atlético. Por estas fechas otros avanzan que ya es una de las fortunas más importantes del mundo, al poseer partes importantes en las empresas de energéticos que habría controlado luego de encarcelar en las frías estepas de Siberia a varios de esos nuevos jóvenes magnates caídos en desgracia hace poco.




Acaba de nombrar a dedo como sucesor a Dimitri Mevdeved, de sólo 42 años, 13 menos que su jefe, y quien ha sido su hombre de confianza desde los tiempos iniciales como burgomaestre de San Peterburgo, la antigua Leningrado. Una semana después de ese anuncio acaba de aceptar que será el nuevo Primer ministro de su débil sucesor, lo que augura para Putin una continuidad de facto como el hombre fuerte del Kremlim en la próxima década.




Otros detractores afirman que su régimen elimina a disidentes, bombardea regiones rebeldes y que, como en los tiempos de Rasputín, manda a envenenar a rivales o espías enemigos que mueren o terminan desfigurados, defenestrados o inválidos por los efectos de una pócima de dioxina o un empujón al vacío.




Quienes lo han visto de cerca dicen que es más frío que un témpano del Ártico y que es más fácil sacarle alguna emoción o una sonrisa a una piedra en las profundidades de algún yacimiento siberiano. A veces aparece montando a caballo con torso desnudo y siempre se le ve impecable y seguro, como hace unos días, cuando entró al congreso de su partido Rusia Unida al lado de su delfín, que al parecer arrasará en las elecciones pese a lo que diga el ex campeón mundial de ajedrez Garry Gasparov, líder de la oposición detenido hace poco por participar en una manifestación prohibida.




Lo cierto es que al hablar con los rusos poco se logra saber de lo que piensan del hombre. Ellos, que vivieron el totalitarismo soviético, saben muy bien guardar silencio y ser discretos ante el extranjero, el extraño o el desconocido. Mas esa discreción no les impide hacer la fiesta y ser afectuosos y fiesteros en los cafés bohemios como el de la Sociedad de Escritores donde bebieron algún día Maiakovsky, Ajmatova y Pasternak.




Los rusos que fueron súbditos de una de las dos grandes potencias mundiales del siglo XX saben mucho de todo el mundo. Ahora cualquier desempleado o anciano borrachín es una mina de saberes y de sabidurías: han viajado por el mundo, aprendieron las lenguas más lejanas, fueron agentes de un poder que contaba durante la Guerra Fría y que tal vez esté volviendo a contar con fuerza, ya reconvertido a las artes del capitalismo.




Y lo curioso es que mientras desaparecían todas las estatuas de Stalin y se borraba el rastro de los burócratas siniestros que mandaron alguna vez en la Unión Soviética, Putin ha respetado la memoria de Lenin, cuyo mausoleo sigue firme ahí en la Plaza Roja. De hecho la comitiva del nuevo Zar Putin cruzó ante nosotros y al fondo se veía el monumento del líder de la Revolución de Octubre, que algunos consideran el verdadero inventor implacable del totalitarismo y del gulag.




No lejos de ahí, por las grandes avenidas se pasean las limusinas y los autos de lujo de los nuevos millonarios y oligarcas y la juventud dorada anima los cafés que, como el Pushkin, están llenos a reventar hasta altas horas de la noche. Todo es excesivo allí, como las horrendas esculturas gigantescas de un artista allegado al poder, pero en las afueras, cuando uno se aventura en el metro hacia los círculos más alejados, Moscú parece una ciudad latinoamericana o tercermundista más, cubierta de esmog y carcomida por embotellamientos de autos y tranvías viejos, mientras la gente lucha desesperada por un puñado de rublos en medio de la opulencia de los nuevos ricos corruptos y los avisos de una sociedad de consumo que no llega ni llegará a todos.

domingo, 16 de diciembre de 2007

DELIRIO AMAZÓNICO DE LA CIUDAD DE MÉXICO

Me sentía feliz de nuevo en la Colonia Roma, pero también amaba toda la ciudad con sus Vips, Sanborns y Denny’s luminosos donde leía a Styron o a Lawrence Durrel en noches interminables de café insípido. Me encantaba, me atraía, me seducía, la ciudad caótica, a la vez urbe luminosa y campo ranchero, aceitosa línea de avenidas o matriz de barriadas, recodo de vecindades anacrónicas en su vistosa pobreza, atadas al cine de oro de Pedro Infante, Jorge Negrete, Javier Solís, María Félix y Dolores del Río.
Deseaba sus cines desperdigados donde veía novedades pornográficas: el Savoy, el Arcadia, el palacio Chino, el Venus, el Teresa, el Maya, el Río. En la colonia Roma tomaba café en La Bella Italia, compraba dulces en la confitería Celaya, recorría la avenida Álvaro Obregón con su camellón y las esculturas de dioses griegos y santos cristianos, de las cuales prefería la de San Sebastián y pasaba horas enteras junto a viejas casonas de sueño o rinconadas que parecían callejones de ciudades inventadas. Me escapaba a la Condesa para recorrer la avenida Amsterdam o sentarme a tomar cerveza en el Belmonte o La Bodega.
Recorría la Plaza México con sus cisnes bajo el sol en el pequeño lago y la calle Sonora y palpaba con mis ojos los enormes avisos publicitarios de Insurgentes empotrados sobre edificios y viejas casonas decrépitas, y de los cuales prefería el circular, amarillo azul y rojo de la Cerveza Corona, intacto en su extraña belleza desde hace décadas.
El contraste entre la Roma y el desfile de avisos luminosos de la cercana Insurgentes excitaba la vista, lo mismo que aceleraba la carne el aire poluido, el olor a gas oil, la tolvanera infecta atascada en la garganta. En la Roma se tenía la sensación de estar lejos del caos citadino y de las deliciosas agresiones visuales y acústicas reinantes desde hacía tiempo a todo lo largo y ancho de la ciudad. Un aire de pasado nos invadía a los habitantes de ese lugar, que era mundo dentro del mundo, agua quemada, desfile del amor, salamandra de fuego, batalla en el desierto, vampiro, ciudad lunar cerca del abismo y nos daba musgo a la piel, ruina a la armadura, tos a la noche, chupaba muertos de otro tiempo, succionaba nostalgias de lo no vivido.
Sonaba de repente desde el aparato de radio de una ferretería la vieja melodía de mi preferida Carole King : “It’s Too Late, Baby”, y su sensual, triste canción me conducía a los años de niñez y adolescencia en Colombia, cuando pegado al radio, imploraba por saber de otros mundos. Ya para entonces la gente se protegía allá de los ladrones por medio de fuertes chapas y el terror reinaba en las calles, invadidas por asaltantes, carteristas, cuchilleros, pistoleros, todos ellos expelidos por el hambre desde los barrios pobres o el campo.
Masacres, guerra civil, guerrilleros muertos, manifestaciones, estado de sitio, tortura, militares, balaceras de esmeralderos, presidentes autoritarios; tal era el panorama en tiempos de mi adolescencia, la noticia diaria en los periódicos. Algo parecido empezaba a manifestarse desde hacía tiempo en las calles de la Ciudad de México. De noche, por casi todas partes, asaltantes y policías arreciaban sus zarpazos. Pero el aroma de mi ciudad, la lejana y andina Manizales, se aparecía de repente para arrullarme donde estuviera, aunque también me recibía donde llegaba, con sus vertientes locales de vegetación esencial.
Sólo me acompañaba el deseo imaginario de tocar el violoncello como Pau Casals. Tocaba en quimeras locas esas cuerdas de llanto, intensas, de una verdad abrumadora, me regodeaba en sus largos gritos, gemidos, ronquidos, las hacía chillar por las escaleras, los cuartos, volar hacia el patio, detenerse en el zarzo, golpear las puertas, mover las lámparas de cristal de Murano. Y alzaba los ojos perdidos hacia los vitrales sacros de las escalinatas de caracol de un Palacio de Bellas Artes art-deco, convirtiendo los aullidos de los perros en aullidos de lobos, coyotes, las paredes de esa casa centenaria de bahareque en muros de castillo nórdico.
Yo respondía aterrorizado con gritos a sus miradas de lobo perdidas en la inmensidad del vestíbulo y corría hacia el patio a esconderme en las casas de madera que construía, solo, en los rincones, junto a los magnolios y las enredaderas alimentadas por la lluvia incesante. Y todo eso entre nubes, frío, llovizna, vientos helados, atardeceres luminosos en espera de que una maga de sueño me llevara en sus viajes a la selva, al Amazonas, al Chocó, a los Llanos. Una maga moderna que saliera de la guaca de los indios Quimbayas.
Llegaba entonces la maga y me abría el cielo. Lo mejor de esos tiempos fueron los largos viajes que tuve con la maga de los sueños por lugares exóticos del mundo. Me llevó al Amazonas e hicimos un viaje por barco hasta Manaos y la desembocadura del río por Belem do Pará, en una expedición encargada de fotografiar los meandros del delta con su vegetación y fauna y estudiar las condiciones cilmatológicas de la cuenca. Otra vez fuimos a las alturas del Machu Pichu y el lago Titicaca. Después cruzamos el mar hasta Egipto y recorrimos el Nilo de punta a punta y en el último viaje nos aventuramos hasta la India, donde estuvimos más de cuatro meses recorriendo el país.
Cada una de sus visitas desde la guaca constituía un viaje al país de otros tiempos, a la gesta de los colonizadores, al surgimiento de los primeros caminos de arriería, la fundación de los primeros pueblos, la vida prehispánica de tribus combativas dispuestas a morir antes que dejarse vencer por los invasores blancos, la epopeya de los libertadores bolivarianos en su paso por cumbres nevadas y valles ardientes, la explosión de los volcanes, el cambio de los lechos fluviales, la magnificencia del Magdalena, la fuerza incontrolable del Atrato, el feraz intríngulis de los afluentes del Orinoco y el Amazonas.
Pero todo eso que evocaba de repente tan lejos de la tierra no era más que un delirio inútil en medio de la urbe. La neurosis de la metrópoli, del cemento, de la gasolina. El delirio amazónico de la Ciudad de México, entre aceite, ruidos y avisos luminosos del siglo XXI.

lunes, 10 de diciembre de 2007

LA OBRA EXCEPCIONAL DE FERNANDO CRUZ KRONFLY

Por Eduardo García Aguilar
Uno de los autores más importanes de Colombia en estos momentos es sin duda alguna Fernando Cruz Kronfly (1943), a quien podrían otorgársele ya los premios más importates de la lengua como el Príncipe de Asturias, el FIL Guadalajara o el Cervantes. Orfebre de la prosa y la poesía, uno imagina la titánica empresa de sus construcciones, la obra de pulimiento de la catedral proustiana que llega a su clímax en las tribulaciones de Uldarico y las lascivias de Mariana Valentina, en los mundos fantasmales de Teófilo y Barbarela, Pensilvania y Pánfilo, entre ámbitos del ayer y de hoy como La mansión de las cadenas y el Edificio de la Villa Maipo. Eso sin referirnos al viaje del Libertador Simón Bolívar hacia su muerte por el río Magdalena o el del cuerpo de Carlos Gardel hacia la nada, en sendas novelas dedicadas a esos personajes.
Más allá de la musicalidad exacerbada de su prosa, Cruz Kronfly conecta con otras corrientes de la narrativa latinoamericana. Rebelde y disolvente por naturaleza, no se hunde en el ya trajinado realismo mágico, para quedarse sólo en los arabescos de lianas de su imaginación, o en el neocostumbrismo o el escándalo. Va más allá y entra al mundo del deseo, al conflicto de los cuerpos, a la incuria de la soledad, a la imposibilidad del amor entre cerrados compartimientos totalmente concretos y modernos.
No sólo se hermana Cruz Kronfly con el quehacer artesanal del cubano José Lezama Lima en su investigación del deseo, sino que se comunica con el delicioso cinismo desesperanzado de Juan Carlos Onetti, con sus mujeres perversas, enfrentadas día a día con hombres desvirolados, fracasados, que se desmoronan en el alcohol, todos ellos cónsules como Geoffrey Firmin, el de Bajo el Volcán de Malcolm Lowry.
La deliciosa crudeza de los asertos de sus mujeres, hermanada con los rumbos montevideanos de Onetti y sus mujeres cultas y sexuales, hace de novelas como Falleba (Editorial la Oveja Negra. Bogotá. 1980), La obra del sueño (Editorial la Oveja Negra. Bogotá. 1984) y La ceremonia de la soledad (Planeta. Bogotá. 1992) , entre otras, obras excepcionales en el mapa novelístico colombiano reciente.
Liberado de la retórica falocrática que ha dominado desde La María de Jorge Isaacs y La vorágine de José Eustasio Rivera, hasta Cien años de soledad y a buena parte de la novelística colombiana postmacondiana, la obra de Cruz es una reflexión sobre la muerte, la decrepitud, la caída, la soledad, tanto en los ámbitos urbanos de la segunda mitad de este siglo como en los viejos tiempos de la Patria Boba y la Fundación abordados en La ceniza del libertador (Planeta. Bogotá. 1987) y en La obra del sueño.
Novela de fundación y de estirpe, homenaje a los progenitores, La obra del sueño abre una nueva veta ficcional y prefigura la exploración posterior del fin del libertador Simón Bolívar en su viaje tragicómico hacia la nada. Cruz Kronfly escribe desde un lugar marcado por el cruce de caminos, porque él mismo es fruto de la mixtura de razas y parece que en cada nueva obra despliega una gran sombrilla imaginaria para los habitantes del exilio: un libertador entre olor de letrinas y podredumbre de cuerpos afiebrados huye exiliado y vapuleado por su gente, mujeres modernas se exilian de un lecho a otro buscando una felicidad que nunca llegará y todos recuerdan viejas casonas llenas de flores y de pájaros o se encierran en recámaras a masticar su derrota. De toda su prosa brota el dolor y el desasosiego, y mana el grito del niño perdido que todos llevamos adentro y cuya convocatoria es dínamo de la obra narrativa.
La ceniza del Libertador es tal vez, junto con Celia se pudre de Héctor Rojas Herazo, La otra raya del tigre de Pedro Gómez Valderrama y La tejedora de Coronas de Germán Espinosa, una de novelas más notables escritas en Colombia en el espacio del post-macondismo. Quien recorre sus páginas, comprenderá que más allá de la historia o del paisaje telúrico, el gran personaje allí es el lenguaje, la delirante reverberación de palabras que Cruz Kronfly convoca con exactitud maniática, acercándose a lo que denomina “estética de la muerte que apaga afanosa los últimos fósforos”.
Los colombianos, los latinoamericanos, que somos tan reacios a observar y ponderar lo que se escribe entre nosotros, hemos tardado mucho en dar el lugar merecido a esta gran saga narrativa que apenas va en el punto central de un camino aún por venir. Me imagino a veces cómo sonarán estas novelas cuando se viertan a otras lenguas y entonces salte el esplendor de la prosa y cobren nuevos brillos terribles los ámbitos donde transcurren las penas de sus personajes.
Juntas, vistas con perspectiva y no en ediciones saltarinas y dispersas, estas novelas constituyen una gran feria de vanidades y derrotas, llena de colores, espectros, adefesios, ruinas, tal y como siempre ocurre con los mundos de los novelistas logrados que, como Onetti y Roberto Artl, o narradores natos como Felisberto Hernández o Juan Rulfo, logran arrancar sus delirios de lo terrenal para transponerlos hacia el limbo poético. Colombia y el mundo hispanoamericano tardan en reconocer como se debe la obra de este escritor colombiano que está entre nosotros y escribe en silencio con la dignidad caballeresca y el orgullo de los grandes maestros iluminados.

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lunes, 3 de diciembre de 2007

VIVIR EN LA CASA DE LAS BRUJAS


Por Eduardo García Aguilar

Uno de los edificios más bellos y misteriosos de la capital mexicana es la famosa Casa de las Brujas, situada en la Plaza Río de Janeiro, en cuyo centro hay una reproducción del David de Miguel Angel. Personaje de varias novelas mexicanas escritas por autores que van desde Carlos Fuentes hasta Sergio Pitol, el lugar ha sido residencia de muchos artistas y escritores a lo largo de un siglo de existencia, así como de gente que ama el arte por sobre todas las cosas o el espionaje o el amor o la fiesta o la nada y la perdición.
Excéntrico e impresionante en medio de la Colonia Roma, el edificio tiene una torreta aguda en el frente y sus ventanas son como almenas de un viejo castillete medieval o gótico. La piedra roja le da un aire aún más especial a ese tejido de líneas algo mozárabes que se entrecruzan en la esquina de una plaza que es como un oasis en medio de los ajetreos y el ruido interminable de la urbe, cuyas avenidas y ejes pasan amenazantes no lejos de ahí. Todo a su alrededor está cargado de historia: calles y más calles de un barrio señorial construido hacia el fin del porfiriato por mentes que soñaban con reproducir en el nuevo mundo los aires de París y de las capitales europeas de este como Praga o Budapest.
Todo un siglo de historia literaria tuvo que fraguarse cerca de esta construcción quimérica, que vieron los poetas Moderrnistas y los Contemporáneos en esos viejos años 30 y 40, cuando el mundo era otro antes de las guerra, ya fuera en los apartamentos de los nuevos modernos o en las mansiones de aristocracias que se venían abajo, como ocurre en esa maravillosa historia crepuscular Agua Quemada, escrita por el gran mexicano Carlos Fuentes.
Por las calles adyacentes pasaban los emigrados españoles del recién fundado Colegio de México, pasaban los exiliados judíos, rusos, latinomericanos, norteamericanos que alguna vez coincidieron en ese panal de imágenes y personalidades. William Bouroughs tuvo que cruzar con sus amigos betaniks antes de que diparara a la manzana mítica que su esposa sostenía en medio de la testuz, López Velarde mucho antes tuvo que haberse detenido antes de cruzar hacia la Avenida Alvaro Obregón, añorando tal vez su lejana provincia o una amada imposible, Salvador Novo tuvo que haberse sostenido con su bastón mirando inquieto hacia alguna de las ventanas y las escritoras centroamericanas Eunice Odio y Yolanda Oramundo tuvieron tal vez que taconear subiendo por las escalinatas hacia la fiesta de algún enardecido clarinetista.
Y antes de ellos en el albor del siglo, caundo los hombres andaban con bastón y bombín y zapatos de charol, como Charles Chaplin desbocados, ¿cuántos habrán sido los iluminados que vieron su aguda torre central esgrimirse como un cuento de hadas en medio de una ciudad que apenas se extendía sobre la planicie y era cubierta cada tarde por un sol de colores magenta y anaranajados fucsia de Nápoles.
Quienes hemos vivido en ese edificio sabemos muy bien la carga artística y literaria que lo estremece en cada mañana o en cada atardecer. Sabemos de la lluvia cayendo interminable sobre la plaza o la paz de los ancianos y las madres que arrullan a su bebés mientras las palomas caminan y acechan entre el óvalo de la plaza.
Refugio de hombres de letras como el propio Sergio Pitol, Guillermo Fernandez y Carlos Fuentes y entre otros más jóvenes Vicente Quirarte, Mario del Valle, Eduardo Vázquez y otros que se me olvidan, la Casa de las Brujas sabe que ahí arriba en la azotea estaban los vestigios abandonados de la libreria de Castrovido y miles de papeles, cartas, revistas de poetas o ensayistas habitantes de paso, amantes del piano o el color.
¿Quién no ha soñado vivir en alguno de esos apartamentos que traen la nostalgia de los tiempos art deco y del albor de una modernidad que ya ha quedado en el pasado? Los afortunados que como yo alguna vez fuimos sus habitantes sabemos que quienes viven hoy allí conservan la llama de cierta estética disimétrica en medio de una de las ciudades más ricas, terribles, asfixiantes y fascinantes del mundo, porque en su seno conviven milenios de historia, progreso, pasado y destrucción. Una llama de arte y poesîa que se niega morir.

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martes, 27 de noviembre de 2007

LA DEIFICACIÓN EXAGERADA DE GARCÍA MÁRQUEZ

Eduardo García Aguilar
Durante los homenajes realizados a Gabriel García Márquez en Moscú y París varios conferencistas, entre ellos traductores y biógrafos de diversas nacionalidades, rusos, japoneses, franceses, norteamericanos, suizos y colombianos, abordaron desde diversos ángulos la obra del famoso escritor colombiano. En general expresaron su admiración por el novelista, analizaron un punto específico de su obra y sus actividades colaterales, o contaron anécdotas vitales y chispeantes ocurridas en compañía de este caribeño afable y divertido.
Pero en medio de todas esas entusiastas reflexiones, quise tratar de entender con espíritu crítico el desaforado fenómeno de glorificación hagiográfica que se ha tejido en los últimos meses con motivo de su cumpleaños 80 y el aniversario número 40 de la publicación de su obra cumbre Cien Años de Soledad. En esas ceremonias oficiales participaron los gobiernos y las instituciones colombianas y españolas, el Rey de España, los presidentes de ambos países y en masa miles de invitados, funcionarios, escritores, políticos, ministros, personajes de farándula, magnates de prensa y millonarios, señoras de la alta sociedad, generales, coroneles, arzobispos, estudiantes, lagartos y público en general, convocados en actos faraónicos en Medellín, Bogotá, Cartagena y otras ciudades del mundo.
Todos reconocemos sin lugar a dudas la calidad de muchas de las obras del homenajeado, y tenemos un gran afecto por ese big brother que hemos visto en el firmamento desde hace 40 años ininterrumpidos de fama, pero a veces se tiene la sensación de que en la desbocada carroza del éxito y la gloria la figura del hombre se instrumentaliza de manera política para intereses nacionalistas, editoriales o de expansión de la lengua española.
Y cuando se concentra en una sola figura en estos tiempos tan mediáticos la luz de las cámaras, suelen cometerse injusticias con decenas de otros autores del continente latinoamericano que tienen también obras notables en poesía, ensayo y narrativa y que podrían a su vez ser objeto de difusión masiva.
Pareciera que el resto de autores del continente no existiera y que personas extrañas a la literatura hubieran decretado para siempre un canon literario definitivo y apresurado del que se excluye para siempre a autores de cuatro generaciones que han ejercido su actividad desde el Río Bravo hasta la Patagonia.
García Márquez es un personaje muy especial pues se concentran en él además de la literatura, cuatro de los oficios más generalizados en los tiempos modernos: el periodismo, la publicidad, la política y el cine. Un buen periodista sabe instrumentalizar y lograr objetivos de difusión mucho más percutantes que un autor modesto dedicado en exclusiva a la poesía, el ensayo o la academia.
Con la publicidad, que ejerció el Nóbel en algún momento en México, se aprenden fórmulas para lograr por medio de frases impactantes o acontecimientos mediáticos efectos multiplicadores en la opinión. Con la política, en la que el maestro es también un experto, y con la cercanía de los poderosos, este tipo de autores como Neruda, Saramago y Vargas Llosa, que ya va por su doctorado honoris causa número 40, logran tener homenajes, glorificaciones oficiales y aumento de las cortes áulicas que generan una bola de nieve permanente de éxito, dinero, fama y glamour. Y con el cine a su vez el impacto de las obras de ficción accede a públicos más vastos, por lo que muchas veces un autor no necesita ya ser leído para ser conocido. Un extraño proceso de sincretismo hace que los límites entre lo escrito y lo visto en cine y televisión se difuminen merced a este séptimo arte que ha sido desde siempre una pasión para el autor colombiano.
Pero para explicar el gran fenómeno de deificación hasta la asfixia de García Márquez, de la que él es ajeno, habría que tratar de situar también históricamente el fenómeno de su entronización como una especie de ídolo babilónico.
Curiosamente la novela Cien años de Soledad salió el mismo año en que surgió otro mito latinoamericano, el del guerrillero Ernesto Che Guevara, cuya figura crística de héroe crucificado, abatido y yaciente, sigue viva en el mundo entero y parece iniciar una carrera milenaria de orden religioso como el Buda, Jesús o San Francisco de Asís. Este mismo año 2007 se celebran a su vez el 40 aniversario de ambos acontecimientos, que son dos caras de la misma moneda, pues representan la necesidad que tuvo el continente de afirmarse política y culturalmente después de siglos de colonización española y décadas de hegemonía militar norteamericana sobre las bananas repúblicas.
En esos años 60 la coyuntura mundial se caracterizaba por el auge del movimiento hippie de liberación humanista y el cambio de costumbres de la juventud surgido como protesta contra las actividades bélicas estadounidenses en el mundo, especialmente con la Guerra de Vietnam y la desestabilizacion de una Cuba, gobernada por los barbudos, y cuyo experimento suscitaba ingenuo entusiasmo en las élites intelectuales europeas y los sectores influidos por la poderosa ideología expansionista de la Unión Soviética.
Los países del Tercer Mundo encontraron en los soldados del Vietcong, en los rebeldes africanos y árabes y en el Che Guevara y los barbudos cubanos los modelos de lucha liberadora antiimperialista de los pueblos tercermundistas. Al mismo tiempo, en el campo cultural y del imaginario, la obra del joven García Márquez y su figura popular de descomplicado bigotón caribe de camisas floreadas opuesto al elitista Jorge Luis Borges, fue la expresión máxima mundial de esa reivindicación popular continental que encontró émulos en África, los países asiáticos y en las juventudes del rico Occidente conmovidas por la rebelión de mayo de 1968. De esa manera la figura del autor colombiano inició una carrera de glorificación permanente parecida a la que en su momento desempeñaron León Tolstoi en Rusia, Rabindranath Tagore en Bengala y Pablo Neruda en América Latina.
En el caso del colombiano, esa figura representaba la reivindicación del pueblo latinoamericano, que recibía así un bálsamo de autoestima y afirmación frente al mundo europeo y anglosajón: como ocurre con el fútbol brasileño, podíamos decir por fin que uno de los nuestros era el mejor escritor del mundo y su figura radiante, infalible, omnipresente, omnisciente, todopoderosa, chistosa y milagrosa aparecía sobre el firmamento como el Sol Rojo de Mao Tse Tung. Y en el transfondo aparecía también la otra deidad, el Che Guevara, tierna y buena, milagrosa e infinitamente salvadora.
Ambos iniciaron así juntos su camino hacia la petrificacion mítica desde 1967, efemérides que hoy celebran ya no sólo los revolucionarios y los poetas famélicos sino presidentes, reyes, arzobispos, generales, empresarios, magnates, señoras encopetadas y personajes de la farándula concentrados como en los Funerales de la Mama Grande bajo el patrocino del Papa, el Rey, el señor Presidente, las autoridades civiles y militares y la apolillada Academia de la Lengua.
Que Dios los bendiga a todos y se eleven pronto al reino de los cielos.

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sábado, 24 de noviembre de 2007

COLOMBIA EN LA FERIA DEL LIBRO DE GUADALAJARA

Por Eduardo Garcia Aguilar
En 1993 tuve la alegría de ser invitado a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que por primera vez estaba dedicada a Colombia. En aquel entonces era más íntima y confidencial y los invitados estábamos hospedados en un hotel modesto del centro de la capital tapatía, por lo que uno podía visitar fácilmente los grandes monumentos, cantinas y sitios históricos de esta bella ciudad y regresar a tomar la siesta.
Era tal el carácter casi familiar de la Feria, que a mí me tocó conseguirle hospedaje a Manuel Mejía Vallejo y Fernando Cruz Kronfly, quienes llegaron con un día de anticipación y estaban consternados porque nadie les ponía atención y les iba a tocar pasar la noche en los sofás del lobby de ese hotel. De inmediato me puse manos a la obra con los organizadores mexicanos y logré después de muchos forcejeos conseguirles la única habitación disponible: una que sólo tenía cama matrimonial.
No sé cómo se las arreglaron estos dos grandes narradores colombianos, pero creo que les fue bien, en especial a Manuel Mejía Vallejo, un hombre encantador, sencillo y generoso que ya estaba muy enfermo y que sin duda encontró en Cruz Kronfly un gran cómplice. La delegación, en la que estaban también presentes Fernando Charry Lara, Juan Manuel Roca, William Ospina, Juan Carlos Botero, Darío Ruiz Gómez, Oscar Collazos, Fanny Buitrago, Jaime Mejía Duque, R.H. Moreno Durán y Germán Espinosa, entre otros, caminaba en banda por las calles de Guadalajara como si se tratara de una vacación de escolares, mientras al ganador del prestigioso Juan Rulfo, el gran Eliseo Diego, se le veía en el lobby fumando plácidamente su tabaco, rodeado por amigos cubanos admiradores del grupo Orígenes. El escritor Hernán Lara Zavala fue uno de los anfitriones más calurosos en aquella y otras ocasiones.
El criterio básico para asistir era la obra literaria y no sólo el hecho de pertenecer a un clan o ser el "gallo" de alguna gran editorial y por eso a mí me tocó caminar con el ya fallecido y gran narrador venezolano Salvador Garmendia y con otro venezolano, José Balza, que realizaban una literatura que hoy no suscitaría las primicias del poder editorial y que asistían pese a no tener novedades. Garmendia y yo nos escapábamos de las sesiones dedicadas a la "industria" y "estrategias de marketing" y "técnicas para lograr el éxito" para irnos a ver los murales de Orozco o los colores desbordantes del mercado de Guadalajara, con sus cabezas de reses sanguinolentas expuestas al lado de frutas de todos los colores.
Ese carácter íntimo de la feria desapareció y el año pasado que estuve allí presente toda la semana me di cuenta que se había convertido en una verdadera industria desbordante en la que cualquier poeta se pierde o está condenado a la soledad, lejos de los grandes burócratas, los poderosos editores y las estrellas de la farándula editorial que se hospedan en los lujosos hoteles cercanos. Se les ve como almas en pena en los amplios corredores o cruzando rápidamente junto a las salas de confererencias que se suceden una tras otra a una velocidad escalofriante. Los que tienen mucho dinero o pertenecen a grandes casas editoras pueden alquilar salas situadas a la entrada y los menos afortunados contentarse con pequeños salones perdidos atrás, a donde se llega casi por milagro. Son tantos los actos que todo se pierde, no hay tiempo para pensar y discutir.
Los escritores, que somos casi todos medio paranoicos, nos cruzamos tímidamente los unos con los otros y nunca se puede hablar nada porque de inmediato llega más gente y en la barahúnda no queda más que el recuerdo de unas miradas asustadas, el temor de encontrarse con algún enemigo o rival, o con un impertinente. Nada que ver con esa alegría de Salvador Garmendia y Manuel Mejía Vallejo, o los chistes de Moreno Durán o la sencillez de los cubanos del grupo Orígenes y sus discípulos alrededor de Eliseo Diego y García Márquez en un coctel casi familiar. Ahora todo mundo va de prisa bajo los reflectores.
La delegación colombiana en esa Feria del Libro era casi exigua y como siempre ocurre se lamentaron las ausencias. La verdad es que en cada país hay tantos autores que sería imposible invitarlos a todos. Si mal no me acuerdo en esa ocasión estuvo como concertista Vives y ahora la cantidad de espectáculos y figuras colombianas presentes es escalofriante y eso está bien y es de celebrarse. Muchos autores o artistas no habrán ido desde Colombia o no fueron invitados, pero no deben sentirse mal ni relegados porque estarán presentes de todas maneras debido a que la homenajeada por los mexicanos es la literatura de Colombia en abstracto.
Yo fui a varias Ferias de Guadalajara, pero recuerdo en especial esa primera fiesta colombiana. En ese entonces yo residía en México y acababa de publicar El viaje triunfal, ganadora de la Beca Ernesto Sábato de Proartes en Colombia y pertenecía a esa afortunada generación de menos de 39 años, edad a la que todo el mundo mira con benevolencia. En esta ocasión asisten a esta feria varios colombianos de la nueva generación y con ellos autores y académicos importantes que mostrarán otras caras buenas del país. Y sin duda todos ellos caminarán y se divertirán gracias a la literatura como antes lo hicieron los fallecidos Fernando Charry Lara, Manuel Mejía Vallejo, Germán Espinosa y Moreno-Durán, que asisten a la feria desde el más allá.

lunes, 19 de noviembre de 2007

EDUARDO GARCÍA AGUILAR: UN ESCRITOR APÁTRIDA EN PARíS


Su infancia la vivió en Manizales junto con su familia. Adelantó estudios de Economía política en Francia. En la capital azteca, se consolidó como uno de los principales exponentes de las letras caldenses y colombianas. Algunas de sus obras se han traducido al inglés, francés y bengalí.

POR MARCELA CERÓN RUBIO


Intelectual y exiliado por convicción, son las palabras que definen al escritor manizaleño Eduardo García Aguilar, uno de los máximos exponentes de la literatura caldense y colombiana de los últimos años. Este viajero incansable, amante del vino y la poesía, está radicado actualmente en París, en donde se desempeña como reportero de la Agencia France Press –AFP- para América Latina.

La niebla, las casonas de arquitectura Art decó y la sabiduría de los viejos ataviados con sombreros Stetson, gabardina y paraguas, muy comunes en la almidonada Perla del Ruiz de los años cincuenta, fueron imágenes que se quedaron para siempre en la memoria del niño inquieto, quien acompañaba a su padre en las tardes, cuando se dirigía a la oficina que tenía encima del café Osiris, en la carrera 21 con calle 21.

Don Álvaro García Cortés fue el culpable de que el segundo de sus tres hijos quedara “infectado de por vida y sin remedio”, con ese bicho raro, como él mismo define la literatura, desde temprana edad. Allá, en la casona de la carrera 19, junto a sus hermanos Luz Elena y Humberto, empezó la lectura de los autores que marcaron su devenir literario y su rebeldía, en una ciudad, considerada como Merdiano Cultural, pero aferrada a la tradición de las abuelas rezanderas y las tías mojigatas, quienes veían pasar la vida a través de los postigos empotrados en las fachadas de bahareque.

EL NOVEL ESCRITOR

La década del sesenta fue una época de grandes protestas estudiantiles en Manizales, después de la muerte del Che Guevara en Bolivia, símbolo de justicia y paz. En ese periodo, el bardo caldense ya hacía sus pinitos de escritor en el rotativo local, en donde le publicaban artículos sobre autores como José de Vasconcelos y otros generalmente franceses, pensadores que lo sedujeron, gracias a sus estudios del idioma galo en la antigua Alianza Francesa, ubicada en la carrera 23 entre calles 25 y 26.

La comarca, pérdida entre sus tardes de lluvia, bruma y rosarios interminables, por las que deambulaba el novel escritor y se topaba con el loco Leonardo Quijano, apenas si conocía el acontecer de una Colombia, que escuchaba las noticias protagonizadas por estudiantes y obreros parisinos, quienes se tomaban la Ciudad luz, para protestar por el régimen de Charles de Gaulle; norteamericanos que habían conquistado la luna, y los 400 mil jóvenes que asistieron al Festival de Woodstock, bajo la consigna “Tres días de música y paz”.

Gracias al suplemento literario Paradiso dirigido por el pintor y escritor Mario Escobar Ortiz y los turistas que venían a estas breñas colgadas de los Andes, García Aguilar tuvo la oportunidad de conocer las obras de aquellos, que ya tenían un lugar predilecto en las letras de molde latinoamericanas como Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges y Alejo Carpentier, entre otros.

Las posturas ideológicas maoístas que adoptó con otros extraviados en los laberintos de la palabra como Oscar Jurado, Rodrigo Acevedo, Roberto Vélez Correa y Jaime Echeverri, incidieron para irse a la capital del ajiaco, a tirar piedra y a estudiar sociología en la Universidad Nacional, no sin antes corretear por las calles de esta urbe cafetera, a Pablo Neruda y Jerzy Grotowsky, para pedirles un autógrafo y beber de su sabiduría.


DESDE BOGOTÁ A PARÍS

A comienzos de los setentas llegó a Bogotá, un muchacho joven, que dejaba ver detrás del cabello ondulado y lentes de pasta negra, una inteligencia y grandes capacidades para la escritura, pues una vez partió de la aldea, había ganado un concurso de cuento y unos cuantos pesos, que lo motivaron para seguir por el camino sin retorno de las letras esquivas, las cuales ganaban cada día, en cada página a uno de sus representantes más consagrados.
Dos años después de estudiar Sociología en la capital colombiana, que lo acogió sin recelo como un paisa en busca de fortuna, viajó a París en abril de 1974, en donde adelantó estudios de Economía política en la Universidad de Vicennes, París VII. El dominio de la lengua de Víctor Hugo, le dio la oportunidad de compartir con intelectuales de todas partes, en un año en que el pueblo lloró las muertes del escritor Miguel Ángel Asturias y del político Juan Domingo Perón, en una América agitada por la izquierda y por el descubrimiento de los agujeros negros del científico británico Stephen Hawking.
La década del setenta culminó y con ella sus estudios en París, centro cultural que abandona para seguir como apátrida en ciudades como Estocolmo, San Francisco y por último la cosmópolis mexicana, en donde no solamente aprendió a tomar tequila y a descifrar sus códigos milenarios, sino que comenzó su carrera literaria a la par que se desempeñaba como corresponsal extranjero de la AFP.

MÉXICO: URBE LITERARIA
Su primer libro de cuentos Cuaderno de Sueños (1981) y sus novelas Tierra de leones (1986) y El bulevar de los héroes (1987), vieron la luz pública gracias a las rotativas aztecas y a la ayuda de amigos como el historiador Vicente Quirarte, quien fue uno de los invitados especiales cuando se realizaron los Juegos Florales, en la Perla del Ruiz, de los cuales García Aguilar fue su mantenedor, según reza un programa de 1997.
En 1986, El bulevar de los héroes fue la única novela de un latinoamericano, finalista del Premio internacional Plaza & Janés y traducida en 1993 por el inglés Jay Miskowiec, discípulo de Gregory Rabassa. Éste último traductor de las obras de Fuentes, Vargas Llosa y Cortázar, entre otros. Luego, apareció la novela El viaje triunfal (1991), la cual fue ganadora del premio de creación Ernesto Sábato de Proartes y traducida al bengalí por Supriya Basak y editada en Calcuta en el 2005.
En esta obra, según el escritor y ensayista Roberto Vélez Correa en su libro Literatura de Caldas 1967- 1997. Historia crítica “La literatura se convierte en sujeto y objeto del mundo imaginado del escritor manizalita, como vocación de su personaje principal, el sibarita, el trotamundos, poeta Arnaldo Faría Utrillo, quien desde adolescente acepta el grito de la sangre y sigue el mismo camino de su madre, la poetisa Ana Malo”.

OTROS TEXTOS
Mientras se consolidaba como un escritor extranjero en la tierra de Frida Khalo, escribió los relatos Urbes luminosas (1991) y los poemas Llanto de la espada (1992) y nació una amistad entrañable bajo la complicidad del whisky, los amigos y la literatura con el colombiano Álvaro Mutis, de quien escribió el libro Celebraciones y otros fantasmas: Una biografía intelectual de Álvaro Mutis (1993). Igualmente, escribió en periódicos como el Excélsior y Unomásuno, sus artículos, crónicas y ensayos del mundo cultural hispanoamericano.
Delirio de San Cristóbal. Manifiesto para una generación desencantada (1998) es una obra a manera de diario, en donde el escritor desde San Cristóbal de las Casas, relata su infancia en las calles empinadas de Manizales, la relación con su familia y sus amigos, y los viajes por las ciudades que lo han fascinado por más de 20 años de trasegar entre América y el viejo continente. Después, vendría Tequila Coxis (2003) que como él lo dijera, durante una entrevista en La Patria en 1997, “Tequila, porque es el centro de la ebriedad mexicana. Coxis, porque es una novela que reivindica el erotismo en la literatura”.

PARIS POR SIEMPRE
“Eduardo García Aguilar es la figura más importante que ha dado Caldas en la literatura, no sólo por su trilogía de novelas y poesía, si no porque nos ha representado muy bien en Mexico y Paris. Él ha sido un defensor de la literatura caldense, lo cual ha manifestado a través de sus columnas en La Patria”, según el filósofo e historiador Fabio Vélez.
“Uno vuelve siempre aquello lugares donde amó la vida”, dice una canción de antaño, y eso fue lo que hizo Eduardo, cuando decidió regresar en 1998, por asuntos laborales de la AFP, a la París de siempre, la del Sena, de los Campos Elíseos y la de los bulevares por donde se pasean las muchachas en verano. Allí, no sólo ha escrito innumerables artículos para periódicos y revistas, sino que publicó el libro Voltaire, el festín de la inteligencia (2005) y el poemario Animal sin tiempo (2006). Además, el poeta Stéphane Chaumet, tradujo al francés su poemario Llanto de la espada.
Ese es Eduardo García Aguilar, el manizaleño trotamundos, el periodista, el escritor, el bardo sin patria y sin tiempo, quien dice que “los poemas liberan porque nos comunican con la verdad del fin. La poesía es la constatación de que no tenemos ninguna salvación. Liberan porque nos conectan con la certeza de la muerte. El poeta es el que sabe que está condenado a morir y la poesía es el testimonio de esa condena”.

sábado, 17 de noviembre de 2007

CONSAGRACION DE FERNANDO HERRERA GOMEZ


Por Eduardo García Aguilar
Con Fernando Herrera Gómez, recién galardonado Premio Nacional de Poesía 2007, nunca coincidimos en París en ese lejano 1979, pero si en Bogotá en una de las fiestas fenomenales que solía hacer Harold Alvarado Tenorio en su apartamento de Santa Fe, en La Candelaria, en medio de pantagruélicas bandejas de comida china preparada por él tras horas de minucioso ejercicio culinario.

Allí lo veo dormir en un sofá después de que nuestro amigo William Ospina, vecino de Harold, se hubiera ido furioso golpeando la puerta porque alguien habló mal de Raúl Gomez Jattin y luego de que el cineasta Carlos Palau, borrachísmo, hubiese armado un escándalo y bajara las escaleras laberínticas de ese conjunto lanzando dólares y pesos a diestra y siniestra en una verdadera noche de Walpurgis. Todos fuimos alumnos del bar Chez Georges en París y ahí nos graduamos en las artes del vino.

Con el gran poeta Harold, que tenía una bellísima novia china de veinte años en sus brazos, observamos al alba dormir plácidamente a ese poeta antioqueño que sorprendía ya con una poesía salida de los moldes en boga, al cantar a gasolineras o carreteras cubiertas de detritus y aceite, a objetos, rincones y personas y personajes de la casa o la ciudad, y que se atrevía a publicar poemas con títulos como “Balada del mocho Londoño” mientras los demás hablaban del alba y el crepúsculo y citaban engolados a Blake, Milton, Trakl y Stefan George.

Así como dormía con placidez absoluta tras la bacanal etílica y culinaria, todos los encuentros con Herrera han estado signados por la placidez del viaje, la amistad, la hospitalidad, el buen sentido del humor y la alegría. Por eso lo veo caminar con una emoción indescriptible al descubrir por primera vez las calles del centro histórico de la Ciudad de México, jugar como un niño con las nuevas palabras, olores y colores de ese país que descubría y terminó por adorar, decir sus ocurrencias una tras otra, pertinentes y agudas, mientras buscábamos perdidos y ebrios el Hotel Sevillano donde vivió Porfirio Barba Jacob.

Lo veo bromear toda una tarde en la mesa que compartíamos con Gabriel García Marquez en un restaurante de Coyoacán, cuando él y yo hacíamos un paquete de libros nuestros y conminábamos al Nobel a leernos esa misma noche. Herrera estaba a su lado, sus codos se tocaban y se veía la emoción de ese encuentro a cuatro que compartíamos con William, mientras el autor de Cien Años de Soledad nos contaba la historia de unas pieles de cocodrilo que le traían suerte o sus tiempos de vacas flacas en el París que todos vivimos pobres y felices a los 20 años.

Lo veo en las alturas de la Calera pasando la tarde en casa de Broderick en medio de la naturaleza, hablando del bien o del mal, de la vegetación o de la lluvia, mientras afuera sonaban las balas, o en la inolvidable cantina La Faena de la Ciudad de México compartiendo con Fabio Jurado, William, Piedad Bonnet, Florence Olivier y Luz Mery Giraldo al lado de toreros y toros momificados y estridentes mariachis. O sea instantes de vida de una generación, momentos cotidianos que son y hacen la poesía, testimonio del paso del tiempo, epifanía del momento, asuntos todos ellos a los que se ha aplicado con generosidad alerta este poeta nacido en Medellín en 1958 y que es otro de los valores de la rica generación Sin Cuenta que despunta ahora en Colombia sin aspavientos ni escándalos.

Joe Bousquet, el poeta que vivió paralítico toda su vida en Carcassone después de enfrentarse solo y en la oscuridad a un ejército enemigo, dijo que la poesía es “el testimonio de lo que nosotros somos sin saberlo” y ese secreto es el que Herrera ha tratado de escrutar en su obra breve pero de gran profundidad serena. En su libro “La casa sosegada” su palabra se detiene en el sótano, que es “el reino de lo inservible” donde el “noble aparador” de la abuela comparte ostracismo con “partes de motor”, “aporreadas jaulas de alambre con el estiércol reseco de sus pájaros muertos” y “lechos floridos saqueados por las ratas”. Mas allá visitará el patio y hablará de la ropa tendida, “las rígidas hebras de sus bolsillos volteados” y “las bravas sábanas en las que tal vez tu fuiste engendrado”. Y así uno tras otro aparecerán el patio, la alcoba, la hierba, la cocina, el electricista, limoneros, geranios, tulipanes, agapantos, nísperos, el abuelo, la madre, el padre o la prima Margarita.

El jurado que premió su libro “Breviario de Santana”, encabezado por el magistral poeta chileno Gonzalo Rojas, ha destacado la senda inusual de la poesía de Herrera, que va a “contracorriente” y destaca que allí no sobra ni falta ninguna palabra. Ajustado, bebiéndose la vida junto al fuego de la chimenea o por los caminos de la tierra, Herrera ha sabido estar alerta sin descanso a las pequeñas cosas que son los grandes asuntos de la vida y la filosofía: el chirrido de un gozne, el traqueteo de una vieja cama, el olor de la hierba del patio, el aire detenido en los sótanos y en los zarzos. Allí, en todo ese margen ignorado por las literaturas oficiales está la esencia de las cosas y de la vida que Herrera sabe captar con la pericia del Mocho Londoño, dueño él de “tuercas prodigiosas” y “tan jodido como los mismos diablos”, a quien los suyos deben la luz arbitraria de la casa, pues tenía el “travieso destello del honesto bandido brillándole en el fondo de los ojos”.


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viernes, 16 de noviembre de 2007

CENTENARIO DE EDUARDO ZALAMEA BORDA


Cuatro años a bordo de mi mismo

Por Eduardo Garcia Aguilar


Dice Borges: ser colombiano es un acto de fe. Podría agregarse: somos colombianos porque nuestro pasaporte nos lo ha revelado. Sólo el exilio voluntario, el éxodo económico, la aventura política o el desarraigo profesional delimitan a una nacionalidad en cuyo interior se debaten muchas otras.


Cada colombiano es una patria y se realiza cuando se ha ido al extranjero, pues en el exilio se descubre. Dentro de su país simplemente no existe. Esto puede inferirse de una lectura atenta de las novelas colombianas: Efraín, el de María, es un forastero; Fernández, el De sobremesa (novela de José Asunción Silva), es un extranjero profesional e impúdico; los burócratas de Osorio Lizarazo son extranjeros en Bogotá; Coba, el de La Vorágine, huye al interior de su patria, y así sucesivamente los grandes héroes de la novelística colombiana son desarraigados. Todos los héroes huyen, se van. Cien años de soledad es la historia de un país dentro de otro páis ajeno. Macondo es la fundación de una patria extrañada.


Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda (1907-1963)*, uno de los más inquietos promotores de la literatura premacondiana, además de gran cronista, es la bitácora de un viajero que va en la propia nave del desarraigo. Un bogotano, un cachaco, que se aventura al exótico país de la costa. Un joven de 17 años deja todo lo suyo en 1923, en épocas de don Pedro Nel Ospina, bajo cuyo gobierno ocurrió la matanza de muchos colombianos y se va a pagar el pecado de ser blanco. Lo vemos viajar por el río Magdalena, para llegar a Barranquilla y después a Cartagena y la Guajira, fascinado por los muslos de las negras y las tetas de las putas, en los bares a donde lo lleva un dipsómano holandés. Para el bogotano es imperioso renegar de la piel blanca e ir a la caza de las negras que ve como en sueño, en la noche febril de las hamacas, espantando mosquitos, limpiándose el sudor y bebiendo a pico de botella el licor necesario para vencer el insomnio.


Cuatro años a bordo de mí mismo, publicada en 1934, cuando el autor tenía veintiséis años, es la lucha desesperada de ese joven por descubrir su cuerpo. Es además la novela de quien está dispuesto a deshacerse de los alejandrinos de Guillermo Valencia. los discursos de Pedro Nel Ospina y las tísicas tertulias de La gruta simbólica bogotana. La obra de un muchcho andino dispuesto a descubrir la tierra exótica del Caribe, en una época en que la fría Bogotá ejercía su más despiadada dictadura. Y tras el drama de tal búsqueda se descubre que pese a todo no podrá ser más que un rolo, un cachaco que en la costa vive la efímera aventura de su juventud. Tanto aquéllos como éstos sabían que estaban condenados a ser forasteros.


La Vorágine fue la huida hacia la selva. El hombre bajo la tierra, del también gran novelista urbano Osorio Lizarazo, ignorado en latinoamérica, es la historia de un manizalita que huye hacia las minas antioqueñas en busca de vida. Cuatro años a bordo de mí mismo es La vorágine de la costa. El joven personaje se despide del capitán en un pueblecito llamado “El pájaro” y se queda para acompañar a un cartagenero blanco que ha sido herido por los hermanos de la india con la que se acostaba. Hay mucho de artificial en el relato de este muchachito raquítico que convive con indias, mestizos y negros en las estepas de la Guajira y que sortea con éxito las intrigas de contrabandistas y asesinos. Pero a través de esa historia coloca a los colombianos de distintas regiones, opuestos por su temperamento, a convivir alejados en la esquina más extraña del país, y así exprime de ellos todas las pasiones para crear una metáfora que hoy todavía está viva. El personaje vive cuatro años en la Guajira y al final nos cuenta que todo su esfuerzo ha sido vano y que de nuevo regresa a las alturas andinas, después de convivir con muchos cuerpos de negras e indias apasionadas como Enriqueta. Sólo a través de la ficción conquista el poco de luz que hacía falta.


Treinta y tres años antes de Cien años de soledad, un bogotano trata de recuperar la tierra caliente sin recurrir a lo pintoresco. Muchas novelas de aventura de selva y de llano se habían escrito hasta entonces (1934), pero Zalamea Borda, al desnudarse en el texto, nos da una visión más íntegra, otorgándo al paisaje una perspectiva interior, inédita hasta entonces. Hay en la prosa del autor bogotano un viento que remueve las palabras y las pone a viajar desesperadas en un remolino de visiones. No hay un plan, un objetivo, una moral, a través de los cuales el novelista quiera mostrarnos un problema social o sus remedios posibles. Osorio Lizarazo era un biólogo de la novela; como un científico nos mostraba una situación social en forma descarnada y gritaba en contra de la injusticia haciendo sufrir y llorar al lector, convertido en monja de la caridad. En cambio Zalamea nos habla de la muerte y del amor sin recurrir a tesis o lamentos. Así son las cosas, nos dice, y lo que hace es abrir su alma a quienes queran acompañarlo por las regiones del olvido.


Ciertos lugares comunes podrían tentarnos a tratar de hacer una clasificación, una taxonomía de esta obra. Es absurdo decir, como suele decirse siempre, que abre un nuevo camino para la literatura del continente, siendo la primera obra “universal”. Tomás Carrasquilla se encerró en su mundo antioqueño y es tan “universal” como otros que se lo propusieron. La María de Isaacs hizo llorar a nuestras bisabuelas, pero hay algo allí imperecedero que aún nos alumbra. Osorio Lizarazo era un cirujano de la urbe bogotana y hasta mejor que el promocionado Roberto Arlt, según nos dice Ernesto Volkening, y cual cirujano es tan “universal” como un curandero.


Cuatro años a bordo de mí mismo no es precursora de nada, ni abre caminos ni precede a la obra de Garcia Márquez, a quien descubrió como cuentista en el suplemento literario de El Espectador, a finales de la década de los cuarenta. El hecho de que Zalamea haya escrito esta novela a los veinticinco años no agrega ni quita nada a su testimonio y no desmerece por las posturas que se observan durante su lectura. Por ejemplo, las mujeres aquí son todavía lejanas, de music-hall, como las de Vargas Vila, que murió, según dicen, célibe, después de redactar treinta novelas sobre el acto sexual. Esta es impúber. pero pese a todo está más cercana a nosotros que otras nuevas de autores jóvenes en donde se nos quiere creer que el coito es un fenómeno contemporáneo. Zalamea nos escribe una larga excitacion sexual de trescientas páginas y llega hasta decir cosas como ésta: “nunca la estadística se ha ocupado de saber qué cantidad inútil de semen se vierte diariamente en el mundo bentro de las rojas vaginas estériles y devoradoras”.


Veinte años antes de que se fundara Mito (la revista de Jorge Gaitán Durán), Zalamea escribió esta obra anticipada y después calló (y cayó) en el periodismo. Su caso, como el de muchos otros talentos que no huyeron de las guerras terribles de Colombia, es típico, pues triturado por el bonete. el librillo y el cuajar de la Atenas Suramericana, murió en 1963, añorando a esta costa extraña y lejana que para los andinos sólo será una obsesión de tierra fría.


Sabado. Unomasuno. Ciudad de Mexico. 1984

* El centenario fue este 15 de noviembre de 2007
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Eduardo Zalamea Borda. Cuatro años a bordo de mi mismo. Diario de los Cinco Sentidos. Editorial Bedout. Medellín, 1984, 303 pp.

domingo, 11 de noviembre de 2007

ACTUALIDAD DE SILVA Y EL MODERNISMO LATINOAMERICANO



Uno de los aspectos más olvidados de la generación modernista en Latinoamérica es la prosa. Martí, Montalvo, Vargas Vila, Gómez Carrillo, Gutiérrez Nájera, Darío y Silva, para sólo mencionar a unos cuantos, escribieron alucinantes páginas, como cuentos y crónicas de viaje, que fueron con razón eclipsados por el delirio poético.
Enrique Gómez Carrillo, un guatemalteco famoso por sus aventuras galantes, dejó miles de cuartillas que hoy languidecen en los viejos anaqueles de las bibliotecas, pero que conforman un fresco de la época. Por primera vez en mucho tiempo, los latinoamericanos se negaban al provincianismo y se perdían en el exilio voluntario, deseosos de conquistar las metrópolis del lujo y el progreso. Un vacuo nacionalismo criollo que reclamaba el reino de lo “autóctono” miró con malos ojos a estos enfermizos personajes que tuvieron como capital a París y como estilo el dandysmo en boga por aquellos tiempos.
En sus crónicas de errancia, Gómez Carrillo, que fue, según dicen, amante de Mata Hari, nos lleva de la mano por Oriente, se nutre de desiertos, viaja a monasterios de Judea, describe islas maravillosas, asiste a la guerra y ve la mortandad sin límites. Muchas de esas páginas tal vez no sean antológicas, pero algunas salen de los empolvados volúmenes como joyas de una época de transición que hoy maravilla. Los modernistas fueron los primeros en quitarse el complejo de un americanismo ingenuo y se sintieron con derecho a comerse el mundo con el pasaporte del talento.Sus congéneres de Europa también iban en contra de la corriente.
Huysmans, por ejemplo, se encerraba en la ficción de sus casas de sueño, a masticar la enfermedad de moda: la hiperestesia. Hartos del progreso y de la técnica, aburridos frente al culto de la razón, los modernistas de Europa se insurgieron en contra del utilitarismo con obras “decadentes, preciosistas, que se negaban a reflejar la realidad o a tomar posiciones científicas” frente a la sociedad. Nuestros modernistas no fueron, pues, simples repetidores de una moda metropolitana, sino los hermanos de un movimiento mundial en contra del utilitarismo y el positivismo. Rubén Darío, Silva y Martí, miraban con sorna la influencia cada vez mayor del imperio protestante del Norte con su confort y su sport y prefireron la bohemia de la absenta con su delirium tremens.
José Asunción Silva (1865-1896), conocido por sus nocturnos y por ser uno de los más brillantes y malogrados representantes de esa generación, tuvo que soportar la pacatería de una ciudad colonial y brumosa, situada en las alturas de la cordillera andina, dedicado a un arte absurdo para entonces: la poesía. Heredero de un negocio que no sabía manejar, requerido por compromisos sociales y chismografías de convento, el joven no resiste y se suicida a los treinta años, ante la indiferencia de sus contemporáneos. Antes vivió un tiempo en París, a donde viajó enviado por su padre en funciones comerciales. En Venezuela, de regreso a Colombia, naufraga el vapor América, en donde viajaba también Gómez Carrillo. Silva pierde los manuscritos de los Cuentos negros y “lo mejor de mi obra”.
Poco antes de morir rehace De Sobremesa, novela que reúne todas las características esenciales de su personalidad y su época. La novela sucede durante la sobremesa. Fernández, que es un millonario decadente, les cuenta a sus amigos las dudas respecto a su actividad literaria y después de ser requerido comienza a leerles el relato de sus aventuras en Europa. Los primeros capítulos de ese diario están cargados de las lecturas de la época: María Bashkirtseff, Maurice Barrès, Max Nordau, Nietzsche, Swimburne, Verlaine, etcétera. Los amigos que lo escuchan en el exquisito ambiente de su mansión bogotana, son opacos personajes que admiran al poeta Fernández, pero que no pueden comprender sus angustias y frustraciones.
El protagonista de la novela se enreda con una bella mujer, la Orloff, a quien encuentra después en el lecho dedicada al arte de Lesbos con una de sus amigas: "Al hacer saltar la puerta de la alcoba que se deshizo al primer empujón brutal y cedió rompiéndose, un doble grito de terror me sonó en los oídos y antes de que ninguna de las dos pudiera desenlazarse, había alzado con un impulso de loco, duplicado por la ira el grupo infame, lo había tirado al suelo, sobre la piel de oso negro que está al pie del lecho, y lo golpeaba furiosamente con todas mis fuerzas, arrancando gritos y blasfemias, con las manos violentas, con los tacones de las botas, como quien aplasta una culebra".
Después de la decepción, Fernández huye a Whyl y delira inventando un sistema apto para su país. Es una metáfora del progreso, donde “las monstruosas fábricas nublarán en ese entonces con el humo denso de sus chimeneas el azul profundo de los cielos que cobijan nuestros paisajes tropicales; vibrará en los llanos el grito metálico de las locomotoras que cruzan los rieles comunicando las ciudades y los pueblecillos nacidos donde quince años antes fueron las estaciones de madera tosca y donde, a la hora en que escribo, entre lo enmarañado de la selva virgen, extienden sus ramas las colosales ceibas”. Al sueño político que en De sobremesa adquiere los contornos del ensayo dentro de la novela, el personaje vive sus conquistas amorosas: Nini Rousset, Helena de Scilly Dancourt, Lady Vivienne, Fanny Green, etcétera, y prueba el cloroformo, el éter, la morfina y el hachís.
Personaje disimétrico, telúrico, caprichoso, malvado, Fernández es la encarnación del espíritu de una época que iba rumbo a la catástrofe. Mientras los industriales organizaban ferias mundiales y en ciertos cabarets se hablaba de la belle époque, los modernistas, más en la prosa que en la poesía, palpaban el malestar del fin de siglo. A nivel formal, Silva no se queda atrás y nos ofrece un texto fraccionado, absurdo, que contrasta con las novelas realistas y sus tramas ordenadas con moraleja y broche de oro.
En ciertos pasajes uno cree ver ya en José Asunción Silva elementos formales que hicieron novedoso a Cortázar setenta años después. Por eso la lectura de De sobremesa y otras obras en prosa de esa generación, nos indica que la generación modernista fue un destello maravilloso que hoy sigue iluminando en latinoamérica, pues responde a las inquietudes frente al progreso, la frivolidad y la codicia generalizados en el mundo.

domingo, 28 de octubre de 2007

EN LA CASA MOSCOVITA DE LEON TOLSTOI


A sus 86 años de edad la señora Valentina Ievguenievna respira con dificultad, sentada en un banco junto a la mesa del comedor de la planta alta, en la casa moscovita de León Tolstoi. Uno diría que el viejo maestro acaba de salir a cortar leña en el amplio patio y está a punto de regresar de un momento para otro. La anciana guía que trabaja en esta casa desde hace 30 años y gana un salario modestísimo de 3.000 rublos se levanta y arrastrándose sobre sus babuchas se acerca al piano donde se apoyaba Chaliapin para cantar.

Comienza a explicar cómo se salvó a los treinta años el autor de Resurrección de ser devorado por una osa cuya bella piel café yace al lado del instrumento con su rostro agresivo, el hocico abierto y una mirada de animal malherido.Tolstoi se enfrentó a la bestia pero falló el primer tiro y cayó en sus garras, de las que pudo liberarse al dispararle por segunda vez. Días después unos cazadores dieron muerte al animal y al descubrir la bala comprobaron que era la osa que casi lo mata y le regalaron esa piel que ahora sigue intacta en el salón de recepciones de la planta alta donde solían recibir a los invitados y hacer fiestas y veladas aristócratas y gitanos, bohemios, revolucionarios y señoras de la alta sociedad.

Todo eso lo cuenta dona Valentina con lujo de detalles: que la vajilla era de Limoges, que a Sonia la mujer le gustaba la gente rica y a Tolstoi los pobres y los marginales, que cuando Chaliapin cantaba se apagaban las velas y temblaban los vidrios, que el maestro se enfurecía cuando perdía una partida de ajedrez, que sus hijas lo apoyaban en sus generosos propósitos y su esposa y sus hijos hombres cuidaban el patrimonio que él quería regalar a los pobres. El salón de arriba tiene los cuadros, muebles y adornos originales que pudieron conservarse dado que el museo en honor del gran novelista fue creado poco después de su muerte por iniciativa de su mujer y los hijos.

Uno se imagina las fiestas y las tertulias celebradas allí, en uno de los lugares donde por décadas alrededor del patriarca se reunía el mundo artístico e intelectual de Moscú. Más allá está la elegante sala alfombrada y llena de cuadros y muebles lujosos de la matrona Sonia y al fondo el cuarto de huéspedes. Y tras seguir por un corredor uno se topa con los cuartos de la hijas, la ropa antigua de las mujeres de la casa, la bicicleta Rover que el maestro conducía por Moscú, las amplias columnatas cubiertas de azulejos de la calefacción de madera, las habitaciones de los domésticos, mientras afuera caen poco a poco las hojas ocres del otoño. Y en una esquina de la casa aparece de repente el delicioso estudio de techo bajo donde escribió sin cesar el escritor entre candelabros y mullidos sofás de cuero negro, lugar en que pasaba la mayor parte de su tiempo la conciencia nacional y el autor más sagrado, querido y admirado por los rusos. En un armario se ven las amplias camisas de algodón, las botas negras y los instrumentos de zapatería que usaba el aristócrata rebelde para jugar a ser zapatero remendón.

Al bajar las escalinatas hacia la planta baja, otra anciana salida de una novela de comienzos de siglo XX con un viejo gorro de astrakán reemplaza a Valentina Ievguenievna y explica con lujo de detalles la enfermedad de Vania, el último adorado hijo de Tolstoi, muerto niño a causa de la escarlatina y cuyos cuadernos, lápices, dibujos, juguetes y otros objetos están muy bien conservados en una habitación dedicada especialmente al que según la leyenda parecía llamado a ser el heredero espiritual de su anciano progenitor. También se ve el comedor familiar, un oso embalsamado en cuyas manos luce una pequeña tabla redonda donde los invitados dejaban sus cartas de visita, y, colgado como si hubiera llegado ya el maestro, el enorme e inconfundible abrigo negro de piel.

Tolstoi nació en Yasnaia Poliana en 1828 y murió en Astapovo en 1910 a causa de una neumonía que contrajo al escapar de casa y caminar solo entre la lluvia y el hielo. De él nos ha quedado esa imagen de abuelo eterno de luengas barbas blancas y ojos de cegatona opacidad. Es el arquetipo decimonónico del escritor nacional que todo prospecto de literato trata de emular desde la adolescencia y el ejemplo más nítido de lo que es la gloria literaria, cuando un hombre encarna a una gran nación y en este caso a Rusia, la patria de Iván el Terrible y Pedro el Grande, del fabuloso Kremlin de rojas murallas y doradas cúpulas ortodoxas.

Ahora que por primera vez en la vida y después de muchos sueños piso por fin la casa moscovita del admirado genio, una sensación de gran familiaridad nos invade. Es como si toda esa historia tantas veces leída se hubiera concretado y él fuera un viejo abuelo cascarrabias y tierno que recibe a un lejano nieto y lo invita a recorrer por el patio cubierto de hojas otoñales. Tolstoi está ahí y palpita entre nosotros casi cien años después de su muerte. Se pueden escuchar sus risas, sus palabras roncas, la tos seca de invierno, el crepitar de las chimeneas, mientras las abuelas que reinan en esta casa y cuidan los floreros y limpian los muebles, nos cuentan con minucia su vida cotidiana y el largo crepúsculo que lo fue envolviendo hasta la eternidad de la gloria.

Ya pronto la nieve cubrirá esta tosca y enorme casona de madera y el patio donde él jugaba con los nietos y los perros y partía con hacha la madera para las calderas de la calefacción. No lejos de ahí, por la calle Nueva Arbat o la imponente Treviskaia despunta la nueva Rusia de avisos y pantallas luminosas y tiendas de lujo, mientras las limusinas y los autos de lujo de mafiosos y nuevos oligarcas se pavonean orondos con sus chicas de oropel y los rascacielos rompen el nuevo paisaje futurista de la capital de un rico imperio dispuesto a seguir siendo protagónico en el mundo.

jueves, 25 de octubre de 2007

GERMAN ESPINOSA: UN CABALLERO DE ADARGA ANTIGUA

Por Eduardo Garcia Aguilar

La desaparición de Germán Espinosa deja llena de dolor a toda una esfera de la literatura colombiana, al interior de la cual florecía y florece un concepto muy alto de lo que es escribir y vivir contra la corriente de la trivialización ambiente reinante en el país y en el mundo. Como principal figura de una vasta generación de autores que vivían con intensidad y dignidad por y para la literatura, el autor de Los Cortejos del diablo y La tejedora de coronas quedará como el ejemplo máximo de ese combate con las palabras, tan necesario siempre en un mundo dominado por la plutocracia, la violencia, la mezquindad, el arribismo y la maldad en todas sus variantes siniestras.


Quizás las generaciones recientes -que a comienzos del siglo XXI sólo conocen el repugnante cocido pútrido compuesto por la literatura autobiográfica de escándalo para asustar monjas y la narrativa y la poesía rosas impuestas en Colombia en los cenáculos borreguiles de la vanidad, el arribismo y la moda reinantes en la era de la narco-para-política- podrán ahora acercarse a esa figura de Espinosa, quijotesca de bastón y bufanda de seda, para saber lo que significa y ha significado en verdad ser escritor a través de los tiempos.


Conocí a Espinosa gracias a la crítica, que es el emblema del quehacer intelectual y literario de todas las épocas. Cuando llegué a Bogotá a los 18 años para estudiar en la Universidad Nacional tuve la fortuna de que el joven Enrique Santos Calderón me publicara en las páginas de Lecturas Dominicales artículos sobre diversos temas literarios. Y en ese ejercicio precoz tuve el honor de ser llamado a duelo por Germán Espinosa desde las páginas del Magazín de El Espectador.


Como tantos jóvenes inquietos de aquel tiempo dominado por la ilusión de la revolución socialista, había adoptado en un artículo llamado “El intelectual: un animal raro y curioso” cierto tono de comisario izquierdista, por lo que Espinosa respondió de inmediato con una defensa de la libertad de la crítica del escritor en cualquier circunstancia y bajo cualquier régimen. Caminando por la Séptima con mis amigos trotskistas, en esas largas jornadas diurnas y nocturnas de amistad, descubrí con alegría absoluta que Espinosa tenía toda la razón y por eso nunca respondí a su andanada. El poeta, que va a la esencia y profundidad de las cosas y de lo humano, tiene que ser rebelde ante todos los regímenes, sean de izquierda o derecha y su espada literaria está allí para incomodar antes que elogiar en las antesalas de los poderes.
Mucho tiempo después, cuando nos vimos en Guadalajara, me confesó que él estaba convencido de que yo era uno de esos viejos mamertos petrificados en un pensamiento ideologizado y estalinista y no el joven de 18 que era entonces, por lo que él y Josefina me ofrecieron su amistad y el afecto en los encuentros que se iban sucediendo en viajes comunes a México o París o en su casa de las Torres de Pekín, en Bogotá, a donde fui a llevarle con R. H. Moreno-Durán mis libros y la antología Veinte ante el milenio, donde aparecía su cuento El ocaso de los viejos racimos.


Espinosa era crítico, pero como bien lo dice Óscar Collazos, tenía un alto concepto de la amistad, tal y como la practicaban los caballeros salidos del Amadís de Gaula y otras novelas del género. Y por ejercer la crítica cultivó en Colombia, como lo debe hacer con honor todo hombre de letras que se respete, el arte de ganarse muchos enemigos. No hay nada más fácil que elogiar sistemáticamente, nada más fácil que encerrarse en un nacionalismo tarado que elogia de oficio todo lo que proviene de la tribu, nada más fácil que callar ante los amigos que se desvían y medran en las esferas del poder literario y de lo políticamente correcto.


Pero más allá de este ejercicio de la crítica como un acto de voluntad caballeresca, lo más importante de Espinosa fue el ejercicio de eso tan pasado de moda que es el estilo. Toda su vida peleó con la máquina de escribir para fraguar algunos de los libros más extraordinarios del siglo XX, como La tejedora de coronas (1982) y Los cortejos del diablo (1970), a los que sea unían miles de páginas de crítica, poesía y narrativa.A los 15 años publicó Letanías y crepúsculos y entre sus libros figuran La noche de la trapa (1965), Claridad subterránea (1974), El signo del pez (1987), La tragedia de Belinda Elsner (1991) y Los ojos del basilisco (1990), entre muchos otros.


Si todo eso se reuniera como lo hacen en México con sus autores en una serie de volúmenes de Obras Completas, descubriríamos a un gran autor latinoamericano de la estirpe de los grandes, como Alfonso Reyes, José Lezama Lima y Severo Sarduy. Es probable que algunos aspectos de su obra hayan sido fieles a cierta estética modernista de los tiempos simbolistas, en cuyos ámbitos se formó como poeta, pero el resto de su obra ejerció ese gran delirio barroco de quien teje una prosa llena de variantes y de ángulos y abismos inagotables, donde el lenguaje mismo puede ser protagonista.
Nada que ver con esta literatura impuesta ahora en Colombia por un medio intelectual que carece de crítica y ha renunciado a los valores esenciales de la literatura: la rebelión y la innovación permanentes contra la corriente y la moda. Por esta y muchas otras razones, cuando vi la noticia del fallecimiento de este gran colombiano, sentí ese dolor que se siente cuando muere un justo, que a la vez era un guerrero con adarga de caballero andante en una Colombia de corruptos y de frívolos cómplices del holocausto. Y recordé los momentos que vivimos en su adorada París en el marco de un encuentro de narradores colombianos.


La última vez que lo vi a él y a su simpática y original esposa Josefina fue en la embajada de Francia en Bogotá, en una fiesta organizada para los poetas por el embajador colombianófilo de entonces Daniel Parfait. Daba gusto ver esa elegancia clásica impecable y el aura que lo rodeaba como uno de los más grandes escritores colombianos de todos los tiempos. Era un clásico sin lugar a dudas cuando se sentó en alguno de esos abullonados sofás, rodeado de quienes los admirábamos. Ahí me volvió a reiterar que en una nueva edición de la Liebre en la luna, donde figura esa diatriba contra mí que me honra, haría una referencia a nuestro duelo sin duelo de hace tiempos y a las coincidencias posteriores.


Por eso, porque era un francófilo como yo, porque en París habíamos caminado con él y Josefina hace un lustro y porque sus libros principales fueron publicados en Francia por la editorial La Différence, caminé solitario la tarde de su muerte como tributo a su memoria por los patios del Louvre, el Pont des Arts, la rue de Seine, las callejuelas de Saint Germain y la rue de Saint Peres, donde por un guiño del azar encontré a Umberto Eco esperando en el lobby del hotel del mismo nombre al equipo televisivo del periodista cultural Franz Olivier Giesbert. Y al escuchar hablar a Eco con el humor y el énfasis que lo caracterizan, no tuve duda que ese era un mensaje del difunto Espinosa, en quien pensaba con dolor en esos instantes. Gracias a él vi por primera vez a Eco, que es uno de los de su estirpe: un renacentista, un barroco, un crítico, un rebelde, un humorista, un amante del vino. Y pensé que si Espinosa hubiera sido italiano o francés hubiera ganado el Premio Nóbel. Sólo en Colombia creen todavía los tontos que los payasos de la autobiografía y el escándalo y los cultivadores de fácil realismo neocostumbrista de pacotilla son más importantes que este barroco universal que dio nuestro país a las letras del mundo.


viernes, 12 de octubre de 2007

DIATRIBA CONTRA LA POESIA COLOMBIANA SENTADA EN SUS LAURELES




POR EDUARDO GARCIA AGUILAR
Domingo 22 de Julio de 2001.


Lecturas Dominicales de "El Tiempo"




La colombiana es una poesía pasmada, abortada, rezagada, comiéndose las uñas, modosita, sin grandes ambiciones, bien portada, siempre tímida, temerosa de pasar la raya o lanzarse al abismo. De pronto un autor logra destellos, pero luego se silencia, calla por temor y desaparece en la oscuridad. Es como si el poeta colombiano, cual niño aplicado, supiera que hay un límite imaginario que no puede pasar, y teme lanzarse a la aventura del bosque por temor al lobo, abomina descubrir nuevos yacimientos, parajes, cavernas, remolinos, fangos, arenas movedizas. Todo cambio le incomoda y por eso cierto aire de polilla y heliotropo la caracteriza, por lo menos hasta en los años 60, cuando algunos escritores ligados a la revista Mito comienzan a sacudirse de la modorra burocrática y la autocensura permanente. No debemos tener miedo para reconocer que la poesía colombiana, en bloque, es en definitiva una de las menores en el Continente y ha caminado siempre rezagada del tren delirante de la 'lírica' hispanoamericana (...)


En el inicio de lo que se ha querido llamar poesía moderna colombiana, nos encontramos con los tres padres fundadores: Silva, arquetipo del fracasado suicida que se malogra, Julio Flórez, maldito beodo vestido de negro con un fémur en el bolsillo del saco y una calavera en la mano de la que liba vino de numen mientras declama en camposantos, y Guillermo Valencia, el bien portado, triunfador, político ascendente que decide 'sacrificar un mundo para pulir un verso' y lo alcanza con espléndidas joyas. ¿Qué pasa con estos señores? ¿Qué extraños mitos y leyendas fundan? ¿Cuál es su lugar en el panorama del imaginario colombiano, conformado por las generaciones del siglo?


Empecemos con el primero. Con motivo del centenario de su muerte en 1996, Silva fue cooptado por el estado y los burócratas y convertido de manera peligrosa en nuevo ídolo nacional, especie de Martí o Sagrado Corazón patriótico. Después de que séquitos de funcionarios recorrieron el mundo haciendo campaña a su favor, realizando cocteles oficiales de donde, por supuesto, se desterró a los poetas, vale la pena tratar de situar su obra en el panorama del modernismo latinoamericano. A riesgo de provocar la furia de los nacionalistas que nadan sin nadaísmo con el aburrido pendón en alto, seamos claros: Silva no es de los grandes exponentes del movimiento. El sonsonete de 'Una noche, una noche toda llena de murmullos...' ya había sonado en otras partes del Continente y basta rascar un poco para encontrarlo ya en poetas menores mexicanos o de otras regiones de América Latina, en ese final del siglo XIX. Dos nocturnos correctos, el poema ese de 'aserrín aserrán, los maderos de San Juan', las curiosas Gotas amargas, no son suficientes para coronarlo (...) Silva se está convirtiendo en un caso evidente de mitificación para gustos provincianos, donde la tragedia del hombre se convierte en deliciosa película de terror. Misterio en la muerte, cadáver yaciente, libro de D'Annunzio, deudas, lluvia, y ahí está el tinglado para un opereta o para una ópera rock tipo Evita o Jesucristo Superestrella. Cuando a comienzos del siglo XXI uno desearía reflexión y análisis, volvemos otra vez a alimentar el mito, a echarle combustible en medio de himnos, banderas, delegaciones oficiales en romería mundial de gente encorbatada y tiesa, aplastada por el 'sacro monolito' del que hablaba Valencia.


El entrañable Flórez es un caso en extremo simpático y divertido. Su obra logró permear el imaginario popular hasta en canciones que se interpretan en veladas de bohemia campesina y barriadas urbanas, pero es un romántico en extremo tardío, con sus famosas 'flores negras'. Qué delicia recordar a nuestros padres recitándolo de memoria, con esa gran memoria que por tradición tienen o tenían los colombianos para recordar sus más caros versos. Valencia es, a mi parecer, otro caso y el endiosamiento mítico de Silva oculta su obra, tal vez una de las más importantes sino la más importante de la tradición colombiana, que por el rigor lo hizo algo así como el Valéry avant la lettre y que pocos parecen recordar cuando en 1998 y 1999 se celebraron los centenarios de las publicaciones de Poesías y ritos. A diferencia del suicida y del maldito, Valencia es una imagen poco amada en Colombia, pero su cuerpo literario es notable, desde sus extraordinarios largos poemas de ejemplar factura, con hallazgos en cada esquina, hasta su labor como traductor y solidificador de tradiciones. Anarkos, Leyendo a Silva, Palemón el Estilita, son algunas de las joyas recuperables.


Viene aquí una transición abrupta hacia nuevos mitos, devorados por las peripecias de sus vidas. El primero es Barba-Jacob, que Paz, con su característica lucidez, dijo se trataba de un 'modernista rezagado'. Cardoza y Aragón lo definió antes de morir, en una conversación que tuve con él en su casa de Coyoacán, como un "burócrata de funeraria". Para los colombianos, Barba, como Silva, es una figura necesaria. Su derrota, su exilio, su tragedia, su fin, lo convirtieron en otro Sagrado de Corazón nacional, pero sólo después de su muerte, pues por lo regular burocracias y amigos lavan la culpa de su indiferencia con aspavientos de admiración una vez echado el muerto al hoyo. Los corroe la culpa de no haber escuchado sus súplicas de dinero cuando moría de tuberculosis y sífilis en el hospital de la calle Regina y agonizaba en el cuchitril de la calle López, y por eso lo endiosan, y tal actitud patológica, de siquiatría nacional, se extiende a todo un país y aún se vierten lágrimas por el pobre bardo maldito (y por otros nuevos bardos malditos new look como Gómez Jattin). Por mucho que lo amemos y nos identifiquemos con él, haciéndolo el mártir favorito de turno, debemos reconocer que en general su obra sonaba como la de un ictiosaurio en años de real cambio y revolución mundiales: tal y como se dijo antes, el tren ya había pasado hacía tiempos. Se puede disfrutar Acuarimántima, tal vez conmoverse por algunos de sus mejores poemas, 'soy un perdido, soy un marihuano...', pero siempre hay en ellos un extraño aire de chapola negra.


Luis Carlos López y Germán Pardo García, también son otros dos casos para deleite local. El primero es un clown simpático y se justifica la atracción que suscita su obra, pues produce alegría en un panorama hasta entonces siniestro, negro, depresivo, suicida, lleno de cavilaciones tardías sobre la existencia de Dios, hábitos de percal negro y zapatos de charol, sudarios fríos de lino blanco, todo en ese tono de tisis reinante hasta entonces en la poesía colombiana. El mérito del maestro López es que en esta visita nos hace un guiño de tardeada familiar, con versos tan ingenuos como 'la cuestión es asunto de catre y de puchero, sin empeñar la Singer que ayuda a mal comer' o 'vivir como las cosas en los escaparates, para de un aneurisma morir cual mi vecino... ¡Morir sentado en eso que llaman WC'. Pardo, por su lado, fue patético, engañado al final de sus días por la ilusión cortesana de que iba a obtener el Nobel y por el delirio científico expresado en una obra de millones y millones de versos, en su mayoría ilegible.La generación de Los nuevos, entre ellos Maya, De Greiff, Vidales y Zalamea, entre otros, estaba algo chiflada. De Greiff es otro típico caso: la vida, la imagen, devoró al poeta. Su obra extraña, por supuesto, es excesiva y cornetuda (...) Mi generación creció admirándolo como la figura divertida, mimada por el poder, irreverente, chiflada, la del típico 'loco' colombiano gracioso con la que la aburrida y cachaca burocracia trataba de saciar la angustia de no haberse liberado a tiempo de la corbata, el corbatín y el traje negro. Digamos que con De Greiff se inicia en Colombia la poesía como entertainment, la poesía espectáculo que llegaría a su máximo esplendor en los 60 con los nadaístas y en los 80 con Gómez Jattin. La graforrea de De Greiff es pues espectáculo y tal vez algo de patología. Parece que los originarios de países nórdicos en Colombia están llamados por su excentricidad a ser los rompedores de hielo, los irreverentes que airean un poco la tiesura general. ¿Pero, dónde poner a De Greiff más allá de su chifladura? Vidales, por su parte, tuvo algún destello vanguardista, con el texto sobre la cinematografía, pero es obvio que en Colombia no podía florecer una revolución de esa índole. Un estridentista mexicano, a los 99 años, Germán List, me preguntaba qué pasó con Vidales, su contraparte colombiana, y pensé para mis adentros que él mismo dio marcha atrás a lo que 'hubiera sido' y al final optó por seguir el camino de 'La obreríada'. Menos excesivo que De Greiff, menos espectacular, Vidales tal vez se llevó a la tumba el secreto.


Jorge Zalamea es un caso especial, cuya influencia fue más decisiva en la obra narrativa de García Márquez y Mutis, sus mejores discípulos. Su obra se rebela a través de una prosa poética recargada hasta el exceso, muy a tono con la grandilocuencia de la primera mitad del siglo. Es una revolución monstruosa la del maestro Zalamea y su Gran Burundún Burundá ha muerto y El sueño de las escalinatas nos nutrieron en las escuelas donde lo escuchábamos en esos largos long play que hacían las delicias de nuestros maestros liberales. Sería, la de Zalamea, por primera vez en Colombia una poesía liberal, de izquierda, gaitanista, la contraparte de los discursos del caudillo Jorge Eliécer Gaitán, asesinado el 9 de abril de 1948, fecha que parte al país en dos. Zalamea fue delicioso ensayista, excelente periodista, animador de publicaciones, traductor laureado de Saint John Perse, una figura firme, tal vez la primera que se atreve de verdad a pasar la raya, a enfrentarse al lobo, a no comerse las uñas, a no portarse bien. Un rojillo en medio de la godarria más espantosa.

Además de excelente poeta que dio serenidad y transparencia a la poesía colombiana para equilibrar los desmanes de De Greiff, Maya fue generoso ensayista. En varios libros trata de elucidar los rumbos literarios del país y, entre sus obras dedicadas al quehacer literario colombiano, Los orígenes del modernismo en Colombia fue una revelación para este lector en aquel tiempo adolescente. Su generación es verdaderamente adorable y los escritores colombianos de hoy estamos en deuda con ellos.


Habría que estudiar a fondo el fenómeno de Piedra y cielo, que odiamos y amamos al mismo tiempo. Recordemos que García Márquez pudo haber sido el último piedracielista, ya que en sus tiempos de Zipaquirá escribió varios poemas de este corte bajo la influencia de su maestro Carlos Martín y otros de ese grupo como Rojas, Camacho Ramírez y Gerardo Valencia (...) ¿Qué pasó allí con estos hombres siempre bien portados, ligados al poder, con un pie en la adulación al gobierno y otro en la poesía? Tal vez su revolución ocurrió a pesar de ellos: al bajar el tono, al desdramatizar el verso, al ingresar a la intimidad amorosa pero sin desgarramientos, porque 'salvo mi corazón todo está bien', estos hombres prepararon el terreno para despojar para siempre a la poesía local de los excesos retóricos de sus padres o hermanos: Silva, Flórez, Valencia, de Greiff, Zalamea. Detestables, pero efectivos, su contrarrevolución resultó una fenomenal asonada que concluyó con Epístola mortal, el largo poema que Carranza escribe al final de su vida y donde se suelta para siempre con un texto que permanecerá en el 'parnaso colombiano' al lado de Nocturnos, Anarkos, Acuarimántima, Morada al Sur, Pensamientos del amante, Moirologhia, Aviso a los moribundos, Canto del extranjero, entre otros muchos.Paralelo a Piedra y cielo, e incluso a Mito, Aurelio Arturo es descubierto después y cada año que pasa levita más como caso impar dentro del panorama que nos concierne. Traductor de poesía anglosajona, rebelde en ese medio afrancesado hasta la indecencia, la corta obra de Arturo, de la que se destacan algunos poemas que se pueden contar con los dedos de las manos, nos asombra ahora como nunca por sus hallazgos. Con la llamada generación de Mito, que no existió como tal, y dentro de la cual figuran autores que incluso jamás se conocieron, como nos dice Mutis, la poesía colombiana solidifica su cambio de rumbo. Pese a todo, sin los piedracielistas, no hubiera sido posible la obra de Gaitán Durán y Cote. Colombia trata de entroncarse con el mundo de manera tardía. Gaitán escribe sobre Sade y aborda la poesía erótica, cosa impensable hasta entonces en este ese país, donde el cuerpo estaba castigado. Charry Lara, aunaba a su sólida formación y a sus brillantes ensayos, una corta obra de gran intensidad, llena de joyas. Su reflexión sobre la poesía en general fue de las primeras en despojarse del sonsonete bárdico. La nouvelle vague reinaba en Francia, Paz en India abría caminos con ensayos sobre Levi-Strauss y Marcel Duchamp, y a través de sus innovadoras obras Ladera Este y Salamandra. En Colombia se iniciaba la reflexión histórica, económica y social sobre el pasado, lejos del discurso anacrónico desde la curul, cargado de floripondios, latinajos y vieja teatralidad provinciana. En México, el exiliado Mutis que ya había publicado sus Elementos del desastre, volvió a salir a la palestra con Los trabajos perdidos y Los Hospitales de ultramar, e introdujo el cuerpo, la enfermedad, el deseo, al carne y el trópico. Rogelio Echavarría se metió en la calle, Fernando Arbeláez y Rojas Herazo, desde distintas coordenadas, abrieron ventanas inéditas. Por primera vez en muchas décadas, los poetas de esta generación se subieron al tren y participaron de la fiesta. Vienen a la memoria otros nombres que sintieron contra el tiempo y la soledad: el gran poeta místico y olvidado Antonio Llanos, Andrés Holguín, Eduardo Mendoza, José Umaña, Guillermo Payán, entre otro muchos.


Pero fue el nadaísmo, aunque fenómeno local y tardío, el que sacudió por fin la anacrónica estructura del país. Movimiento extraordinario de precoces, el nadaísmo fue temblor, viaje, irreverencia, apertura en esos 60 que en todas partes explotaban con su hippies, la liberación sexual y el ideario de la paz y el amor, y en E.U. revolucionaba con los beatniks, Ginsberg, Burroughs, Corso, Kerouac. Excéntricos en esa generación, Jaramillo Escobar y Rivero, sacudieron también a su manera el panorama. Son dos poetas locos, delirantes. El primero con poemas enumerativos de largo aliento y el segundo, renovador con sus baladas de arrabal, tan actuales hoy (...) Pero los nadaístas Gonzalo Arango, Eduardo Escobar, Jotamario Arbeláez y tantos otros, son inolvidables por su labor equivalente en Colombia a la revolución del 68 en Francia o en San Francisco. Merecen estatuas y plazas. Merecen incluso que pronto haya escuelas, estadios, siquiátricos, cárceles y colegios de bachillerato con sus nombres. A su lado, tres poetas peculiares, por encima de generaciones o modas son Quessep, José Manuel Arango y García Maffla, con vastas y continuas obras de una factura impecable, hondas, sin timbres excesivos, exploradoras de la verdad, contrapartes en poesía de la extraordinaria obra de Germán Espinosa, rebelde desde la cultura y la pasión literaria. Otros nombres de autores colombianos sin escuela, rebeldes, cuyos textos emocionan: Darío Ruiz Gómez, Nicolás Suescún, Eduardo Gómez, Raúl Henao, Manuel Hernández, Alberto Hoyos, Samuel Jaramillo, Edmundo Perry.

La Generación sin nombre constituyó una extraña reacción contra años terribles en Colombia, años de oscuridad política sin nombre, cuando se escuchaban desde lejos el grito de los torturados en las prisiones del país o en el interior de las guerrillas y una nube gris de mediocridad nacional, de ceniza siniestra, lo cubría todo. ¿Se le puede considerar acaso a esta generación como un movimiento neopiedracielista prosaico, antipoesía cenicienta que al pretender despojarse a propósito de todo brillo e intensidad, se autodestruyó? Si es así, no deberían los miembros de esa generación sentirse mal, pues habrán cumplido una función esencial de toda poesía: la autoinmolación. María Mercedes Carranza -hija de Eduardo y ligada como Hárold Alvarado a la brillante generación española renovadora de los 60 y 70- nos dice: 'Me fui de narices. Ahora echo sangre por todas partes: las rodillas, el aire, los recuerdos; mi falda se desgarró y perdí los aretes, la razón...' Así como los de Piedra y cielo imitaron a la poesía de Juan Ramón y la estética franquista, algunos de los miembros de la Generación sin nombre, digamos María Mercedes Carranza, Cobo Borda, Elkin Restrepo, Fernando Garavito, Alvarado Tenorio y Darío Jaramillo, entre otros, reprodujeron el tono de cierta poesía española desencantada como la de Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo y los hermanos Panero, sobre quienes Alvarado escribió notable libro. La tristeza de la Bogotá de aquellos años, las tardes de tedio antes del té, en casonas frías pobladas de tías solteronas y puritanas, la caspa y los trajecitos brillosos de los burócratas, el amor desganado, la nada cotidiana, el drama de los cuarentones, cierto humor apagado, en resumen, conforman el hálito de estos poetas, impares en el panorama latinoamericano de su tiempo.


Aunque clasificado entre los de la Generación sin nombre, Juan Manuel Roca es sin lugar a dudas caso aparte, diferenciado del tono intimista y coloquial de sus contemporáneos y crea un amplio y sostenido cuerpo poético de gran simbolismo. Poesía de exquisita ligereza, que casi vuela, la de Roca suscitó entre los jóvenes de las últimas décadas una verdadera fanaticada, convirtiéndose, con William Ospina, en uno de los poetas más populares e idolatrados del fin de siglo. El tono de Roca, hechura suya, produjo decenas y decenas de imitadores, donde ciertos leitmotivs, como el alba y el sueño, pierden la profundidad que sí logra su maestro. Entre esas decenas de discípulos, tal vez centenas, cundió cierta retórica heredera de los románticos alemanes y de locos como Trakl. En muchos casos, el problema fue que estos autores recibieron la influencia a través de malas traducciones, sin ir al idioma original. Entre los 70, 80 y 90 reinó en Colombia esa poesía sonsa, carente de ambiciones, una poesía que bien puede llamarse deprimida, que no tuvo la gracia urbana y arrabalera de Rivero, ni intentó la autodestrucción antipoética de Cobo, María Mercedes Carranza y Jaramillo Agudelo, ni logró los altos vuelos de Quessep, Arango, García Maffla y Roca, para producir poemitas estreñidos en serie cargados de lugares comunes sobre el sueño, la locura, el delirio y otras zarandajas para ingenuos.


Entre los autores posteriores a la Generación sin nombre y al movimiento que no dudo en llamar Rocatierrismo, debe destacarse el despunte de dos segmentos de autores independientes que no podrían ubicarse en grupo, entre quienes están Rodríguez Torres, Jaime Manrique, Antonio Correa, Jorge Bustamante, Guillermo Martínez, Piedad Bonnet, Fernando Herrera, Gustavo Adolfo Garcés, Fernando Rendón, Renata Durán, Eugenia Sánchez, Orietta Lozano, Gustavo Tatis y Santiago Mutis, entre otros muchos. Poesía discreta, esencial, la de estos logró huir del prosaísmo de la anterior generación y de la retórica onírica del alba, para lograr en cada peculiaridad grandes hallazgos. Las nostalgias rusas de Bustamante, la liquidez ambarina de Rodríguez Torres y su viaje diario por la sabana, la sólida factura versificadora de Correa Losada y sus cormoranes de exilio, el caluroso lirismo y la musicalidad de Durán y Bonnet, el realismo impactante de Herrera, la rebelde desolación bogotana de Sánchez Nieto y el excéntrico delirio neosurrealista de Mutis Durán en su viaje al mundo de Oquendo o su convocación de pájaros y vuelos, entre otros, nos muestra una poesía sin aspavientos, ligada al ritmo personal, ya no imitadora de corrientes pasadas, que aún está en marcha y tiene mucho que decir, puesto que sus cultores aún no llegan al temido crepúsculo.


Otro autor que irrumpió en los 80, convirtiéndose en ídolo entre jóvenes, viejos y contemporáneos, e incluso entre maestros como Mutis, García Márquez y Charry Lara, es William Ospina, cuya inteligencia, aunada a la independencia y a la rebeldía expresadas en su ambiciosa y alzada ensayística, lo convirtió en fenómeno parecido al de Roca. Aplausos, llenos completos en teatros y salones, son apenas algunas de las suscitaciones de Ospina, a quien desde su obra inicial se le atribuyeron influencias que van desde Borges hasta la poesía de los románticos ingleses, entre ellos Browning. Ospina es un 'raro' en el panorama colombiano con su poesía cívica, combativa, que bien canta a los héroes nacionales como a los protagonistas mundiales del siglo XX. De fuerza incontenible y musicalidad innata, la de Ospina es una de las obras más sugerentes del fin de siglo XX e inicios del XXI. Ospina es otro de los grandes poetas cívicos del país al lado de Caro, Epifanio Mejía y Castro Saavedra.Para concluir esta diatriba iluminada por el goce de la lectura, resta destacar algunos novísimos como Ramón Cote, Gustavo Tatis, Rafael del Castillo, Hugo Chaparro, Mario Jursich y Gloria Posada, esta última una de las más saludables revelaciones actuales, cuya precisión y perfección formales, aunadas a la incisiva inteligencia, son excelentes broches de oro para despojar a la poesía colombiana de sus peores vicios, como el autismo provinciano, la clownería metafórica, la heliotropía cardiaca, el desgano depresivo de los 70 y la retórica trakliana de los 80, cargada de falsos crepúsculos y sueños. Quisiera mencionar a muchos más, pero es imposible en este espacio referirse a tantos poetas surgidos en Colombia en el último cuarto de siglo y que, publicados o no, representan esa pulsión de vida de un país tanático y cainita. Y al lado de los novísimos, los nombres de esas mujeres poetas de Colombia, también olvidadas, en medio de la monolítica falocracia poética de este país, entre quienes sobresalen Laura Victoria, Emilia Ayarza, Maruja Vieira, Matilde Espinosa, Meira del Mar, Beatriz Zuluaga, Dora Castellanos, Olga Elena Mattei y Anabel Torres, para mencionar sólo algunas (...)


Devoro sin cesar revistas y periódicos donde aparecen sus gritos y a través de todos esos escritores nuevos u olvidados es claro que la letra inútil sigue vive para nada y para nadie. Los festivales de poesía de Medellín y Bogotá y otras ciudades son muestra de esa nueva pulsión orgánica, de ese nuevo expresarse sin miedo al fracaso y al olvido. Porque la poesía hoy en el mundo es más absurda que nunca. Antes los poetas eran necesarios y tenían esperanza. Eran protegidos en las cortes, adorados, se les nombraba embajadores, se volvían voces de naciones o de continentes. Ahora los poetas son menos que desechables. Nadie los escucha. Ni siquiera ellos mismos se escuchan. En tiempos de auge asqueante de la novela, cuando los novelistas tienen que volverse empleadillos sin sueldo de las editoriales multinacionales, la poesía es el único refugio de la experimentación y la soledad. En cada poeta de hoy hay una Madre Teresa. Los que se dedican a la poesía en Colombia son los huérfanos de la Madre Teresa. Pero cuando la novela colombiana y la latinoamericana se ha vuelto un asco de mercaderes, cuando la novela sólo se basa en el escándalo azufroso, la actualidad periodística y la frivolidad narco-sicarial, la poesía es como en toda América Latina, el último refugio de la literatura. Refugio al fin y al cabo, aunque por el momento sea un refugio precario y menor (...)


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Eduardo García Aguilar, escritor y periodista, trabajó en France Press, en México, y ahora en Francia. Ha publicado cinco novelas, entre ellas Bulevar de los héroes (1986), El viaje triunfal (1993), Tequila coxis (2003) y Las rutas de Ifigenia (2019). Su Poesia Completa fue publicada en Bogota en la coleccion Zenocrate de Uniediciones, bajo el titulo de La musica del juicio final en 2017. También es autor de Urbes luminosas, Delirio de San Cristobal y Celebraciones y otros fantasmas. Una biografia intelectual de Alvaro Mutis.